Julio Carreras
(Fragmentos de un Diario personal)
Un cono húmedo
Autonomía, Santiago del Estero, viernes, 24 de octubre de 2003
El viernes estuvo lluvioso desde temprano. A eso de las siete y media terminé mi desayuno; luego de lavar el plato, la taza, sacudir el mantel, guardarlo, me asomé en el ventanal que da al patio. Entre el lavadero de casa y mi habitación hay una distancia como de diez metros; calculé que podría salvarla sin mojarme demasiado y me largué, con grandes trancos por sobre el veredón de piedra. A buen reparo, en la pieza, me puse entonces a contemplar desde el umbral las hermosas tonalidades languidecientes del cielo. Sobre su fondo se movían, armoniosamente, cuatro o cinco capas de nubes, de diferente valor. El jacarandá ya muy alto que ha crecido junto a mi habitación presenta campanitas de un suave lila; a su lado, castañuelas, normalmente en parejas. Observaba la maravillosa combinación de capas y matices, el limonero de un verde brilloso, las dos enredaderas que cubren la pared - flores blancas y rojas, en ciernes- la humedad en filamentos cristalinos formando volutas al aire, cuando advertí algo como una pequeña nube en medio de los árboles, que se elevaba hasta esfumarse por completo. Al observarla con atención vi que formaba un embudo, con su pico hacia abajo, en el cual se movían cierto tipo de partículas transparentes.
¡Insectos!... Unas especies de mariposillas, de largas alas, volaban entre la llovizna elevándose en tirabuzón. Este se hacía más amplio a medida que tomaba altura, hasta disolverse en el oscuro cielo, antes de alcanzar la copa del jacarandá. Siguiendo la dirección de la nutrida columna, comprobé que se originaba en el suelo, desde un agujero recién abierto sobre la tierra mojada. Me acerqué y vi una situación que me pareció extraordinaria: había ocurrido una especie de estallido, al parecer, pues los bordes del agujero estaban desmoronados, como si hubiese sido provocado por una fortísima presión viniendo de lo subterráneo. Por él emergían millares de bichitos, apretujándose, pugnando para abandonar el hueco, tan compactos en su amontonamiento que daban la impresión de un grueso chorro de miel quemada, antes de surgir por completo y ponerse a volar. Cada bichito pisaba la boca del agujero, caminaba unos pocos pasos, sacudía las alitas como para estirarlas y se ponía a volar, siguiendo la columna en tirabuzón que ordenadamente terminaba abriéndose en todas direcciones a su final.
¡Hormigas!, pensé. Me costó creerlo. Estaba comenzando a llover con goterones más gruesos. Me acerqué aún más para comprobar si eran hormigas: no lo parecían; más bien luciérnagas, en su conformación física, como un cucuruchito rosáceo, dotado de un par de alas semejantes a las de las libélulas, en proporción. Pensé en inmovilizar una para mirarla a mis anchas, pero me contuve. Seguramente si intentaba tomarla dañaría su cuerpecillo de un modo irremediable. Ellas no medían más de un par de milímetros, su cuerpo daba la impresión de ser muy blando. Ahora llovía bastante fuerte. Pero las hormigas continuaban saliendo y formando su cono, inalterable, hacia el cielo. ¿Adónde irían? Pronto perdía uno de vista a las que llegaban a lo más ancho del abanico, y desde allí rompían formación hacia la tangente, cualquiera que fuese (para nuestra percepción). Me dije que estos goterones que caían debían de resultar abrumadores para los animalitos, en caso de encontrarse alguno directamente con ellos. Efectivamente, por primera vez comencé a ver la caída de algunas pocas hormigas. Quedaban atontadas, muy cerca de su agujero; una que observé, parecía borracha, por momentos se dirigía hacia su hormiguero, como si fuese a introducirse otra vez en él, mas enseguida cambiaba de rumbo, regresando a la desorientación. Unas cuatro o cinco quedaron así, sobre las lajas, muy mojadas. Me aparté de ellas por un rato, entrando en mi habitación. Cuando regresé, como a la hora, no había ninguna. Ya no llovía, el suelo había absorbido la humedad, poniéndose oscuro. El hormiguero no existía - al menos hacia el exterior-, la febril actividad de los animalitos había cesado por completo, no pude encontrar ninguno, ni siquiera en las hojas de los árboles. Tampoco hallé alguno muerto. “Sus alas se deben haber secado, y luego han ido volando a... adonde tuvieran que ir”, pensé, con optimismo.
