El viejo Molino. Hacía mucho que Juan Cruz no pisaba ese lugar. De un antiguo teatro habían hecho, después, una confitería, con mucho éxito en un tiempo. En el inmenso salón habían bailado dos generaciones anteriores a la de Juan, bajo las arañas barrocas que antes había, los que iban en parejas por lo general en los palcos, observando y las mujeres solas y los muchachos en el círculo de mesas colocadas sobre el piso de parquet. En el escenario tocaba alguna orquesta de rumbas; todavía se estilaban –asombrosos resabios– modales elegantes y rebuscados. Juan Cruz reflexionaba sobre la brusca transformación, casi una ruptura, que había ocurrido en los modos de dos generaciones tan cercanas, la inmediatamente anterior a la suya y la de Fernando; él estaba en el medio, pisando en las dos, no había sido esa transición paulatina que suele suceder en las culturas de los pueblos a lo largo de años, en la que se van transformando los modos de la gente, sustituyendo los vocablos por otros nuevos, en una suave transformación de las costumbres y el lenguaje que permite a pesar de los cambios reconocer el desenvolvimiento de un mismo proceso; no, ésta –a la que asistían Juan Cruz y Fernando– era una brusca mutación, violenta por su rapidez: hacía seis años se invitaba a bailar a las muchachas acercándose a las mesas, con reverencia y si el joven no iba de traje ella no salía; ahora muchachos de vaqueros gastados le hacían una seña con la cabeza de un extremo a otro de la pista a muchachitas que mascaban chicles y se sentaban con las piernas abiertas, cuando no eran invitados a bailar por ellas, a los gritos. Violentamente había irrumpido, en la apacible vida de Santiago –pensaba Juan Cruz– con la televisión y el incipiente desarrollo económico, el modo de ser de las metrópolis.
Habían quitado los palcos, dejando feas marcas rectangulares mal disimuladas y el empapelado amarilleaba y se descascaraba en partes sobre las altas paredes: ya no había arañas. Las habían sustituido unos desagradables cubos de plástico con lamparitas adentro, que desde el distante techo abovedado producían una ridícula impresión, como si, en “La lección de anatomía”, a uno de los personajes le hubiesen puesto un cigarrillo en la boca. La luz era pálida, el lugar resultaba grotesco, con tantas transformaciones sobre lo que había sido, en el siglo pasado, un hermoso teatro. Juan Cruz se sintió de mal humor.
- Hola– dijo una chiquilina que apareció al lado de ellos no se sabía de dónde. –¿No bailan?
- Estoy buscando un lugar para sentarnos– contestó Juan Cruz. El vermouth estaba colmado y no se veía que hubiera mesas desocupadas.
- ¿Quieren sentarse con nosotros?– preguntó la muchachita.
- Ah, cómo no– dijo Juan Cruz, contento con la posibilidad de no tener que gastar en bebidas. Pero Fernando prefirió sentarse con un grupo de amigos suyos que le habían hecho señas desde otra mesa.