Supongo que los grandes árboles representaban para mí un desafío semejante al de los picos elevados ante los ojos de los alpinistas. Lo cierto es que a mis tres años difícilmente podía ver un árbol muy alto sin que me lanzara en el acto a escalarlo, con el afán de alcanzar su cumbre. Eso fue lo que ocurrió un mediodía de 1952, apenas llegados de la ciudad, luego de un viaje de cinco horas por entre caminos polvorientos. Un muchacho desensillaba nuestro sulki, junto al alambrado de púas que marcaba el comienzo de los sembrados, mientras yo lo había atravesado ya, rumbo a un altísimo pino que me llamó, aún antes de pisar el suelo de Villa Rosa. Mi madre se había sentado junto a unas mujeres, que desplegaban sobre la mesa tendida, bajo la gratificante sombra de la galería, todo tipo de panes en que se especializan los santiagueños, mientras preparaban el mate.
La escalada no fue feliz. En mi fervor por alcanzar la cumbre no advertí que las ramas del pino eran ya demasiado frágiles, y por pisar una de ellas que se rompió me precipité hacia la tierra desde unos cinco metros de altura. Recuerdo claramente la sensación de volar vertiginosamente hacia el abismo, como también el breve espanto mientras veía acercarse a mí las afiladas puntas de las leñas, recién cortadas, como cuchillos, hacia donde como un proyectil me dirigía. Recuerdo también sentir de repente un tirón en la espalda, cerca de la cintura, y una sensación de rebotar en el aire, una o dos veces, para seguir cayendo luego pero ya en forma lenta. ¿Qué había ocurrido? La vara de un carro, elevada por el peso de la parte trasera, que descansaba junto al montón de leña, se había introducido en los tiradores de mi pantalón, deteniéndome en el aire y amortiguando enormemente la caída. ¿Cómo pudo ocurrir esto? Hasta el día de hoy, no lo entiendo. De otra forma, los afilados leños, de una madera muy dura, hubiesen atravesado con seguridad mi cuerpo, por la velocidad con que venía. Al detenerme la providencial vara de carro, sólo me causaron una herida, profunda, en la pantorrilla izquierda.
Me quité la leña de la herida y en el acto emergió una capa de gordura, blanca, de dentro de mi pequeña pierna, junto a la sangre y algo como agua. Luego de contemplarme unos segundos, muy asustado, empecé a gritar:
-¡¡¡Mamáaaá! ¡Me están saliendo las tripas!!!
"¡Te vas a lastimar y te van a salir las tripas!", era la amenaza con que intentaba mi madre disuadirme de jugar con objetos puntiagudos o escalar paredes, árboles o los techos de las casas. Ante mis ojos, esto era lo que fatalmente se había concretado, ahora. ¡Pero no me creían! Desde la distancia, escuché a mi madre decir a sus amigas...
-¡No le hagan caso! ¡Siempre chilla!...
Entonces protesté con más fuerza: ¡Mamá, me salen las tripas, en serio!...
El muchacho que terminaba de acomodar nuestro sulki se acercó, y dijo: "¡Es verdad, señora... está muy lastimado!" Con un revuelo de largas polleras floreadas y pálidas las tres mujeres se lanzaron hacia mí, levantándome con infinitos cuidados, para trasladarme al reparo de la anchurosa alquería.
Recuerdo luego el pecho de mi padre, donde mi cabecita empapada de sudor se apoyaba para dormitar de tanto en tanto mientras atravesábamos el rudo bosque bajo un sol abrasante. Con uno de sus brazos me sostenía, envolviéndome la cintura, mientras con el otro controlaba las riendas del caballo. A veces miraba hacia arriba, me maravillaba desde niño lo que se ve cuando se levantan los ojos casi hasta su límite natural: el cielo, ramas y ramas y más ramas de árboles, enmarañadas, tortuosas, bajo el resplandor amarillo, en vaharadas, y el sombrero de mi padre, un disco negro contra el sol. Mi padre. Él era un hombre refinado, de voz exquisita y pronunciación perfecta. La barba negrísima acentuaba sus ojos, gigantescos y expresivos, de una belleza que incomodaba. Sin almorzar, sin asearse, luego del larguísimo viaje en sulki de la mañana, había tenido que ensillar su caballo otra vez, para traerme de nuevo a la ciudad.