Una “insectidad”
Mientras estuve mirando a las hormigas me pareció que ellas formaban una comunidad grandísima, organizada, con sus lenguajes, sus leyes, sus propósitos, su sistema político, su tradición cultural. ¿Por qué no habría de ser así? ¿Qué nos autoriza a creer que estos seres no dispongan de sistemas ideológicos, de ciertas sensaciones equivalentes a lo que en los humanos denominamos “sentimientos”, de ciertas vivencias homologables a lo que en humanos mencionamos como “inteligencia”?
Cuando mis hijas eran chiquitas y descubrían algún insecto en el campo, al percibir en su actitud algún signo amenazador, las advertía: “¡No vayan a hacerle daño!”... Ante sus ojazos interrogantes, repetía:
“¿Qué les parece si a ustedes las pisotea o agarra brutalmente algún gigante?... Imaginen si anduviera un gigante, paseando por la Tierra, y de repente las encontrara en su camino... ¿les gustaría que las levantase bruscamente entre sus garras, o las aplastara con un pie?”
“¿Como King Kong?”, preguntaba la Lupita (las había llevado al cine, a ver la película King Kong, fue para ellas una experiencia extraordinaria, desde entonces el gorila pasó a ser, en su imaginería, paradigma de gigante).
De verdad creía en esto (mejor dicho era, es, como una vaga intuición). Que la Tierra y los planetas, con todo lo demás que percibimos en la parte del Universo a nuestro alcance, son porciones de cuerpos gigantescos, tan inmensos que nos resulta imposible verlos. Por lo demás, sólo una presuntuosidad estúpida puede convencernos de que para ser consideradas inteligentes las formas de vida deben presentar caracteres humanoides. […]
En el monte
Autonomía, Santiago del Estero, domingo, 26 de octubre de 2003
El domingo salí a caminar en dirección al monte. Eran como las nueve de la mañana. Como había llovido durante el viernes y algo del sábado, la tierra estaba húmeda por todas partes, la vegetación limpia. El sol era relativamente suave y se ocultaba de a ratos entre las nubes morosas. La temperatura resultaba muy agradable, auxiliada por una delicadísima brisa. Tomé la ruta que va a Catamarca. Allí, a unos dos kilómetros, hay un sitio que personas para mí desconocidas han dedicado al Gauchito Gil. Una especie de santuario. Me sorprendí al ver los progresos que había experimentado en los últimos tiempos. Lo que era un rústico quincho apenas protegido con alambres herrumbrados, y una casillita bajo de un árbol, ahora tiene una flamante construcción, muy prolija, insinuándose como un templete de homenaje al... ¿santo?... No sé cómo llamarlo. Vagamente sé del Gauchito Gil que era un hombre “bueno”, físicamente agraciado, que tuvo algún tipo de desdicha... ¡ay, no presté mucha atención a la historia cuando me la contaron! ¡No sé si su mujer le metió los cuernos, si lo traicionaron cuando iba en busca del sustento asesinándolo por la espalda o si murió en un accidente! Lo cierto es que lo convirtieron en ícono de devoción popular. Me sorprendí más aún al estirar para verla una bandera, nueva, suntuosa, de color rojo - como todos los objetos relacionados con Gil- que colgaba de un mástil. “UNSE - Club Ciclista de la Universidad Nacional de Santiago del Estero - Gracias Gauchito Gil”, habían hecho estampar con letras doradas los ofrendantes. ¿Serían estudiantes? ¿O profesores? ¿O ambos, como en el Consejo Académico? Al parecer no estaban influidos por el materialismo científico.
Inspeccioné todo meticulosamente, mientras reflexionaba acerca del origen de los cultos, recordando aquella historia del guerrero que custodiaba de por vida un montículo de piedras dedicado a cierta diosa germánica, con que comienza Frazer su clásico tratado La Rama Dorada. También recordé que la única forma de ganar el “privilegio” de dicha custodia, entre aquellos habitantes de los Alpes Suizos, era combatir a muerte con el guerrero - elegido desde su más tierna infancia para dicho propósito-, luego de cuya derrota (y fallecimiento) el desafiante podía recién ocuparse de custodiar las piedras, alimentado por todo el pueblo.
