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  • Hormigas, Gauchito Gil, Montecito, Luciérnagas

    Julio Carreras

    (Fragmentos de un Diario personal)

     

     

    Un cono húmedo

     

    Autonomía, Santiago del Estero, viernes, 24 de octubre de 2003

     

    El viernes estuvo lluvioso desde temprano. A eso de las siete y  media terminé mi desayuno; luego de  lavar  el plato, la taza, sacudir el mantel, guardarlo, me asomé en  el ventanal que da al patio. Entre el lavadero de casa y mi habitación hay una distancia como de diez metros; calculé que podría salvarla sin mojarme demasiado y me largué, con grandes trancos por sobre el veredón de piedra. A buen reparo, en la pieza, me puse entonces a contemplar desde el umbral las hermosas tonalidades languidecientes del cielo. Sobre su fondo se movían, armoniosamente, cuatro o  cinco capas de  nubes,  de diferente valor. El jacarandá ya muy alto que ha crecido junto a  mi  habitación presenta campanitas de un  suave lila; a su lado, castañuelas, normalmente en parejas. Observaba la maravillosa combinación de capas y matices, el limonero de un verde brilloso, las dos enredaderas que cubren la pared - flores blancas y rojas, en ciernes- la  humedad en filamentos  cristalinos formando volutas al aire, cuando advertí algo como una pequeña nube en medio de  los árboles, que se elevaba hasta esfumarse por completo. Al observarla con atención vi que formaba un embudo, con su pico hacia abajo, en el cual se  movían cierto tipo  de partículas transparentes.

    ¡Insectos!... Unas especies de mariposillas, de largas alas, volaban entre la llovizna elevándose en tirabuzón. Este se hacía más amplio a  medida que tomaba altura, hasta disolverse en el oscuro cielo, antes de alcanzar la copa del jacarandá. Siguiendo la dirección de la nutrida columna, comprobé que se originaba en el suelo, desde un agujero recién abierto sobre la  tierra mojada.  Me acerqué y vi una situación que me pareció extraordinaria: había ocurrido una especie de estallido, al parecer, pues los bordes del agujero estaban desmoronados, como si hubiese sido provocado por una  fortísima  presión viniendo de lo subterráneo. Por él emergían millares de bichitos, apretujándose, pugnando para abandonar  el hueco, tan compactos en su amontonamiento que daban la impresión de un grueso chorro de  miel quemada, antes de surgir por completo y  ponerse a  volar. Cada  bichito pisaba la  boca del agujero, caminaba unos pocos  pasos, sacudía las alitas como para estirarlas y se ponía a volar, siguiendo la  columna en tirabuzón que  ordenadamente terminaba abriéndose en todas direcciones a  su final.

    ¡Hormigas!, pensé. Me costó creerlo. Estaba comenzando  a llover con goterones más gruesos. Me acerqué aún más para comprobar si eran hormigas: no  lo  parecían;  más bien luciérnagas, en su  conformación física, como  un cucuruchito rosáceo, dotado de un par de  alas semejantes  a  las de  las libélulas, en proporción. Pensé  en inmovilizar una para mirarla a  mis anchas, pero me contuve. Seguramente si intentaba tomarla dañaría su cuerpecillo de un modo  irremediable. Ellas no medían más de un par de milímetros, su cuerpo daba la impresión  de ser muy blando. Ahora llovía bastante fuerte. Pero las hormigas continuaban saliendo y  formando su  cono, inalterable, hacia el cielo. ¿Adónde irían? Pronto perdía uno  de vista a  las que llegaban a  lo  más ancho  del abanico, y  desde allí rompían formación hacia  la tangente, cualquiera que fuese (para nuestra percepción). Me dije que estos goterones que caían debían de resultar abrumadores para los animalitos, en caso de encontrarse alguno directamente con ellos. Efectivamente,  por primera vez comencé a  ver  la  caída de algunas pocas hormigas. Quedaban atontadas, muy cerca de su agujero; una que observé, parecía borracha, por momentos se dirigía hacia su hormiguero, como si fuese a introducirse otra vez en él,  mas enseguida cambiaba de rumbo, regresando a  la  desorientación. Unas cuatro o  cinco quedaron así, sobre las lajas, muy mojadas. Me aparté de ellas por un rato, entrando en mi habitación. Cuando regresé, como a  la hora, no  había ninguna. Ya no  llovía,  el suelo había absorbido la humedad, poniéndose oscuro. El hormiguero no existía - al menos hacia el exterior-, la febril actividad de  los animalitos había cesado  por completo, no pude encontrar ninguno, ni siquiera en las hojas de los árboles. Tampoco hallé alguno muerto. “Sus alas se deben haber secado, y luego han ido volando a... adonde tuvieran que ir”, pensé, con optimismo.