Llegamos al atardecer. En el hospital me hicieron cinco puntos. Debe de haber sido muy rústica la medicina de aquel tiempo, pues para siempre conservé una gran cicatriz, en la cual estos puntos se ven como otros tantos medallones rugosos, de diferente color al resto de la piel. Por lo demás, fueron para mí un orgullo. Los exhibía, más tarde, ante mis amigos, como testimonio de mi intrepidez. Y aún cuando adolescente, si quería impresionar a alguna chica con la cual había intimado, levantaba mi pantalón hasta ahí, la parte interior más prominente de la pantorrilla, disfrutando entonces cuando alguna de ellas se tapaba con la mano la boca en señal de admiración.
Por cierto no dejé de escalar árboles ni techos. Algunos meses más tarde, las araucarias de la casa de mi abuelo, en Villa Evita, solían albergarme en sus ramas más altas, durante largos minutos, mientras me extasiaba el alma la visión del campanario eclesial a la distancia, y esa magnífica esencia del aire, que por estas tierras a cada instante adquiere como un renovado dulzor. Había aprendido a pisar con cauteloso cuidado en las ramas más pequeñas, y a detenerme, cuando calculaba que ya no me iban a sostener.
El 19 de agosto de 1951 yo había cumplido los dos años. En Buenos Aires, capital de mi país, tres días después la CGT convocó a una inmensa concentración para apoyar la fórmula presidencial Perón-Evita. En la avenida 9 de Julio, una muchedumbre escuchó sus discursos. Sorpresivamente, el secretario general de la CGT, José Espejo, reclama a Evita una respuesta a la solicitud de postularse a la vicepresidencia, que le habían hecho los trabajadores. El pedido es retomado por la multitud, y se entabla con la "Dama de la Esperanza" una dialéctica tensa. De forma cada vez más perentoria la muchedumbre exige una respuesta, que Evita procura dilatar; finalmente, ella afirma que "hará lo que diga el pueblo": pero pide una semana de plazo para contestar. La multitud abandona esa plaza convencida de su aceptación.
Una semana después, en un sobrio discurso radial, Eva Perón declina el ofrecimiento. De inmediato, los dirigentes partidarios elogian lo que empieza a denominarse como "el renunciamiento de Evita".
Mi familia era peronista. No había uno solo que no lo fuera. Excepto mi madre. Mi madre no era peronista. Por el contrario, detestaba al peronismo y todos sus símbolos. Poco me llegaba a mí de estos asuntos, salvo la exteriorización iconográfica, que por entonces solía ser profusa. Sólo más tarde, cuando buscara una y otra vez explicaciones a la intempestiva separación de mis progenitores, que iba a sobrevenir, iría profundizando en ellos. En cuanto a mí, hasta los cuatro años, pasaba la mayor parte de mis días con el Tío Agustín -por entonces soltero- y mis abuelos. Mi padre era como una visita, que solía recibir con agrado, de vez en cuando. Y mi madre era directamente una figura abstracta. No sé muy bien por qué yo no quería vivir con mi madre, que era maestra en una escuelita distante de Campo Verde -donde enseñaba mi tío Agustín- apenas cuatro o cinco kilómetros. Ella habitaba un pequeño rancho, con mi hermano Gustavo, dos años menor, junto a la Escuelita que atendía.
En este punto se hace necesario explicar cómo eran las escuelas y sus sistemas de enseñanza por aquel entonces, en "la campaña" de Santiago. Un maestro era a la vez director y casi propietario de las escuelas -por lo general ranchos de adobe y techo de ramas, construidos por los pobladores del lugar. Diez o quince bancos acogían a los niños, que recibían las lecciones, de acuerdo con su nivel, en diferentes horarios. No había otra forma de comunicación entre estas escuelas y la ciudad que los carros, sulkis, caballos, burros o mulas con que se trasladaba la gente de un lado a otro, hasta las pocas rutas nacionales, donde se podía, a veces, abordar algún incómodo colectivo.