Un crimen alimentario
Satisfecho con mi inspección, tomé por el caminito que se insinuaba con calidez a un costado del santuario. Mi propósito era evitar las altas torres de electricidad a las que esa senda llevaba, internándome en el monte pleno apenas hallase una “picada” con aspecto confiable. Por de pronto, ya estaba cesando -gracias al distanciamiento- el nervioso rumor de la ciudad; de vez en cuando pasaba algún automóvil de ida o vuelta por la ruta, a unos cincuenta metros de allí, se podían escuchar con mayor nitidez los cantos de los pájaros, los numerosos zumbidos de los insectos. Caminé, pues, tranquilamente por esa franja, bordeada a sus lados con ramaje seco, señal de que por allí habían pasado personas cortando arbustos para transformarlos en leña. Pronto me topé con un remolino de bichos voladores, componiendo un cono semejante al descubierto en casa, sólo que esta vez ¡eran hormigas muy grandes! ¡Como la mitad de mi dedo meñique, sólo en sus cuerpos!, marrones oscuras, casi negras, con a las semejantes a las del alguacil. Otra vez me puse a mirar las hormigas. Esta vez era más fácil, pues había sol, además de ser las presentes a las menos diez veces mayores en tamaño a las de mi casa. Quién sabe adónde irían. También las actuales creaban una especie de tolva, que a diferencia de éstas se resolvía en ascendencia, pero cuando se enanchaba hacia el cielo disponían las hormigas abandonar la multitud, emprendiendo un camino misterioso para mi entender, pues tampoco parecen impulsadas, todas, hacia un mismo lugar. El silencio me permitió percibir cierto zumbido y al seguirlo encontré, en el suelo, a una gigantesca hormiga que se había caído. Pugnaba por salir de una especie de trampa, formada de modo accidental con restos de ramitas secas, amontonándose en parvas, delgadas, pero cuyos hilos habían urdido un techo, inmenso proporcionalmente, apresando al animalito, que una y otra vez caía, al no acertar con un espacio suficiente en el entramado, chocando con las ramitas, violentamente, y derrumbándose al parecer más debilitado cada vez. Me senté en cuclillas allí, a un costado, sólo con el ánimo de observar. Entonces percibí un movimiento sigiloso, rapidísimo, entre las ramas; algo como un refucilo dorado, que se insinuaba y desaparecía sin el menor sonido. ¡Una araña! ¡Acechaba a su presa!
Inmóvil contemplé los acercamientos de la araña. Luego de tres o cuatro ágiles saltos, se situaba un poco más cerca de su futura víctima pero se detenía, vigilándola con ojos que recordaban a los de John Ford, sin que ella siquiera sospechase la ominosa presencia. La pobre hormiga, absorta en su desventura, parecía relamerse heridas, apoyando el hocico formado con pinzas, ora sobre su pecho, ora sobre un costado, sin intentar volar otra vez, sólo desplazándose torpemente en círculos por sobre el barro, pugnando con la enredada trama de ramitas secas, en las que tropezaban sus frágiles patas y perdía pie, sin permitirle asentarse un poco siquiera como para descansar. Los segundos que transcurrían entre los paulatinos acercamientos de la araña me resultaron angustiosos. Pero el metálico animal (esta vez me recordó al Mariscal Montgomery acechando a Rommel) no parecía impacientarse en lo más mínimo. Venía segura, implacable, hacia el himenóptero, descansando de a ratos en las umbrosidades del fino ramaje, como un tanque israelí podría hacerlo al dirigirse a atacar un objetivo palestino. Y con la misma impavidez que otorga la superioridad de recursos. De repente la araña saltó sobre la hormiga marrón y la inmovilizó, clavándole su aguijón en la nuca. La hormiga se retorció de dolor, pero no intentó el menor movimiento para resistir. Con crueldad profesional la araña siguió perforando a la hormiga en su cerviz, hasta que el pobre animalito dejó de patalear. Luego la arrastró, llevándola hacia el interior de los yuyos, hasta que no los vi más.
Me levanté perplejo y deprimido. ¡Podría haber salvado a la hormiga! De hecho había actuado así en otras oportunidades, ¿por qué no ahora? Me había dejado llevar por el “espíritu científico”. Un modo de complacer al egoísmo.