     

    Una “insectidad”

     

    Mientras estuve mirando a las hormigas me pareció que ellas formaban una comunidad grandísima, organizada, con sus lenguajes, sus leyes, sus propósitos, su  sistema político,  su tradición cultural. ¿Por qué no habría de ser así? ¿Qué nos autoriza a  creer que estos seres no  dispongan  de sistemas ideológicos, de  ciertas sensaciones equivalentes  a lo que en los humanos denominamos “sentimientos”, de ciertas vivencias homologables a  lo  que en  humanos mencionamos como “inteligencia”?

    Cuando mis  hijas eran chiquitas y  descubrían  algún insecto en el campo, al percibir en su actitud algún signo amenazador, las advertía: “¡No vayan a hacerle daño!”... Ante sus ojazos interrogantes,  repetía:

    “¿Qué les parece si a  ustedes las pisotea o agarra brutalmente algún gigante?... Imaginen si anduviera un gigante, paseando por la Tierra, y  de repente  las encontrara en su camino... ¿les gustaría que las levantase bruscamente entre sus garras, o  las aplastara con un pie?”

    “¿Como King Kong?”, preguntaba la Lupita  (las había llevado al cine, a  ver  la película King Kong, fue para ellas una experiencia extraordinaria, desde entonces el gorila pasó a  ser, en su  imaginería, paradigma  de gigante).

    De verdad creía en esto  (mejor dicho era, es, como una vaga intuición). Que la Tierra y los planetas, con todo lo demás que percibimos en la parte del Universo a nuestro alcance, son porciones de cuerpos gigantescos, tan inmensos que nos resulta imposible verlos. Por lo demás, sólo una presuntuosidad estúpida puede convencernos de que para ser consideradas inteligentes las formas de vida deben presentar caracteres humanoides. […]

     

     

    En el monte

     

    Autonomía, Santiago del Estero, domingo, 26 de octubre de 2003

     

    El domingo salí a caminar en dirección al monte. Eran como las nueve de  la  mañana. Como había  llovido durante el viernes y  algo del sábado, la  tierra  estaba húmeda por todas partes, la vegetación limpia. El sol era relativamente suave y  se ocultaba de a  ratos entre las nubes morosas. La temperatura resultaba muy agradable, auxiliada por una delicadísima brisa. Tomé la  ruta que va a  Catamarca. Allí, a  unos dos kilómetros, hay un  sitio que personas para mí desconocidas han dedicado al Gauchito Gil. Una especie de santuario. Me sorprendí al ver  los progresos que había experimentado en los últimos tiempos. Lo que era un rústico quincho apenas protegido con alambres herrumbrados, y  una casillita bajo de un árbol, ahora tiene una flamante construcción,  muy prolija, insinuándose como un templete de  homenaje  al... ¿santo?... No sé cómo llamarlo. Vagamente sé del Gauchito Gil que era un hombre “bueno”, físicamente agraciado, que tuvo algún tipo  de desdicha... ¡ay,  no  presté mucha atención a la historia cuando me la contaron! ¡No sé si su mujer le metió  los cuernos, si lo  traicionaron cuando iba en busca del sustento asesinándolo por la  espalda o si murió en un accidente! Lo cierto es que lo  convirtieron  en ícono de devoción popular.  Me sorprendí más aún  al estirar para verla una bandera, nueva, suntuosa, de color rojo - como todos los objetos relacionados con Gil- que colgaba de un mástil. “UNSE -  Club Ciclista de la Universidad Nacional de Santiago del Estero - Gracias Gauchito Gil”, habían hecho estampar con letras doradas los ofrendantes. ¿Serían estudiantes? ¿O profesores? ¿O ambos, como en el Consejo Académico? Al parecer no estaban influidos por el materialismo  científico.

