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  • Última puerta

    Cuento inédito. Uno de los primeros que escribí al salir de la cárcel, hacia fines de 1982. Una Madre de Plaza de Mayo me dijo que era "muy crudo", que "daba miedo". Y "provocaba mucho dolor". Por eso no lo publiqué nunca. Hasta ahora. 

    Julio Carreras

    Última puerta

     

    Se acercó, oí sus pasos, abrió la ventanilla de mi celda y me dijo:

    –Estás muerto.

    Entonces comencé a caminar, la capa tremolaba en el viento frío y el sombrero negro de alas anchas me proyectaba una sombra celeste en los ojos.

    ¿Habría sido cierto todo aquello? ¿O solamente una horrible pesadilla?

    Me sacaron de casa a la madrugada. Después fueron a buscarla a Amalia. Agachado en el suelo del auto alcancé a ver con el rabillo del ojo el rostro de su padre que gritaba y al milico que le pegó el culatazo en la cara. Eso fue cuando abrieron la puerta para tirarla al lado de mí. Temblaba. La habían sacado en camisón.

    –Hola –le susurré– y eso me valió una tremenda trompada.

    Enseguida nos pusieron una venda sobre los ojos y nos esposaron las manos a la espalda.

    Había muchos autos esa noche. Mucho Ford Falcon, mucha gente de civil y también varios con uniformes militares.

    –Ahora vamos a ver cómo te la bancas, moishe asesino –me dijo alguien, y otro agregó, suave:

    – A la judía me la como yo.

    dictadura, argentina, presos políticosMi padre era sastre en el barrio de Alta Córdoba. Mi abuelo lo había sido también. Para romper la tradición me habían elegido a mí: querían que sea doctor. Esa fue al final la causa de mi purgatorio. Estuvo dos años en la Facultad de Medicina, para conformar a papá, pero no aguanté. Mi vocación eran las mentes de los humanos, y la sociedad. Necesitaba comprender, hallar algún sentido a la serie de disparates de la historia que había conocido y de las causas de los hombres para cometerlas. Me inscribí en sociología.

    Al llegar nos bajaron como bolsas de papas y nos tiraron en lo que intuí como un patio interior. A través de la trama de la venda luego de un esfuerzo alcancé a percibir que nos habían puesto en una especie de gran celda de altas paredes, sin techo.

    –¿Amalia? – susurré, y endurecí el cuerpo para recibir el golpe. Pero el golpe no llegó; en cambio, oí su voz:

    – Si, José….

    Le dije que no temiera, que nosotros no éramos guerrilleros y todo se iba a solucionar cuando llegaran los antecedentes de la universidad. No había que negar que éramos marxistas, pero todo el mundo sabía que no estábamos con la violencia. Marx lo había sostenido en innumerables escritos, y esencialmente en El Capital: cuando las masas asumen una verdadera conciencia transformadora, la violencia no es necesaria. La guerrilla era entonces una expresión de la ansiedad pequeñoburguesa, en suma, contrarrevolucionaria. Nosotros habíamos repudiado a la guerrilla y los considerábamos culpables de la descomposición del gobierno surgido de las elecciones. No estábamos de acuerdo con el golpe, pero no lo combatiríamos con las armas en la mano. Todo eso les diríamos, cuando nos preguntaran.

    Alguien a quien no habíamos escuchado entrar nos habló con suavidad:

    –No se queden tirados en el piso, chicos, les puede agarrar una pulmonía…

    Nos trajo dos sillas y nos puso con las caras hacia el muro. Durante un rato se quedó parado en silencio, detrás de mí. Oía su respiración. De pronto, se escuchó viniendo de otra habitación un grito como de animal degollado; luego otro y otro.

    –¡Qué macana hiciste con meterte en la subversión, José! – dijo el que nos levantara antes.

    Me quedé helado. Quise contestar, pero el tipo siguió, con suavidad.

    –Aquí son muy bravos los muchachos, muy bravos.

    –Señor… – alcancé a articular, pero ya se había ido. “¿Amalia?”– susurré, pero no me contestó. Cautelosamente, tanteé con el pie su silla: no estaba. Se la habían llevado.

    A lo lejos se oían otra vez los gritos y también música, de pronto se empezó a oír música.

    En la Universidad yo había sido un alumno destacado. Al cabo mi padre se fue amoldando a mis inquietudes, y terminó por aceptar mi elección de carrera. De cualquier modo, le enorgullecía tener un hijo universitario. Pero justamente en ese tiempo se murió: un ataque. Y mi madre le siguió a los seis meses, yo pienso que de tristeza. Fue entonces que comencé a dedicarme con más intensidad al Centro de Estudiantes. Ya era secretario general cuando la conocí a Amalia.

