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  • Tucumán

    Juan Cruz salió de Santiago una madrugada neblinosa, y llegó a Tucumán cuatro horas después; había salido el sol. En Tucumán hacía un hermoso tiempo primaveral. Paquito Amor, que le había ido a esperar a la terminal de ómnibus, estaba acompañado de un muchacho flaco y pequeñito, de sonrisa estúpida, a quien presentó como el chofer del conjunto. Abordaron una camioneta grande, un poco destartalada, que era el transporte en el que iba a efectuar la gira, según dijo Paquito, entonces Juan Cruz se volvió a sentir plenamente bien, cuando el vehículo se puso en movimiento. El espléndido sol coloreaba el aire transparente, calles angostas como en un damero, casas antiguas, desfilaban despaciosamente al lado de la ventanilla, el sol iluminaba por fragmentos las irregularidades de paredes que habían perdido por partes el revoque, y mostraban los ladrillos colorados y negros. A cada giro de la camioneta, Juan Cruz iba redescubriendo enfoques únicos de esa ciudad vieja, ciudad de tantos espíritus, en la que convivían la mística, el olor a vino, los tráficos carnales, la lujuria, la paz, la pobreza y el oro… los siglos y el bullicio del presente… Tucumán le seducía y le rechazaba; la amaba y le tenía aversión. Como en el espíritu de un hombre, en su personalidad, no se hallan solo sentimientos armónicos, si no por el contrario en el mismo individuo conviven las tendencias más altruistas con las oscuras, en las ciudades existe tal multiplicidad de actividades, externas e íntimas, que disfrutan y conviven removiendo cada uno su propio espacio y modelando de a poco cada una su signo, su vestigio en algún lugar de la ciudad y acumulándose en la cultura y la genética de las generaciones, que al fin terminan por modelar un monstruo, más o menos disperso o unitario, material y metafísico, que resulta ser aquel carácter de la ciudad que los espíritus más sensibles creen percibir. Este carácter se manifiesta en la arquitectura de los edificios, en las manchas de las paredes, en los colores de las vidrieras; pero también en las tortuosidades de los troncos de los árboles y en sus follajes, en el color de la tierra, las flores y las hierbas, así como en las actitudes y las formas físicas de los animales y las facciones y los modos de los habitantes, hombres y mujeres. Hay una constante en los rasgos de los habitantes de una ciudad que no se repite en sus similares de otra ciudad: aquella arruga en forma de ángulo, aquel tono desteñido en los cabellos, tal o cual inclinación en los pechos de una mujer. Son signos de que allí, por generaciones se han adoptado modos y pensamientos dominantes, que modelan el cuerpo y el alma: en Salta se come o se toma así, se saluda asá, se opina de este modo sobre lo que es o no es conveniente decir; en Mendoza estos preceptos, aunque no drásticamente, cambian. Entonces, tal manera de hablar, tal manera de sentarse a la mesa y tales convenciones sociales terminan por pergeñar un  sutil perfil común en los cuerpos y los espíritus de los paisanos.

    Este perfil se manifiesta en los tonos de voz y en las miradas, en innumerables aspectos de la cultura y en sus edificaciones, pero también dota de una determinada energía constante al aire de la región, de tal modo que si pudiera verse por un momento separado tal aire del conjunto de objetos y seres que lo penetran, podría decirse, por una intuición de todos nuestros sentidos, por ejemplo: “Esta atmósfera, es de Tucumán”. Así meditaba Juan Cruz aquella mañana, mientras pasaban a su lado visiones transparentes de los automóviles, que se atosigaban en las calles avanzando lentamente, ruidos de gritos, conversaciones y músicas lejanas, olores, a pinturas, a perfumes de mujer, y a orín, y el fluyente deslizarse de los transeúntes entre los que el alerta subconsciente detectaba de vez en cuando alguna  bella muchacha, de aquellas tan típicas muchachas tucumanas: de piernas flacas y tetas anchas. Se internaron en los suburbios, por calles más angostas y empedradas. Las casas que bordeaban las veredas se hicieron más viejas y ruinosas; Juan Cruz reconoció enseguida el clima característico de las zonas menos acomodadas, aunque en desgarrante lucha por no mezclarse aún con el pobrerío. Casas viejísimas con el revoque cayéndose a pedazos, a la par de nuevas pero modestas casitas a medio terminar, pasillos oscuros al final de los cuales se adivinaba el hacinamiento de varias familias, techos manchados de humo, y las mujeres, de entrecasa, con sus bolsitas, haciendo las compras del día.

    Estacionaron frente a una casa muy vieja, con balaustradas altas y breves al frente, una galería y un pequeño jardín.

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