    Inspeccioné todo meticulosamente, mientras reflexionaba acerca del origen de los cultos, recordando  aquella historia del guerrero que custodiaba de por vida un montículo de piedras dedicado a cierta diosa germánica, con que comienza Frazer su  clásico tratado La  Rama Dorada. También recordé que la única forma de ganar el “privilegio” de dicha custodia, entre aquellos habitantes de  los Alpes Suizos, era combatir a  muerte con el guerrero - elegido desde su más tierna infancia para dicho propósito-, luego de cuya derrota  (y  fallecimiento)  el desafiante podía recién ocuparse de custodiar las piedras, alimentado por todo el  pueblo.

     

    Un  crimen alimentario

     

    Satisfecho con mi inspección, tomé por el caminito que  se  insinuaba con calidez a  un costado del santuario.  Mi propósito era evitar las altas torres de electricidad a las que esa senda llevaba, internándome en el monte pleno apenas hallase una “picada” con aspecto confiable. Por de pronto, ya estaba cesando -gracias al distanciamiento- el nervioso rumor de  la  ciudad; de vez en cuando pasaba algún automóvil de  ida o  vuelta por la  ruta, a  unos cincuenta metros de allí, se podían escuchar con mayor nitidez los cantos de los pájaros, los numerosos zumbidos de  los insectos. Caminé, pues, tranquilamente por  esa franja, bordeada a sus lados con ramaje seco, señal de que por allí habían pasado personas cortando arbustos para transformarlos en leña. Pronto me  topé con  un remolino de  bichos voladores, componiendo un  cono semejante al descubierto en casa, sólo que esta vez ¡eran hormigas muy grandes! ¡Como  la  mitad de  mi dedo meñique, sólo en sus cuerpos!, marrones oscuras, casi negras, con a las semejantes a las del alguacil. Otra vez me puse a  mirar las hormigas. Esta vez  era más fácil, pues había sol, además de ser las presentes a las menos diez veces mayores en tamaño a las de mi casa. Quién sabe adónde irían. También las actuales creaban una especie de tolva, que a  diferencia de éstas se resolvía en ascendencia, pero cuando se enanchaba hacia el cielo disponían las hormigas abandonar la multitud, emprendiendo un camino  misterioso para mi  entender, pues tampoco parecen impulsadas, todas, hacia un mismo lugar. El silencio me  permitió percibir cierto zumbido  y  al seguirlo encontré, en el suelo, a  una gigantesca hormiga que se había caído. Pugnaba por salir de una especie de trampa, formada de  modo accidental  con restos de ramitas secas, amontonándose en parvas, delgadas, pero cuyos hilos habían urdido un techo, inmenso proporcionalmente, apresando al animalito, que una y otra vez caía, al no  acertar con un espacio suficiente en el entramado, chocando con las ramitas, violentamente, y  derrumbándose al parecer  más debilitado cada vez. Me  senté en cuclillas allí, a un costado, sólo con el ánimo de observar. Entonces percibí un movimiento sigiloso, rapidísimo, entre las ramas; algo como un refucilo dorado, que se insinuaba y desaparecía  sin el menor sonido. ¡Una araña! ¡Acechaba a  su presa!