    Sentí como si una grúa me levantara y no sé de qué manera me vi envuelto en una infernal combinación de golpes, gritos y zarandeos, literalmente en el aire todo el tiempo mientras diferentes voces me gritaban:

    –¡¿Cómo te llamas?!

    –¡¿Quién es tu responsable?!

    –¡¿Qué cargo tienes?!

    –¡¿A qué zona perteneces?!

    –¡¿Qué cargo tiene la mina?!

    –¡Hablá, hijo de puta, que te vamos a reventar!

    Había una voz de mujer. Cuando le contesté que mi nombre era José Zaher, me agarró de los testículos y me los apretaba mientras me gritaba:

    –¡Ese no, judío hijo de puta!, no te hagas el vivo! ¡nombre de guerra queremos!

    Me golpearon hasta cansarse y me dejaron. Me levantaron en vilo y me tiraron en una celda pequeña, de techo alto. Me sentía tan aturdido y cansado que enseguida me dormí.

    No sé exactamente el tiempo que habría pasado, pero calculo que era el mediodía, cuando me sacaron. De las celdas, donde al parecer había otros prisioneros, se oía el ruido de los platos de chapa.

    –Vení Josecito– me dijo el guardia–, ahora viene la parte más linda. Yo comencé a temblar. Ya había perdido un zapato la noche anterior, le camisa estaba en jirones y por la rendija de la venda me vi el pantalón con manchas de sangre.

    –– Señor… – rogué.

    –A mí no me digas nada, muchacho: allá hablá– me contestó. Me dejé guiar en silencio.

    Amalia había sido para mí como el signo de una nueva etapa. Nunca tuve mucho éxito con las mujeres, tal vez porque involuntariamente las rehuía: en el fondo, les tenía miedo. Tenía miedo que me preguntaran de mi vida, que tuviera que contarles mi historia y al fin supieran quien era yo. ¿Pero de qué me avergonzaba? ¿De que mi padre fuera un pobre sastre? ¿De qué en la vida de mi familia no había pasado nunca nada destacable después de la huída de Polonia? ¿Y qué aun esa huida había sido algo sin riesgo, pues a nadie le interesaba allí? Ni siquiera éramos ese tipo de inmigrantes rubios, tan bien recibidos aquí… En el barrio me decían “ruso negro”. ¿O que en el barrio me dijeran “ruso”, aunque me cansaba de explicar que no era ruso, ni siquiera polaco, sino tan argentino como cualquier otro? 

    Y a pesar de todo mi padre quería ser un buen burgués, y que su hijo tuviera la chapa en la puerta. Pero Amalia trajo a mi vida una nueva orientación. En primer lugar se enamoró de mí, cosa que a mí mismo me sorprendió. Ella era una hermosa muchacha de ojos claros y yo siempre me consideré muy feo: si me dejé la barba fue en parte para ocultar esa fealdad. Luego me ayudó vitalmente en la dura tarea de asumirme tal cual soy. Y ese fue el descubrimiento más importante a que accedí en mi vida.

    –Desnúdenlo– escuché que alguien decía. Me sacaron las ropas a los tirones y me pusieron sobre una mesa de cemento. Me sacaron las esposas y me encadenaron con los brazos abiertos y las piernas a unas argollas. Me echaron agua.

    Después comencé a sentir los choques de energía eléctrica en el alma. ¡Madre mía! Me ponían la picana en las bolas pero en un instante el dolor abarcaba todo el cuerpo, hasta llegar al alma; no se puede describir ese dolor, es como mil picos de caranchos que te arrancaran los intestinos y la piel a tirones y en piezas a ver relámpagos azules y colorados frente a tus ojos y se te seca la boca.

    Me reventaron con la picana y después recomenzaron con los golpes; esa era su táctica; picana y golpes: y en los intermedios, preguntaba. 

    – ¡Hablá judío hijo de puta! – la palabra judío era constante; parece que para ellos constituía un insulto más.

    – ¡¿A dónde están las armas?! ¡¿A dónde están los otros!?

