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  • Primera muerte

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    Era tan feliz en aquella primavera de 1973, ahora que lo pienso, porque había logrado sacar la cabeza de un mar oscuro, como de aceite, que me ahogaba desde la muerte de Clary. El surgimiento se había ido dando por etapas. La primera, salir de aquel sopor en que se había sumido mi conciencia, gran parte de ella debatiéndose en el ámbito donde luchaba el espíritu de Clara que aún se resistía a dejar el plano de la materia y encontrarme solo en un nuevo y triste mundo que me parecía muerto.  O al revés: yo muerto en un mundo bullendo de vibraciones que ya no me incluían. Como inhabilitado de repente para las actividades exteriores, había ido perdiendo en aquellos brumosos cuatro meses que iniciaban el año el carisma político que hubiera obtenido antes y  junto a él los amigos. Recuerdo dos hechos, en dos planos. El primero, material, sucedió cuando mi padre, en uno de sus tantos esfuerzos por sacarme del marasmo y dotarme de un medio de vida al mismo tiempo, me consiguió un trabajo en Radio Nacional. Yo iba recomendado como un joven muy lúcido y de buena preparación intelectual; el director –un teniente coronel retirado– consideró que mi talento justificaba que mi primera tarea fuese representar a la radio en un debate que se haría en el Jockey Club, sobre las próximas elecciones. Fui, por obligación, pero al subir me sucedió algo dramático. No atiné a decir palabra. Todos esperaban que yo hablara –de hecho, me habían visto hacerlo en varias oportunidades y con brillo– e incluso, al escuchar otras posiciones que se consideraban “reaccionarias”, desde el público me hacían señas para que las rebatiera. Pero yo, nada. Debía aparentar, me imagino, indiferencia con mi impavidez, lo que sentía en realidad era miedo. Tenía miedo de hablar, no me sentía ligado a la gente que me miraba, me rodeaba, me agredía de algún modo al haberme sacado de mi mundo interior. Donde por varios meses me había sepultado. 

    El otro plano metafísico:

    Una noche, abrumado de cansancio por la cantidad de tareas que me asignaba en el intento desesperado por escapar de mí mismo, caí en la cama donde dormía, solo, en la habitación que fuese de mi abuela y donde nunca había dormido con Clara. Eran las dos de la mañana, y yo tenía que levantarme a las tres, para encontrarme con unos compañeros con quienes teníamos que hacer una volanteada. No tenía despertador, pero me tiré vestido nomás entre las sábanas desordenadas con una vaga intuición de que algo iba a garantizar que me despertara. Así fue. A las tres en punto –lo supe porque en el momento en que abordaba con dificultad la realidad sonaron las campanadas del reloj en el comedor– sentí sobre mis labios un beso suave, extenso, en los labios y sobre mi cuello los mechones suaves del cabello de Clara. La vi, luego, desdibujarse lentamente contra la oscuridad del cuarto, mientras mis sentidos iban tomando solidez.

    Dos fuegos impedían que mi corazón dejara de latir. Uno, la revolución. Otro, aquella desesperante sed de una mano blanda que calmara ese dolor, a veces suave, a veces cruel, que palpitaba en el fondo de mi espíritu. No la había encontrado todavía. O mejor dicho, no la había encontrado de un modo permanente. Pues en aquella etapa joven de mi vida, aun creía en la posibilidad de permanencia (para las cosas). Si no la hubiese buscado con aquel sentido de absoluto –a la felicidad– podría haber sido menos injusto en la etapa final de mi noviazgo, cuando ya no amaba a Clara. Porque, si bien es cierto que ella había sido la primera mujer que amé, también es cierto que luego ya no la amé. La muerte llegando en un momento en el que los sentimientos gloriosos que gestáramos unidos estaban secos, despojó a nuestra historia de aquel carácter de perfección trágica que dota a las de Romeo y Julieta u otras narradas por Bécquer. Entonces, si bien mi alma se arrastraba envuelta en brumas de agonía, lo era más que nada por los sentimientos de culpa tremenda que la agobiaban, antes que del dolor por la ausencia de la amada. Había aprendido a revalorar y repetía mentalmente los mejores momentos, los momentos de felicidad vividos junto a ella, es cierto, y los reproducía con la imaginación mil veces; pero lo hacía también como un modo de dolerme hasta la desesperación por mi conducta, que consideraba culpable. Así pues, no me suicidé porque lo consideraba indigno y contrario a mi fe en Dios, pero si lo hubiese hecho, hubiera sido para castigarme por lo que yo consideraba una gran culpa y no por la pérdida de una muchacha a quien, aunque no me lo confesara abiertamente, ya no amaba.

    Entonces mi camino para el futuro luego de la muerte de Clara estuvo cargado de esa obsesiva, agobiante presencia semiconsciente, que calificaba todos mis actos: pagar la culpa.

    En aquel período de unos cuatro meses después de atravesar apenas el estupor póstumo a esa muerte que marcaría definitivamente mi existencia, de marzo a agosto del 73, anduve difuminado,  sin un rumbo preciso, y el estado general de mis pensamientos rondaba los lindes de una dolorosa indiferencia. Todo me dolía, pero de un modo distante, asordinado. La pavorosa gimnasia de la muerte (pavorosa para mí, que nunca antes la había sufrido) desde que muriera mi tío Belisario, hasta la de la Clary, habían llevado a mi corazón hasta el límite máximo del dolor y ya no había al parecer ninguno que hiciera oscilar el registro de mis emociones en un punto que modificar los anteriores. Habían sido dos muertes, nada más, es cierto (lo digo por lo que luego sucedió, cuando cada día nuestra nación amanecía convertida en cementerio; dos muertes, pero en ellas, yo ya había vivido todas. La de mi tío Belisario (una muerte… “natural”, por enfermedad) me colocó en una situación de depresiva perplejidad; yo negaba lo que sucedía, no podía ser que mi tío hubiera muerto, no lo creía, pero sufría al ver su ausencia en los rostros de mi padre y de mi abuelo, y en el dolor incalculable de mi Mamaviejita. ¡Ah, cómo me dolían sus llantos en la noche, sus gemidos ululantes, aquel padecimiento inconsolable de mi abuela!

    Jamás había vivido de cerca un dolor tan hondo  y eso a mí me parecía un sueño, un desperfecto en el mecanismo de la realidad, algo que me producía un desasosiego intolerable y modificaba todos los parámetros de mi ubicación en el concierto universal. De repente, habían cambiado las reglas, la muerte de mi tío Belisario modificado todo lo existente, y como si hubiese sido trasplantada a otra galaxia, mi conciencia ya no percibiría nada con los mismos sentidos que en la etapa anterior.