    Inmóvil contemplé los acercamientos de la araña. Luego de tres o  cuatro ágiles saltos, se situaba un poco más cerca de  su  futura víctima pero se detenía,  vigilándola con ojos que recordaban a los de John Ford, sin que ella siquiera sospechase la  ominosa presencia. La  pobre hormiga, absorta en su desventura, parecía relamerse heridas, apoyando el hocico  formado con pinzas,  ora sobre su pecho, ora sobre un costado, sin intentar volar otra vez, sólo desplazándose torpemente en círculos por sobre el barro, pugnando con la  enredada trama  de ramitas secas, en las que tropezaban sus frágiles patas y perdía pie, sin permitirle  asentarse un poco siquiera como para descansar. Los segundos que transcurrían entre los paulatinos acercamientos de  la  araña me resultaron angustiosos. Pero el metálico animal  (esta vez me  recordó al Mariscal Montgomery acechando  a Rommel) no parecía impacientarse en lo más mínimo. Venía segura, implacable, hacia el himenóptero, descansando de a  ratos en las umbrosidades del fino ramaje, como un tanque israelí podría hacerlo al dirigirse  a atacar un objetivo palestino. Y con la misma impavidez que otorga la  superioridad de recursos. De repente la araña saltó sobre la  hormiga marrón y  la inmovilizó, clavándole su aguijón en la nuca. La hormiga se retorció de dolor, pero no  intentó el menor movimiento para resistir. Con crueldad profesional la araña siguió perforando a la hormiga en su cerviz, hasta que el pobre animalito dejó de patalear. Luego la arrastró, llevándola hacia el interior de  los yuyos, hasta que no  los vi más.

    Me levanté perplejo y  deprimido. ¡Podría haber salvado a  la  hormiga! De  hecho  había actuado así en otras oportunidades, ¿por qué no  ahora? Me  había  dejado llevar por el “espíritu científico”. Un modo de complacer al egoísmo.

     

    Pronto me interné en el monte. Debí poner la mayor atención para discernir caminos, pues muchos claros suelen ser engañosos; con frecuencia nos llevan a quedar encerrados entre tupidos árboles y están custodiados por todas partes con matas espinosas  (el monte  santiagueño es  muy espinoso, constantemente uno  debe mirar a los costados, pues suele haber plantas con espinas pequeñitas pero duras, agudas como agujas, de las cuales nos damos cuenta a  veces solamente cuando se han clavado en nuestra piel o  lo  que es peor - como  me  pasó esta vez- desde arriba en el cuero cabelludo por un error de cálculo  al atravesarlas). El afán me haría olvidar los sentimientos suscitados por el asesinato de la  araña. A  poco de avanzar oí un ruido que constituye para mí desde hace tiempo un importante enigma. Es semejante al de una tumbadora con parche bien templado. No sé si lo  provoca un pájaro u  otro animal. Concentrado, como  decía,  en hallar caminitos con menor cantidad de espinos, coloqué al interesante sonido en lo  subconsciente. Cuando a la izquierda surgió - como suele ocurrir en el monte- un umbroso hueco  y  alcancé a  ver cierta sombra avanzar unos pasos tambaleantes, en sentido contrario al que yo llevaba, y levantar vuelo... ¡Un pájaro!... ¡Parecía muy pesado! Apenas aleteó ruidosamente por bajo la prieta armadura que formaban las cerradas copas y las lianas. Me había costado algún esfuerzo llegar hasta ahí, pero decidí regresar, con el mayor sigilo posible, para observarlo de cerca. Ya había sentido - como cada vez que escucho el gutural son- ese ingobernable estremecimiento. Me acerqué en puntas de pie, y al llegar casi adonde había visto descender la forma, volvió a huir, esta vez rápidamente, perdiéndose ahora entre las copas y alcanzando un hueco hacia arriba que le permitió acelerar su  vuelo. Era un pájaro, quizá del tamaño de una perdiz en su cuerpo, pero de alas posiblemente mayores a las de  un gavilán; alas extrañas, como  las de un avión, y una cola muy larga, rectangular, más del doble de su talle, todo esto de un color ocre anaranjado, con rayas, o cuadros, en la  cola, de color marrón oscuro, bruñido.

    ¡Ay!  ¡No  pude ver su rostro!... Tampoco sé si al fin he descubierto al enigmático animal que se expresa con voz profunda, agorera, como si lo  hiciera adentro de un tronco ahuecado, o golpeara dentro de él con un palo terminado en pompón semejante a  los usados para el bombo de orquesta. Me  interné en el monte otra vez. Me engulló la vegetación. Sentí esa espirituosa alegría que infunde esta tierra.

