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carreras

  • ¡Oh, Carol!

    Gracias a Amílcar Vergara por recordármelo.
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    Fue el primer tema que en mi vida bailé. Tenía entonces diez años, era una fiesta de Fin de Año de la primaria. Una muchacha robusta y alta, impetuosamente me sacó a bailar. A su segundo tirón de mi mano cedí. Me superaba en estatura, como por una cabeza. Nunca habíamos hablado, aunque la conocía de lejos. Hija de una maestra de la escuela, en mi imaginación historietística su rostro se presentaba semejante al de Aleta, la enamorada vikinga del Príncipe Valiente (que por entonces dibujaba Harold Foster).
    La canción es lo que más recuerdo de aquella primera vez. Pero también la sensación dulce de estar en brazos de aquella muchacha decidida, la suavidad de su vestido de verano, su perfume a lilas. Criado entre hombres, rodeado de mayores, jugando con niños agrestes, con quienes debía estar en guardia constante para prevenir a tiempo desde dónde podría provenir el primer puñetazo, aquél mecerse en brazos tan  acogedores me permitió conocer una felicidad hasta entonces ni siquiera soñada.
    Desde el día siguiente decidí comenzar a bailar. No se  presentaron ocasiones muy rápidamente. Pero al ingresar a la escuela secundaria, como iba a una escuela mixta, la posibilidad estaba latente.
    Los únicos compañeros de primaria que continué frecuentando fueron el Gringo Bianchi y Tutti Delgado. Ello porque ambos ingresaron -al igual que yo- a la Academia de Bellas Artes. El Gringo solía organizar fiestitas en su casa. Con un tocadiscos Winco -alta tecnología de entonces-, clausuraba el living comedor para un grupo de chicos y chicas que cuidadosamente seleccionaba.
    Sin embargo fracasé de un modo notable en mis primeros intentos. No era inhibido, por lo cual iba hacia la chica que me gustaba y  la sacaba a bailar. Ella aceptaba; mas ninguna me duraba dos temas. ¡Incluso hubo alguna que me abandonó a la mitad del primero!... Comencé a notar que luego cuchicheaban; los otros varones me miraban y se reían. Después comenzaron a cargarme: "Eh, bailate un rock and roll con fulana", me decían los changos, en tono sobrador. (Por entonces estaban de moda los Teen Tops, con Enrique Guzmán.)
    Tenía un amigo fraterno, tres o cuatro años mayor que yo, se llamaba Domingo Bravo. En la vereda del Hogar Escuela (su padre era el director) le consulté mi caso. "A ver, mostrame como bailas", me dijo. Lo hice. "No, no... vos bailas de cualquier manera...", censuró de inmediato. "¡Hay pasos, tienes que aprenderlos, porque si no la chica no te va a seguir!" Entonces me dio un par de lecciones. Fuimos a casa, sacamos una radio a transistores y bajo la sombra de un paraíso, Mingo haciendo de chica y yo siguiendo sus directivas, aprendí los pasos.
    Algunos meses después, durante un vermouth que organizó en su casa una compañera, Clarita Fernández, obtendría los primeros frutos de tales esfuerzos. Pude bailar, con una muchacha amable, durante casi todo lo que duró aquella nocturna fiestita invernal. Sin pisarla, ni una sola vez.

     

    Me acercaba con desprejuiciada candidez a las chicas que me atraían.

     

    A los doce años, por las mañanas iba caminando hasta la Escuela Normal. Por la tarde, a la Academia de Bellas Artes. Antes de llegar al Molino Sur había una muchacha bonita y prolija que me agradaba. Vivía en una casa con planta alta. Allí, una tarde, ella miraba los pocos vehículos que pasaban, desde el balcón. Me detuve y desde abajo, la saludé:

    -Hola. Me llamo Julio -dije-: ¿Y vos?

    -María Elena -contestó ella.

    -Bueno, chau -, dije yo. Y continué mi viaje hacia la Academia.

    Más adelante había unos chiquitos apellidados Durgam. 

    Otra tarde iba fumando, pues creía que eso iba a dotarme por fin de una voz realmente gruesa. Los niños Durgam jugaban en la vereda. Ella, la chiquita, como de seis o siete años, me interpeló:

    -¡Ché, ché... ¿qué hora es?...

    En el acto, su hermano la reconvino:

    -¡No le digas Chéee!... ¡Decile "señor"...! ¿No ves que fuma?...