Como dije, yo habitaba normalmente, pues, con mi tío Agustín, en la muy amplia Escuela Primaria de Campo Verde, en cuyas inmediaciones vivían también mi abuelo Brígido -que era comisario del pueblo- y mi abuela Corina. Mi papá venía de vez en cuando y me traía Gatito. ¡Cómo amaba estos pequeños libros, para mí tan grandes! Recortados alrededor de las ilustraciones de tapa -cosa que a mí me fascinaba-, narraban las aventuras de un caballero galante, Gatito, que solía rescatar una y otra vez a una princesa encantadora de las acechanzas de un ogro terrible, Rompococo. Una ética embrionaria comenzó a esbozarse entonces en mi corazón: por el ansia de comprender estos libritos fue que aprendí a leer a los tres años. Mucho más tarde, recién hacia los 90, iba a enterarme que estaban hechos por dos de los mayores genios del pensamiento y el arte argentino contemporáneo: Héctor Germán Ohesterheld, y Alberto Breccia.
Comentarios
¡Fantástico! Carreras me devuelve un recuerdo olvidado:"Gatito", de Oesterheld y Breccia; en efecto.
Lo editaba "Abril", horno de "Rayo Rojo", "Misterix", "El Pato Donald" y otras perlas olvidadas("Cinemisterio" y Salgari", por ejemplo).
Césare Cívta fue un modelo de editor de historietes. Los Muchnick fueron otros. Todos cambiaron el paso editando semanarios de actualidad o libros.
Entre 1941 y 1955 los niños argentinos (o inmigrantes como yo), fuimos inmensamente felices, semana tras semana, con la cantidad y calidad de revistas de historietas editadas en el país.
Me sirvieron para formarme y escribirlas luego, durante breve tiempo. En mi casa de Barcelona hay colecciones de ellas. Hoy escribo biografías, pero nunca dejaré de hojear mis preciados tesoros de aquella infancia, vivida en un país querido y lejano.
Un saludo
Joan Benavent
Muchas gracias por tu comentario, Joan. Aún espero compartir contigo otros recuerdos, pues al igual que en ti moldearon mi espíritu de un modo singular. Me refiero a Misterix, Sgto. Kirk, Ernie Pike, Juan Salvo, y otros que intentaré revivir con la intensidad que estuvieron presentes cada día de nuestra infancia.
Estoy de acuerdo con mi papi Joan Benavent. Carreras me devuelve un recuerdo olvidado!! Excelente!
Es fantástico encontrar algo que jamás pensé que podía encontrar alguna vez y que llegando casi desde la noche de los tiempos, gracias a esta magia modera que es Internet: el espectacular relato de ese gatito inocente con dos padres que fueron, son y serán dos pilares de la historieta argentina y del mundo, autores de el Eternauta y Vito Nervio, respectivamente y además leer un comentario sobre el tema de alguien que mucho sabe de historia e historieta argentina (que es casi lo mismo) Joao Freijomil Benavent, con quien quizas alguna (no puedo equivocarme) más de vez compartimos un cafe en la calle Corrientes la noche que una patrulla de la intolerancia lo llevara tras las rejas, honor que solo que cabían a los que pensaban mucho y diferente. Mucho nos agradaría poder volver a encontrarlo a "Nano" si con Piturro supiesemos su E-mail. Agradecería que alguien me lo hiciese llegar. Julio Olivera "Juliooliverahumor@hotmail.com" Gracias
Me encantaría darle el correo-e de Benavent, Julio, pero lamentablemente lo he perdido. Espero que él regrese por aquí, a lo mejor le escribe personalmente. Un saludo cordial.
Señor Carreras, Es mu atento de su parte y creame que mucho me gustaía poder tener noticias de un personaje inolvidable que es Freijomil Benavent. Le envio mis saludos desde Córdoba, republica Argentina.
Fue mi tío Eduardo quien me trajo, desde Argentina hasta Valencia (España) un álbum de Gatito y Rompococo en lo más profundo y remoto de mi infancia, a comienzos de los años cincuenta. Lo que más recuerdo es una viñeta donde Rompococo, calzado con unas botas de siete leguas que le obligaban a una carrera desaforada alrededor del mundo, "atravesaba" literalmente el papel en el que estaba impresa la historia. "Esta página quedó arruinada", decía el narrador. Ahora me entero de por qué me impresionó tanto el efecto: sus creadores eran dos genios del comic cuya obra he podido degustar en mi madurez.