    (Entonces, si todo esto ocurrió, si no fue una horrible pesadilla, yo tengo que pedir perdón: perdón al Chacho, perdón a la Analía, perdón al Washington Gutiérrez a quienes los padres lo mantenían a duras penas del Perú para que terminara su carrera que yo sabía que era del ERP porque quien no lo sabía después de todo, si él era una de los que en todas las asambleas levantaba la pancarta, pero no debía haberlo cantado, a él le estará pasando lo mismo que a mí ahora, si todo esto existe, si no es pesadilla, o mejor dicho existió perdón a Corina y a Manuel y al Zurdo y a Felipe y a tantos compañeros del Centro de Estudiantes les tengo que pedir perdón hermanos, hermanos y hermanas, pero ustedes no saben lo que es la picana, en serio, no se aguanta y los golpes y el cuerpo que se te hincha y los gritos y la música y te dicen que te la van a violar a Amalia y vos te sientes como un pobre gusano, no se aguanta, compañeros, y yo no lo aguanté…)

    Pero después que dije todo lo que sabía y lo que no sabía también, no sé si por un monstruoso sadismo o por un plan perfectamente estable oído uno a quien llamaban “el capitán Tigre”, mandó:

    –Traigan a la judía– y después me dijo a mí, ahora vas a ver algo lindo. Y me sacaron la venda.

    Al principio sólo vi un resplandor, a pesar de que la voz era un solo foco amarillento. Después, la sala de tortura; yo me había imaginado un salón inmenso y era apenas un cuchitril de cinco por cuatro con la mesa de cemento en el medio y no vi más pues en ese momento apareció Amalia. La traía un suboficial y continuaba esposada. Y con los ojos vendados. Como ciega entró, tanteando con los pies descalzos. Llevaba aún el camisón con el que la habían secuestrado y al parecer no la habían golpeado. Yo grité y ella se detuvo. Entonces alguien me golpeó de atrás. Sentí la sangre chorrear por mis mejillas inflamadas.

    El capitán Tigre ordenó que la desnudaran. La pusieron sobre la mesa, adonde yo había estado, sin sacarle las vendas de los ojos y la encadenaron de las manos y las piernas. Vi el vello rubio de su pubis y sus hermosos pies temblando frente a mí. Y después la violaron. Uno a uno, fueron subiéndose a la mesa y bárbaramente la violaron. Amalia gritaba y se debatía pero no se oía nada porque la música atronaba. Alguien me arrastró de los pelos hasta el borde de la mesa y vi como el capitán Tigre le abría la boca con las dos manos y mientras le introducía su pene chorreante de semen la obligaba a aprisionarlo con los labios me gritaba:

    –¡Mirá como me chupa la pija tu hembra, judío!”

    Se oía sólo la barahúnda del cuartetazo.

    Entonces me desmayé.

    No sé si todo esto sucedió. Dios mío, o si fue una pesadilla que me enviaste de castigo, pero si sucedió estuve varios días en los que me sacaban, me torturaban, primero me aplicaban la picana y después me golpeaban, y recuerdo que la mujer rubia que ellos decían que “colaboraba”, parecía tener obsesión por mis órganos genitales, porque un día vino sola, cuando yo estaba tirado en mi celda, entró, me bajó el pantalón y comenzó a acariciarme, mientras me decía mi amor, mi chiquito y otras cosas, me acariciaba los órganos y cuando se produjo mi erección levantó un palo que había traído y comenzó a golpearme con saña y me gritaba: “No vas a tener nunca hijos, si vives, víbora judía”, y me golpeó tanto que después creo que orinaba nada más que sangre. Digo creo porque yo ya no me levantaba por mis propios medios, y tampoco me vendaban los ojos y yo pensé que me iban a matar, cosa que después parece que se confirmó.

    Si sucedió todo esto, digo, me acuerdo que un día vino un hombre uniformado de combate con estrellas, creo un coronel, tal vez y me estuvo hablando no sé por cuanto tiempo de los protocolos de Sión y de la conjura internacional y como yo no pude darle los datos de nuestros contactos sionistas entre los sefaradíes –él decía que los ashkanazzin eran aliados– se fue decepcionado.

    Hasta que llegó esa tarde gris en que me abrieron la ventanilla y me dijeron:

    –Estás muerto.

    Entonces sentí el ruido del candado, voces y alguien que decía:

    –Me parece que ya reventó, mi teniente.

    Pero yo ya no estaba más allí, porque había empezado a despertar y a darme cuenta de que todo era solo un mal sueño y que había terminado, pues yo caminaba sereno por medio de las nubes y mi capa tremolaba suavemente en el aire frío, y a lo lejos me esperaban mi padre y mi madre, sobre otra nube, con los brazos abiertos y los ojos llenos de lágrimas.

    Los abracé emocionado y después comencé a buscar a Amalia.