Pronto me interné en el monte. Debí poner la mayor atención para discernir caminos, pues muchos claros suelen ser engañosos; con frecuencia nos llevan a quedar encerrados entre tupidos árboles y están custodiados por todas partes con matas espinosas (el monte santiagueño es muy espinoso, constantemente uno debe mirar a los costados, pues suele haber plantas con espinas pequeñitas pero duras, agudas como agujas, de las cuales nos damos cuenta a veces solamente cuando se han clavado en nuestra piel o lo que es peor - como me pasó esta vez- desde arriba en el cuero cabelludo por un error de cálculo al atravesarlas). El afán me haría olvidar los sentimientos suscitados por el asesinato de la araña. A poco de avanzar oí un ruido que constituye para mí desde hace tiempo un importante enigma. Es semejante al de una tumbadora con parche bien templado. No sé si lo provoca un pájaro u otro animal. Concentrado, como decía, en hallar caminitos con menor cantidad de espinos, coloqué al interesante sonido en lo subconsciente. Cuando a la izquierda surgió - como suele ocurrir en el monte- un umbroso hueco y alcancé a ver cierta sombra avanzar unos pasos tambaleantes, en sentido contrario al que yo llevaba, y levantar vuelo... ¡Un pájaro!... ¡Parecía muy pesado! Apenas aleteó ruidosamente por bajo la prieta armadura que formaban las cerradas copas y las lianas. Me había costado algún esfuerzo llegar hasta ahí, pero decidí regresar, con el mayor sigilo posible, para observarlo de cerca. Ya había sentido - como cada vez que escucho el gutural son- ese ingobernable estremecimiento. Me acerqué en puntas de pie, y al llegar casi adonde había visto descender la forma, volvió a huir, esta vez rápidamente, perdiéndose ahora entre las copas y alcanzando un hueco hacia arriba que le permitió acelerar su vuelo. Era un pájaro, quizá del tamaño de una perdiz en su cuerpo, pero de alas posiblemente mayores a las de un gavilán; alas extrañas, como las de un avión, y una cola muy larga, rectangular, más del doble de su talle, todo esto de un color ocre anaranjado, con rayas, o cuadros, en la cola, de color marrón oscuro, bruñido.
¡Ay! ¡No pude ver su rostro!... Tampoco sé si al fin he descubierto al enigmático animal que se expresa con voz profunda, agorera, como si lo hiciera adentro de un tronco ahuecado, o golpeara dentro de él con un palo terminado en pompón semejante a los usados para el bombo de orquesta. Me interné en el monte otra vez. Me engulló la vegetación. Sentí esa espirituosa alegría que infunde esta tierra.
Anduve bastante. Me detuve varias veces a observar singulares plantas o insectos raros; los pájaros huyen, a veces nos observan desde prudente distancia. Con esfuerzo y cuidado para no dañar al árbol, bastante alto - y no dañarme las manos con las espinas-, corté para mostrar a mi hija Rocío dos ramitas de una extraña planta, con hojas como perfectas espadas de gladiador.
Durísimas las hojas, como si estuviesen hechas de metal, y como éste, sumamente brillosas. Ya no se escuchaba el ruido de la ciudad. Sólo un rumor bronco, apenas perceptible, refería su existencia en este sitio. […]
Los “Maestros Gigantes”
Autonomía, Santiago del Estero, lunes, 27 de octubre de 2003
En la película La confesión, de Costa Gavras, el siempre correcto Ives Montand representaba a un comunista caído en desgracia con el régimen dictatorial de Stalin. Lo habían encerrado en una celda pequeña, alta y lisa, iluminada constantemente con un reflector, lo cual provocaba una irrealidad muy perturbadora, pues impedía discernir el tiempo. Entre muchas torturas que practicaban sobre él, una consistía en despertarlo imprevistamente, a cualquier hora, con fuertes alarmas. Evitaban con ello que el prisionero durmiese por más de pocos minutos, con lo cual iban desequilibrando su cerebro, sometido al stress permanente, con el propósito de convertirlo en dócil arcilla para sus requerimientos.
Los médicos observaban con frío interés las conductas del preso: les servía para comprobar o refutar algunas de sus teorías; en sus mentalidades, constituía un experimento.