    Con María Elena hice mis primeros ensayos de voz gruesa. Me detenía, a veces, cuando fortuitamente ella estaba en la puerta. El esfuerzo que hacía para sostener un tono muy grave me quitaba el aire. Entonces debía irme siempre enseguida. Y me veía obligado a componer frases breves. Una tarde la encontré y le di un beso (en la mejilla).

    -¡Qué dulce tu perfume!...-le dije.

    -No me puse ningún perfume...-respondió ella.

    -Ah. Entonces es tu perfume natural.

    Le hizo mucha gracia. Me lo recordaba medio en broma, después, cuando nos encontrábamos. 

    En Buenos Aires, como un año más tarde, me llamaron dos chicas bonitas y rubias. Era una cuadra más adelante de donde vivían mi mamá y mi pequeña hermana. Yo iba por la vereda de enfrente.

    -¡Eh, pibe!-me chistó una:-¿podés venir? 

    Obedientemente, crucé. Estaban en la puerta de su casa. Debían de tener entre doce y trece años. 

    -¿Es cierto que vos le dijiste "adiós preciosa" a ella? -me preguntó la que parecía mayor.

    -Así es -contesté.

    -¿Y por qué? 

    -Bueno -dije- me parece que un caballero puede decirle un piropo a una dama que le gusta...

    Esto pareció hacerles tanta gracia, que se desternillaban de risa.

    -¿Un piropo?-decía la mayor, imitando mi modo de hablar: -¡¿Un piropo?! ¡Jájajajajá!...

    Yo estaba desconcertado. Casi ahogada por la risa, la porteñita quiso saber:

    -¿De dónde sos?

    -De Santiago del Estero.

    -¡Ah! ¡Sos muy gracioso!...-exclamó: se reían sin parar las dos.

    Entonces yo murmuré "bueno, hasta luego", y me fui.

    Desde entonces, cuando las veía venir, trataba de alejarme. Como se daban cuenta, ellas volvían a reírse a carcajadas. 

     

    Parcialidad

    Entre los ocho y diez años, más o menos, mi principal amigo era Carlos Paz Manzione. De personalidad algo irónica, creo que acentuada por su madre, quien consideraba necesario destacar, constantemente, que eran descendientes directos de Homero Manzi.

    Al lado de la casa de Carlos Paz vivía Alejandro Curi. Un empresario, que por períodos solía viajar, dejando su morada solitaria.

    En uno de estos períodos de ausencia fue que estábamos con Carlos, algo aburridos, cuando me dijo: "vamos a romperle los vidrios a Curi". En los fondos de su casa -adonde nosotros ingresábamos como si fuera nuestra-, Curi tenía un vitraux de vidrio escarchado.

    -Meta -le dije yo.

    -Bueno-, propuso Carlos -vamo a juntar piedras, cuando tengamos un montón suficiente, yo digo "iá" y largamos.

    Así lo hicimos. Seleccionamos ripio filoso y de peso suficiente como para tirar con honda, amontonándolo cada uno por su lado, como a diez metros enfrente al vitraux.

    La casa de Curi había sufrido un derrumbe en la pared trasera del patio; para su reparación tenía depositados allí materiales de obra. Y a la vez, quienes vivían  detrás, podían ver hacia dentro. A la distancia habitaba una modesta familia, de apellido Naveda, con dos hijos que se llamaban Julio y Jorge, más o menos de nuestra edad. Ellos nos temían y creo que también, en parte, nos aborrecían. Iban a ser quienes nos denunciaran.

    -¡Ya!-dijo Carlos Paz Manzione cuando tuvimos los dos montones de piedras listos.
    Y como verdaderas ametralladoras, nuestros brazos en aspas dispararon el fragoroso aluvión de  piedras sobre el vitraux, cuyas decenas de recuadros fueron estallando, uno a uno, en sucesión, durante varios minutos, lanzando, como chispazos al aire, los filamentos de vidrios, que caían destrozados sobre el suelo de mosaico bajo la galería. En unos cinco minutos, no quedó un solo vidrio en los marcos de madera y metal. A través del esqueleto, podíamos ver la cocina y el living.
    No recuerdo qué hicimos después. Lo más probable es que luego de aquella "hazaña", nos fuéramos cada uno a su casa. Eran como las cinco de la tarde.

    Al día siguiente, por la tarde, alguien golpeó las manos desde nuestra vereda, frente al jardín. Mi abuela escudriñó por la mirilla. Se dio vuelta hacia mí, asombrada.
    -¡Un policía!-me dijo. Y fue a atenderlo.
    Cuando regresó, estaba preocupada.
    -Los han denunciado-, dijo. -Dicen que con ese muchacho Carlos Paz han roto los vidrios de Curi. Ahora tu papá va a tener que ir a la policía.
    Nada más. No me dijo de esto nada más.

