En el verano de 1959 vivía entre las dificilísimas prácticas de los temas menos complicados de Chopin tres veces por semana a la siesta, las gigantescas sagas de Oesterheld plasmadas por Solano López, a veces, otras por Hugo Pratt o Casalla.
En el verano de 1959 vivía entre las dificilísimas prácticas de los temas menos complicados de Chopin tres veces por semana a la siesta, las gigantescas sagas de Oesterheld plasmadas por Solano López, a veces, otras por Hugo Pratt o Casalla. Ese agosto había cumplido mis nueve años. Dibujaba esforzadamente, tratando de no salpicar mis cartones con la tinta china, soñando algún día lograr retratos al carbón tan perfectos como los que me mostrara de su factura la hermana mayor de mi amigo Lito Ríos. Jugaba mal al fútbol pero me temían, por la tenacidad e intrepidez con que lo ejercía; por eso me ponían adelante cuando el partido se calentaba y había que "dar hacha". Entonces comenzó a sonar esta canción en los bailes -que imaginaba los sábados a la noche bajo un paraíso filtrando la suave luminosidad plateada de la luna llena y escuchando arrobado desde la distancia: sin comprender mucho sus conceptos caló en mí de tal manera, que aún hoy puedo recitar de memoria cada una de las palabras que componían su letra.