Otra vez se me ocurre la idea de que pueda haber seres gigantescos experimentando con nosotros. El lunes, leyendo en el patio - magníficamente cubierto por una alfombra de campanillas liláceas que han caído de los jacarandaes-, siento a una hormiga bastante grande subir por mi pierna derecha. Rápidamente la disuado con un papirotazo, tirándola lejos. Debe ser un golpe rapidísimo, para no dañar al animalito, sólo debe impulsarlo lejos para indicarle claramente que se está equivocando de camino. Tengo experiencia en esto, pues en cada primavera me ocurre una y otra vez, al sentarme, en short, a leer bajo los árboles. No recuerdo ninguna hormiga que luego de esta disuasión haya regresado, empeñándose otra vez en su intento. Ahora bien, si esto sucediera, y el animalito persistiese en el error de tratar de ascender (me imagino que los pelos deben de representar para ella una especie de bosque ralo), si una y otra vez volviera, empezando a morderme cada vez que intento expulsarla, sólo me dejaría el recurso de arrancarla apretando su cuerpo con mis dedos gigantes, aunque no me lo propusiera posiblemente acabaría por eliminarla.
¿No ocurrirá algo semejante con nosotros? Cuando perforamos montañas con dinamita, cuando despojamos espacios anchísimos de su vegetación natural, cuando sometemos a la tierra a tratamientos químicos... ¿no estamos molestando quizá a seres gigantescos?... ¿No intentan disuadirnos ellos, quizá, con lo que nosotros percibimos como temblores de tierra, huracanes, tornados, terremotos?... Finalmente, ante nuestra obstinación, por más paciente que fuese el gran ser a quien ya dañamos, con sus intentos para disuadirnos de nuestro error, puede terminar por aniquilarnos... ¿No habrá sido algo así el diluvio?... ¿No habrá sido algo así la desaparición de Pompeya bajo la lava?... El Popol Vuh cuenta, en tal sentido, una historia estremecedora:
“[...] fueron triturados, fueron pulverizados, en castigo de sus rostros, porque no habían pensado ante sus Madres, ante sus Padres, los Espíritus del Cielo llamados Maestros Gigantes. A causa de esto se oscureció la faz de la tierra, comenzó la lluvia tenebrosa, lluvia de día, lluvia de noche. Los animales pequeños, los animales grandes, llegaron: la madera, la piedra, manifestaron sus rostros. Sus piedras de moler (metales), sus vajillas de barro, sus escudillas, sus ollas, sus perros, sus pavos, todos hablaron; todos, tantos cuantos había, manifestaron sus rostros. «Nos hicisteis daño, nos comisteis; os toca el turno; seréis sacrificados», les dijeron sus perros, sus pavos. Y he aquí (lo que les dijeron) sus piedras de moler: «Teníamos cotidianamente queja de vosotros; cotidianamente, por la noche, al alba, siempre: `Descorteza, descorteza, rasga, rasga´ sobre nuestras faces, por vosotros. He aquí, para comenzar, nuestro cargo a vuestra faz. Ahora que habéis cesado de ser hombres, probaréis nuestras fuerzas: amasaremos, morderemos vuestra carne», les dijeron sus piedras de moler. Y he aquí que [...] sus perros les dijeron: «¿Por qué no nos dabais nuestro alimento? Desde que éramos vistos nos perseguíais, nos echabais fuera: vuestro instrumento para golpearnos estaba listo mientras comíais. [...] ahora sufriréis los huesos de nuestra boca [...].» Y he aquí que a su vez sus ollas, sus vasijas de barro, les hablaron: «Daño, dolor, nos hicísteis, carbonizando nuestras bocas, carbonizando nuestras faces [...]: vosotros lo sufriréis a vuestro turno, os quemaremos» [...]. De igual manera las piedras del hogar encendieron fuertemente el fuego puesto cerca de sus cabezas, les hicieron daño. Empujándose (los hombres) corrieron, llenos de desesperación. Quisieron subir a sus mansiones, pero cayéndose, sus mansiones les hicieron caer. Quisieron subir a los árboles; los árboles los sacudieron a lo lejos. Quisieron entrar a los agujeros, pero los agujeros despreciaron a sus rostros. Tal fue la ruina de aquellos hombres [...]; sus bocas, sus rostros, fueron todos destruidos, aniquilados. Se dice que su posteridad (son) esos monos que viven actualmente en las selvas [...]. (Popol Vuh, Libro del Consejo de los Antiguos Quichés. Traducción de los originales mayas: Georges Raynaud, Miguel Angel Asturias, J. M. González de Mendoza, en la Escuela de Altos Estudios de París. Décima edición, Editorial Losada, Buenos Aires, 1985. Capítulo 4, páginas 20, 21 y 22.)