    Anduve bastante. Me detuve varias veces a observar singulares plantas o insectos raros; los pájaros huyen, a veces nos observan desde prudente distancia. Con esfuerzo y  cuidado para no  dañar al árbol, bastante alto - y  no  dañarme las manos con las espinas-, corté  para mostrar a  mi hija Rocío dos ramitas de una extraña planta, con hojas como perfectas espadas de gladiador.

    Durísimas las hojas, como si estuviesen hechas de  metal,  y como éste, sumamente brillosas. Ya no se escuchaba el ruido de  la  ciudad. Sólo un rumor bronco,  apenas perceptible, refería su existencia en este  sitio. […]

     

     

    Los “Maestros Gigantes”

     

    Autonomía, Santiago del Estero, lunes, 27 de octubre de 2003

     

    En la película La confesión, de Costa Gavras, el siempre correcto Ives Montand representaba a un comunista caído en desgracia con el régimen dictatorial de Stalin. Lo  habían encerrado en una celda pequeña, alta  y lisa, iluminada constantemente con un reflector, lo cual provocaba una irrealidad muy perturbadora, pues impedía discernir el tiempo. Entre muchas torturas que practicaban sobre él,  una consistía en  despertarlo imprevistamente, a cualquier hora, con fuertes alarmas. Evitaban con ello que el prisionero durmiese por más de pocos minutos, con lo cual iban desequilibrando su cerebro, sometido al stress permanente, con el propósito de convertirlo en dócil arcilla para sus requerimientos.

    Los médicos observaban con frío  interés las  conductas del preso: les servía para comprobar o refutar algunas de sus teorías; en sus mentalidades, constituía un experimento.

    Otra vez se me ocurre la idea de que pueda haber seres gigantescos experimentando con nosotros. El lunes, leyendo en el patio - magníficamente cubierto por una alfombra de campanillas liláceas que han caído de los jacarandaes-, siento a una hormiga bastante grande subir por mi pierna derecha. Rápidamente la  disuado con un papirotazo, tirándola lejos. Debe ser un golpe rapidísimo, para no  dañar al animalito, sólo debe impulsarlo lejos para indicarle claramente que se está equivocando de camino. Tengo experiencia en esto, pues en cada primavera me ocurre una y otra vez, al sentarme, en short, a leer bajo los árboles. No recuerdo ninguna hormiga que luego de esta disuasión haya regresado, empeñándose otra vez en su intento. Ahora bien, si esto sucediera, y el animalito persistiese en el error de tratar de ascender  (me  imagino que los pelos deben  de representar para ella una especie de  bosque ralo), si una y otra vez volviera, empezando a morderme cada vez que intento expulsarla, sólo  me  dejaría el recurso  de arrancarla apretando su cuerpo con mis dedos gigantes, aunque no me lo propusiera posiblemente acabaría por eliminarla.

    ¿No ocurrirá algo semejante con nosotros? Cuando perforamos montañas con dinamita, cuando despojamos espacios anchísimos de su vegetación natural, cuando sometemos a  la  tierra a  tratamientos químicos... ¿no estamos molestando quizá a seres gigantescos?... ¿No intentan disuadirnos ellos, quizá, con lo que nosotros percibimos como temblores de tierra,  huracanes, tornados, terremotos?... Finalmente, ante  nuestra obstinación, por más paciente que fuese el gran ser a quien ya dañamos, con sus intentos para disuadirnos de nuestro error, puede terminar por aniquilarnos... ¿No habrá sido algo así el diluvio?... ¿No  habrá sido algo así la desaparición de Pompeya bajo la lava?... El Popol Vuh cuenta, en tal sentido, una historia estremecedora:

    “[...] fueron triturados, fueron pulverizados, en castigo de sus rostros, porque no  habían pensado ante sus Madres, ante sus Padres, los Espíritus del Cielo llamados Maestros Gigantes. A causa de esto se oscureció la  faz de  la  tierra, comenzó la  lluvia tenebrosa, lluvia de  día, lluvia de  noche. Los animales pequeños, los  animales grandes, llegaron: la madera, la piedra, manifestaron sus rostros. Sus piedras de  moler  (metales), sus vajillas  de barro, sus escudillas, sus ollas, sus perros, sus pavos, todos hablaron; todos, tantos cuantos había, manifestaron sus rostros. «Nos hicisteis daño, nos comisteis; os toca el turno; seréis sacrificados», les dijeron sus perros, sus pavos. Y he aquí  (lo que les dijeron) sus piedras de moler: «Teníamos cotidianamente queja de vosotros; cotidianamente, por la  noche, al alba,  siempre: `Descorteza, descorteza, rasga, rasga´ sobre nuestras faces, por vosotros. He aquí, para comenzar, nuestro cargo a vuestra faz. Ahora que habéis cesado de ser hombres, probaréis nuestras fuerzas: amasaremos, morderemos vuestra carne», les dijeron sus piedras de moler. Y he aquí que [...] sus perros les dijeron: «¿Por qué no nos dabais nuestro alimento? Desde que éramos vistos nos perseguíais, nos echabais fuera: vuestro instrumento para golpearnos estaba listo mientras comíais. [...] ahora sufriréis los huesos de nuestra boca [...].» Y  he aquí que a  su  vez sus ollas, sus vasijas de barro, les hablaron: «Daño, dolor, nos hicísteis, carbonizando nuestras bocas, carbonizando nuestras faces [...]: vosotros lo  sufriréis a  vuestro turno,  os quemaremos» [...]. De igual manera las piedras del hogar encendieron fuertemente el fuego puesto cerca de sus cabezas, les hicieron daño. Empujándose  (los  hombres) corrieron, llenos de desesperación. Quisieron subir a sus mansiones, pero cayéndose, sus mansiones les hicieron caer. Quisieron subir a  los árboles; los árboles los sacudieron a lo lejos. Quisieron entrar a los agujeros, pero los agujeros despreciaron a sus rostros. Tal fue la ruina de aquellos hombres [...]; sus bocas, sus rostros, fueron todos destruidos, aniquilados. Se dice que su posteridad  (son) esos monos que viven actualmente en las selvas [...].  (Popol Vuh, Libro del Consejo de los Antiguos Quichés. Traducción de  los originales  mayas: Georges Raynaud, Miguel Angel Asturias, J. M. González de Mendoza, en la  Escuela de Altos Estudios de París. Décima edición, Editorial Losada, Buenos Aires, 1985. Capítulo 4,  páginas 20, 21  y 22.)

     

    […]

     

    Humanos en el  monte

     

    La incursión en el monte del domingo pasado fue muy útil pues cumplió con los propósitos que me fijara, esto  es, descubrir senderos nuevos hacia puntos aún no explorados y que comunicaran, también, con otros lugares ya  visitados muchas veces  (incluso con  mis hijitas, cuando eran pequeñas: ahora ya no les interesa acompañarme ni tampoco ir  al monte, salvo Rocío que estudia Ingeniería Forestal y participa en expediciones demasiado científicas al Chaco o  a  la  Reserva de  Copo organizadas por su Facultad), como La Lagunita, La Laguna Grande o  El Bosquecito de Tunas. También se puede salir de allí a rutas nacionales, como la que lleva a Catamarca y  La Rioja u  otra que va  hacia  Tucumán, Salta, Jujuy... y  Bolivia. O  emerger de un  modo imprevisto -como me ocurrió esta vez, pues yo creía que  iba a salir en La Laguna Grande- en una calle muy ancha, abierta evidentemente con el único propósito de albergar  a  gigantescas torres metálicas terminadas en  punta, sostenedoras de poderosos transformadores y  muy gruesos cables conduciendo electricidad. Quería eludir esa franja, precisamente, por lo  que me  lancé a la primera sendita entre los árboles que encontré. Pero pronto me hallé en medio de un tupido encierro vegetal; por obstinación continué, aunque no podía vislumbrar ni un solo sitio  hacia el cielo donde se separasen un poco  las copas de los árboles, y  allí fue que se  me  clavó esa espinita en el cuero cabelludo al pasar caminando como una rana por debajo de ella, lo  cual demostró ser insuficiente. Ya habituado a moverme en el monte me quedé inmóvil apenas sentí el pinchazo, pues de haber avanzado más la espina iba a abrirme una zanja, fina pero dolorosa. Con suma delicadeza la  quité, me puse “cuerpo  a  tierra” luego y  así logré pasar. Fue en vano, pues debí regresar, ante la seguridad ya de que no iba a hacer más que internarme entre matas cada vez  menos penetrables.