Fuí alumno de A. Breccia, Pablo Pereyra y Angel Borisoff, y ...¡vaya!! recién me entero que el pequeño felino(Gatito), héroe de mi niñez, había nacido de sus manos conjuntamente con las de Oesterheld, lo cual me trajo el recuerdo de la Princesa Tilina, los inefables Parmesano y Gorgonzola, la evocación de las aventuras infantiles y aquella sana ansiedad que cada semana nos embargaba hasta la aparición del próximo número. Gracias por el grato momento. Saludos
Gracias a usted, Miguel. Un saludo cordial.
Héctor Germán Oesterheld (Buenos Aires, 23 de julio de 1919-desaparecido por la última dictadura argentina en 1977 y asesinado por los militares en 1978) fue un guionista de historietas y escritor argentino, a menudo citado como HGO. Escribió numerosos relatos breves de ciencia ficción y novelas, y publicó en revistas como Misterix, Hora Cero y Frontera. Sus series más conocidas son Sargento Kirk, Bull Rocket y, sobre todo, El Eternauta, la que es considerada su obra maestra.
La obra más temprana de Oesterheld, en la década de 1950 y principios de los años '60, contiene sutiles críticas al capitalismo, el colonialismo y el imperialismo. A medida que transcurre la década su compromiso político aumenta y su ideología se vuelve más fácilmente reconocible: realiza junto a Alberto y Enrique Breccia una biografía en historieta sobre el Che Guevara, Vida del Che, publicada en 1968, la cual fue secuestrada y destruida por los censores de la dictadura cívico-militar que gobernaba entonces. Luego completa una nueva versión más políticamente cargada de El Eternauta en 1969, con dibujos de Alberto Breccia.
Su compromiso político aumenta aún más durante la década de 1970, lo cual se refleja tanto en su decisión de unirse a la agrupación guerrillera Montoneros como en los guiones de sus últimas obras, donde se destaca particularmente el caso de El Eternauta II (de nuevo ilustrada por Solano López), la cual debió finalizar mientras se ocultaba en la clandestinidad. Estela, Diana, Beatriz y Marina, eran las cuatro hijas de Héctor Oesterheld, Militantes montoneros, los cinco fueron desaparecidos por la dictadura militar. En 1977 fue secuestrado por las fuerzas armadas durante la última dictadura cívico-militar argentina y fue visto por última vez en un centro clandestino de detención. Desde entonces pasó a formar parte de la lista de detenidos-desaparecidos víctimas del terrorismo de Estado en Argentina.
Magnifico relato Julio, de muy niño escuche a nuestra abuela contándola. Recuerdo de la cicatriz grande que me llamo la atención, le pregunte a ella que te había pasado . Ella me decía que vos eras muy travieso, te gustaba subir a los arboles, andar a caballo con nuestro abuelo y el tío Agustín. El mimado de la familia, como todo primer nieto. Que, en esos juegos, subiste a un árbol, de donde caíste y te recibió una rama filosa... con suerte porque casi se mata. Ahora tengo tu versión mas amplia de un episodio que sucedió antes que yo naciera
Simplemente..., Muchas Gracias Julio por la memoria y por lo tanto que inspira tu evocacion.
¡Gracias, Carlos! Un abrazo.
Julio: Acabo de leer tu relato de "Gatito" durante tu infancia, que es la edad donde comenzamos a nutrir nuestra imaginación con los relatos fantásticos, asombrosos y de personajes que nos entusiasman interiormente queriendo imitarlos, y así nos vamos despertando al mundo con esas historias y experiencias que irán formando nuestro modo de ser y de pensar. Tu pluma tiene la riqueza intelectual y la mágica condición de transportarnos a donde sitúas los hechos y personajes, haciéndonos sentir la crónica como si estuviéramos "viviendo" esos momentos. El ensamble de tu experiencia infantil con la realidad que se vivía entonces con "el renunciamiento" de Evita y el reconocimiento que le hacés a los autores de aquellas publicaciones como "Gatito" que atrapaban el entusiasmo y la avidez por leerlos de tantos chicos es una "perla" literaria y un aporte que incita a revivir los primeros de nuestras vidas que son los que nos han dado las más puras esencias. Un abrazo.
¡Gracias, Guillermo! Un abrazo.