[…]
Humanos en el monte
La incursión en el monte del domingo pasado fue muy útil pues cumplió con los propósitos que me fijara, esto es, descubrir senderos nuevos hacia puntos aún no explorados y que comunicaran, también, con otros lugares ya visitados muchas veces (incluso con mis hijitas, cuando eran pequeñas: ahora ya no les interesa acompañarme ni tampoco ir al monte, salvo Rocío que estudia Ingeniería Forestal y participa en expediciones demasiado científicas al Chaco o a la Reserva de Copo organizadas por su Facultad), como La Lagunita, La Laguna Grande o El Bosquecito de Tunas. También se puede salir de allí a rutas nacionales, como la que lleva a Catamarca y La Rioja u otra que va hacia Tucumán, Salta, Jujuy... y Bolivia. O emerger de un modo imprevisto -como me ocurrió esta vez, pues yo creía que iba a salir en La Laguna Grande- en una calle muy ancha, abierta evidentemente con el único propósito de albergar a gigantescas torres metálicas terminadas en punta, sostenedoras de poderosos transformadores y muy gruesos cables conduciendo electricidad. Quería eludir esa franja, precisamente, por lo que me lancé a la primera sendita entre los árboles que encontré. Pero pronto me hallé en medio de un tupido encierro vegetal; por obstinación continué, aunque no podía vislumbrar ni un solo sitio hacia el cielo donde se separasen un poco las copas de los árboles, y allí fue que se me clavó esa espinita en el cuero cabelludo al pasar caminando como una rana por debajo de ella, lo cual demostró ser insuficiente. Ya habituado a moverme en el monte me quedé inmóvil apenas sentí el pinchazo, pues de haber avanzado más la espina iba a abrirme una zanja, fina pero dolorosa. Con suma delicadeza la quité, me puse “cuerpo a tierra” luego y así logré pasar. Fue en vano, pues debí regresar, ante la seguridad ya de que no iba a hacer más que internarme entre matas cada vez menos penetrables.
De mala gana emprendí el camino ancho y árido de las torres, que lleva hacia la Ruta Nacional. No me agradan ni las torres ni la electricidad. Ni el suelo pelado, amarillo, polvoriento, que queda cuando las máquinas topadoras han eliminado el monte. Mis rezongos interiores se diluyeron cuando otra vez encontré una sendita: esta vez era más nítida, demasiado lisa como para ser natural, pero tampoco con la aspereza del callejón de la electricidad. Entré allí; enseguida me di cuenta que había sido hecha por los innumerables pasos humanos, incluso se percibían en el suelo extraordinariamente liso algunas huellas de bicicleta y de carros. Como para confirmármelo escuché un ruido detrás y noté que avanzaba un hombre en bicicleta. Si bien no muestro signos como los pelos erectos de las tupayas, humanos imprevistos suelen producirme un moderado stress (odio confesarlo), especialmente cuando quiero estar absolutamente solo. Con ánimos cordiales me gritó: “¡Amigo! ¿Qué pasa con las iguanas?”
“¡No pasa nada!”, le gruñí, e inmediatamente, como él puso cara de sorpresa, aclaré “Ando paseando, solamente”.
El tipo, que llevaba leña en el portaequipaje, no concebía una salida al monte para otra cosa que no tuviese algún fin utilitario... tal vez porque yo llevaba un palo bastante grande en la mano... Pero lo había tomado, seleccionando cuidadosamente uno delgado y sólido, sólo para apartar las espinas.
Me ocurrió algo interesante luego de avanzar un poco más. Ya iba perfectamente seguro de que el camino - bastante ancho, por otra parte- me llevaría hasta donde se va “civilizando” el monte, para desembocar luego de un claro, en las bonitas casas de mi barrio, por lo cual mi mente se libró de prevenciones para entregarse a la mera contemplación y algún devaneo liberal.
Empecé a pensar entonces, una y otra vez “Qué hermoso lugar para hacerme una casita”, y así, cada vez que me agradaba un sitio “Aquí podría ser”, sólo para hallar enseguida un conjunto de arbolitos, cactus elegantes, enredaderas, arbustos con tallos recubiertos por escamas de plata, “no, no, este lugar es mejor, aquí voy a construir mi casa, lo más adentro del monte, de tal manera que nadie pueda llegar fácilmente a molestar”.