    De mala gana emprendí el camino ancho y árido de las torres, que lleva hacia la  Ruta Nacional. No  me  agradan  ni las torres ni la  electricidad. Ni el suelo pelado, amarillo, polvoriento, que queda cuando las máquinas topadoras han eliminado el monte. Mis rezongos interiores se diluyeron cuando otra vez encontré una sendita: esta vez era más nítida, demasiado lisa como para ser  natural, pero tampoco con la  aspereza  del callejón de la  electricidad. Entré allí; enseguida me di cuenta que había sido hecha por los innumerables pasos humanos, incluso se  percibían en el  suelo extraordinariamente liso algunas huellas de bicicleta y de carros. Como para confirmármelo escuché un ruido detrás  y noté que avanzaba un hombre en bicicleta. Si bien no muestro signos como  los pelos erectos de las tupayas, humanos imprevistos suelen producirme un moderado stress  (odio confesarlo), especialmente cuando  quiero estar absolutamente solo. Con ánimos cordiales me gritó: “¡Amigo! ¿Qué pasa con las  iguanas?”

    “¡No pasa nada!”, le gruñí, e inmediatamente, como él puso cara de sorpresa, aclaré “Ando paseando, solamente”.

    El tipo, que llevaba leña en el portaequipaje, no concebía una salida al monte para otra cosa que no tuviese algún fin utilitario... tal vez porque yo llevaba un palo bastante grande en la  mano... Pero lo  había  tomado, seleccionando cuidadosamente uno delgado y sólido, sólo para apartar las  espinas.

    Me ocurrió algo interesante luego de avanzar un poco más. Ya  iba perfectamente seguro de que el camino - bastante ancho, por otra parte- me llevaría hasta donde se va  “civilizando” el monte, para desembocar luego de un claro, en las bonitas casas de mi barrio, por lo cual mi mente se libró de prevenciones para entregarse a la mera contemplación y  algún devaneo liberal.

    Empecé a  pensar entonces, una y  otra vez  “Qué hermoso lugar para hacerme una casita”, y así, cada vez que me  agradaba un sitio  “Aquí podría ser”, sólo  para hallar enseguida un conjunto de arbolitos, cactus elegantes, enredaderas, arbustos con tallos recubiertos por escamas de plata, “no, no, este lugar es mejor, aquí voy a construir mi casa, lo más adentro del monte, de tal manera que nadie pueda llegar fácilmente a molestar”.

    Así iba, cada vez más entusiasmado con el proyecto de mi casita - con forma de  media esfera, cual  pecho maternal- cuando hallé una sendita primorosa, blanca, apenas suficiente como para que entrase una persona delgada, un hilito de tierra blanca que viboreaba ágilmente introduciéndose entre altísimos  arbolillos restallantes de flores rojas. Conversando conmigo mismo, ya  en voz alta, dije:

    -¡Esta va a  ser  la  entrada hacia mi casa! - y  me lancé con determinación en el desvío. Avancé con rapidez unos veinte metros, embriagado de suave alegría, imaginando  el sencillo portal de  mi casa, cuando de  improviso  me topé con una pareja. ¡El hombre lanzó una exclamación  de susto y  abrió  los brazos, que hasta el momento envolvían a la chica! Percibí el descender como un telón de  la remera sobre el torso de la  muchacha, a  quien  ni siquiera alcancé a distinguir claramente, ya que estaban en un sector oscuro de la  vegetación, apoyados sobre algo que me dio la impresión de ser pared de una casilla - pero debe de  haber sido sólo un tronco muy grueso, quemado. El hombre me  miró con terror (claro, yo llevaba un palo en la mano, debo de haber presentado un aspecto fiero, luego de haber andado durante más de dos horas al sol, arrastrándome a  veces y recogiendo espinitas y cadillos sobre mi camisa). Instantáneamente comprendí la  situación y  me  aparté sin decir nada, volviendo a  la  “ruta normal”. Al pasar por  una perspectiva que me  permitió  visualizarlos fugazmente, advertí que el joven había dejado a un costado a la chica, que permanecía inmóvil y  en sombras, y  él se había puesto de bruces contra un árbol, como quien no puede salir de una gran  impresión.

    No pude explicarme este susto del muchacho, por más que mi aspecto pueda haber sido fiero.

     

    Luciérnagas

     

    La ecóloga Susan Tweit  sostiene en un  artículo reproducido por Despertad que las luciérnagas manejan ciertos códigos comunicacionales semejantes a nuestro “morse”. Sólo que ellas lo  efectúan con luces. “El vocabulario luminoso de estos coleópteros va desde la simple alerta hasta un complejo sistema de llamadas y respuestas entre el pretendiente y  la  cortejada. El  color de la luz varía entre verde, amarillo y naranja. Dado que las hembras no  suelen volar, la  mayoría de  los resplandores que vemos procede de los machos. Cada una de  las 1.900 especies de  luciérnagas  (llamadas también gusanos de  luz) poseen su  propia pauta de  centelleo.”

    En un recuadro, titulado “La fría  luz de  las luciérnagas”, Despertad informa: “Las  lámparas incandescentes pierden alrededor del 90 % de la  energía en forma de color. Sin embargo, las  luciérnagas emiten una luz - producto de complejas reacciones químicas- que aprovecha entre el 90  y  el 98 %  de  la energía, de  modo que no se desperdicia casi nada en forma de color, razón por la  que se  la denomina luz fría. Las  reacciones químicas que se utilizan para ello tienen lugar en unas células especiales designadas fotocitos, los cuales se encienden o  se  apagan gracias a  ciertos nervios.”

    Esta manera de comunicarse para hacer el amor me recuerda un hermoso cuento que publicamos hace poco en Quipu  Digital… lo  reproduzco aquí:

     

    En Orgonón, planeta de cinco lunas de la constelación de Acuario, pudimos gozar de uno de  los espectáculos más hermosos de todo nuestro viaje: cuando hacen el amor, los habitantes de Orgonón se iluminan.

    No se trata de una luminosidad repentina y fugaz, sino que va naciendo de a poco, apenas el macho se encuentra con la  hembra. Primero se  iluminan los ojos y, enseguida, el resto del cuerpo empieza a cambiar de color en forma radial a partir del sexo, como una gota de tinta en un papel secante. Cuando se abrazan, se  inicia un tenue chisporroteo por toda la piel. Leve, cadencioso, con un ritmo preciso y casi musical. A medida que se hace más intenso el roce de  las pieles, los cuerpos se parecen cada vez más a dos lamparitas eléctricas o a dos luciérnagas. Lentamente el chisporroteo deja lugar a una luminosidad continua y  difusa que llega a  su  máximo esplendor en la  culminación del acto.

    Es maravilloso, por las noches, ver las ventanas de las casas, las calles y  los parques iluminados por el amor.

    En Orgonón, desgraciadamente, sus habitantes no pueden apreciar estos espectáculos, pues ellos son ciegos a los colores situados por debajo del ultravioleta. En este sentido - y  sólo en este sentido- los orgónicos  son parecidos a nosotros, los terráqueos, que tampoco somos capaces de gozar de  los espléndidos  tornasolados infrarrojos de  nuestros cuerpos amándose.

     

     (José Luis D´Amato, “La luz”. San Marcos Sierra, Córdoba, Argentina, 1997)