    Algunos días después, golpearon las manos desde la vereda. Mi abuela miró. Era Carlos Paz. Yo, que lo había visto a través de la ventana, quise salir a atenderlo.
    -¡No! -me ordenó mi abuela Jita. -Déjeme a mí. Yo tengo que hablar con ese muchacho. Usted quédese aquí.
    Abrí la ventana para escuchar la monserga que le asestaba mi abuela al pobre Carlos, quien escuchaba cabizbajo.
    -¡Que sea la última vez que usted le ande metiendo ideas malas en la cabeza a mi muchacho! ¡Y ahora mándese a mudar! ¡Y no vuelva más! ¡No quiero que mi muchacho se junte con usted!
    Carlos dio vuelta su bicicleta, de la cual no se había bajado, y desapareció.

    Cuando había pasado una semana, más o menos, al mediodía, volviendo de la Escuela, pensé que ya podría ir en busca de mi amigo Carlos Paz. Aunque más no fuera para saber cómo se las había arreglado él, con este asunto de la policía. De guardapolvos blanco, pantalón corto, zapatos de suela ancha, dejé mi portafolios escolar sobre el mosaico de la vereda y golpeé las manos.
    A los pocos segundos salió la madre. Era una mujer pequeña, regordeta. Al parecer, cocinaba, pues tenía desde la cintura hacia abajo, un delantal floreado. Apenas vi empequeñecerse aún más sus ojitos me di cuenta de que el ánimo hacia mí no iba a ser cordial.
    -¡Te atreves a venir!...- me dijo. -¡Después de lo que le has hecho a mi hijo!... ¡Hemos tenido que andar en la policía por tu culpa!... -masculló. -¡Retirate de aquí!-ordenó luego. -¡Y no vuelvas más! Mi hijo no se va a juntar más con vos.
    Lo cierto es que tanto malhumor pasó. Creo que los dos nos sentimos muy arrepentidos de lo que habíamos hecho. Pues no recuerdo haber hablado nunca más del asunto. Pero una vez aventado el temporal, seguimos siendo amigos y frecuentándonos en nuestras casas. Hasta la adolescencia, cuando Carlos y su familia se fueron a vivir a Buenos Aires.

     

    La Felicidad
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    La inasible felicidad suele venir envuelta con una plácida melancolía.

    Estudio la Felicidad desde niño. Tal vez porque me fue extremada, constantemente elusiva. Como el panadero que pierde su gracilidad al intentar cazarlo, la felicidad se presentaba para mí cual relámpago. O la pasajera imagen de un instante perfecto, sin posibilidad de constatación.
    Me internaba en el monte durante horas, casi siempre con mi hermano. Él era tan silencioso, tan unido a mí que ahora mismo me sorprendo al decir que iba conmigo. Ni él ni yo éramos otra persona, sino uno mismo. Con mi hermano aprendimos que no debíamos tratar de cazar a los panaderos.
    Cierta vez, a los seis años de edad, venía de piano una tarde nublada y pasé por el kiosco de Santiago Vicente. Este hombre amable me permitía hojear las revistas. El flamante número del Patoruzito semanal lucía sobre el estante pero no me alcanzaba el dinero para comprarlo. Entonces, con delicadeza extrema y ánimo furtivo lo tomé para leer, casi completo, el episodio de Vito Nervio (lo que por entonces más me interesaba).
    Salí del kiosco edificado. Por la suave tibieza de la tarde me parecía volar. A media cuadra, sobre la vereda del Hogar Escuela, había una especie de mástil (nunca supe con qué fin). En su basamento, apenas asomando un extremo, yacía una revista. No había nadie más que yo transitando por el lugar. La reconocí de inmediato: ¡Patoruzito!
    La levanté, hojeé nuevamente sus páginas...
    ¡Déjà vu! Era la misma que unos minutos atrás había hojeado en el kiosco. ¿Cómo podía ser que estuviera allí? Era el último número...
    Sin insistir en preguntarme algo, puse la cartera a un costado y me senté allí mismo, a leer completo el último número de Patoruzito.
    Después, lo dejé en el exacto lugar donde lo hallase. Y terminé de regresar a casa, maravillado.

    (Agregado el lunes, 22 de noviembre de 2010)