Así iba, cada vez más entusiasmado con el proyecto de mi casita - con forma de media esfera, cual pecho maternal- cuando hallé una sendita primorosa, blanca, apenas suficiente como para que entrase una persona delgada, un hilito de tierra blanca que viboreaba ágilmente introduciéndose entre altísimos arbolillos restallantes de flores rojas. Conversando conmigo mismo, ya en voz alta, dije:
-¡Esta va a ser la entrada hacia mi casa! - y me lancé con determinación en el desvío. Avancé con rapidez unos veinte metros, embriagado de suave alegría, imaginando el sencillo portal de mi casa, cuando de improviso me topé con una pareja. ¡El hombre lanzó una exclamación de susto y abrió los brazos, que hasta el momento envolvían a la chica! Percibí el descender como un telón de la remera sobre el torso de la muchacha, a quien ni siquiera alcancé a distinguir claramente, ya que estaban en un sector oscuro de la vegetación, apoyados sobre algo que me dio la impresión de ser pared de una casilla - pero debe de haber sido sólo un tronco muy grueso, quemado. El hombre me miró con terror (claro, yo llevaba un palo en la mano, debo de haber presentado un aspecto fiero, luego de haber andado durante más de dos horas al sol, arrastrándome a veces y recogiendo espinitas y cadillos sobre mi camisa). Instantáneamente comprendí la situación y me aparté sin decir nada, volviendo a la “ruta normal”. Al pasar por una perspectiva que me permitió visualizarlos fugazmente, advertí que el joven había dejado a un costado a la chica, que permanecía inmóvil y en sombras, y él se había puesto de bruces contra un árbol, como quien no puede salir de una gran impresión.
No pude explicarme este susto del muchacho, por más que mi aspecto pueda haber sido fiero.
Luciérnagas
La ecóloga Susan Tweit sostiene en un artículo reproducido por Despertad que las luciérnagas manejan ciertos códigos comunicacionales semejantes a nuestro “morse”. Sólo que ellas lo efectúan con luces. “El vocabulario luminoso de estos coleópteros va desde la simple alerta hasta un complejo sistema de llamadas y respuestas entre el pretendiente y la cortejada. El color de la luz varía entre verde, amarillo y naranja. Dado que las hembras no suelen volar, la mayoría de los resplandores que vemos procede de los machos. Cada una de las 1.900 especies de luciérnagas (llamadas también gusanos de luz) poseen su propia pauta de centelleo.”
En un recuadro, titulado “La fría luz de las luciérnagas”, Despertad informa: “Las lámparas incandescentes pierden alrededor del 90 % de la energía en forma de color. Sin embargo, las luciérnagas emiten una luz - producto de complejas reacciones químicas- que aprovecha entre el 90 y el 98 % de la energía, de modo que no se desperdicia casi nada en forma de color, razón por la que se la denomina luz fría. Las reacciones químicas que se utilizan para ello tienen lugar en unas células especiales designadas fotocitos, los cuales se encienden o se apagan gracias a ciertos nervios.”
Esta manera de comunicarse para hacer el amor me recuerda un hermoso cuento que publicamos hace poco en Quipu Digital… lo reproduzco aquí:
En Orgonón, planeta de cinco lunas de la constelación de Acuario, pudimos gozar de uno de los espectáculos más hermosos de todo nuestro viaje: cuando hacen el amor, los habitantes de Orgonón se iluminan.
No se trata de una luminosidad repentina y fugaz, sino que va naciendo de a poco, apenas el macho se encuentra con la hembra. Primero se iluminan los ojos y, enseguida, el resto del cuerpo empieza a cambiar de color en forma radial a partir del sexo, como una gota de tinta en un papel secante. Cuando se abrazan, se inicia un tenue chisporroteo por toda la piel. Leve, cadencioso, con un ritmo preciso y casi musical. A medida que se hace más intenso el roce de las pieles, los cuerpos se parecen cada vez más a dos lamparitas eléctricas o a dos luciérnagas. Lentamente el chisporroteo deja lugar a una luminosidad continua y difusa que llega a su máximo esplendor en la culminación del acto.
Es maravilloso, por las noches, ver las ventanas de las casas, las calles y los parques iluminados por el amor.
En Orgonón, desgraciadamente, sus habitantes no pueden apreciar estos espectáculos, pues ellos son ciegos a los colores situados por debajo del ultravioleta. En este sentido - y sólo en este sentido- los orgónicos son parecidos a nosotros, los terráqueos, que tampoco somos capaces de gozar de los espléndidos tornasolados infrarrojos de nuestros cuerpos amándose.
(José Luis D´Amato, “La luz”. San Marcos Sierra, Córdoba, Argentina, 1997)