En 1967 me sucedieron muchas buenas cosas. El 19 de agosto, cumplí 18 años. Entonces obtuve mi carnet de conductor, para lo cual me había estado preparando desde el verano, tomando lecciones de conducción en una academia. Mi padre había comprado un auto flamante, Ford Falcon "Futura", modelo del año. Era un vehículo poderoso: blanco, techo negro, reluciente por todos lados, tapicería mullida, radio con FM y casettera. Yo le había ayudado a elegir. Pero aún no podía manejarlo tanto, porque sentía dolorido y frágil el pie derecho, debido a un accidente de motocicleta que tuviese en junio. Allí, me partí por la mitad un pequeño hueso del empeine. El enyesamiento me había obligado a guardar cama durante unos quince días -a esa edad un verdadero castigo-; lo único que saqué en limpio de aquel período fue un simpático programa de televisión que descubrí. Era de un tal Publio Araujo, elegante criollo cincuentón, que conducía una hora de presentaciones folclóricas por Canal 7 -por entonces el único canal de televisión en Santiago.
No es que tuviera demasiado para elegir: las emisiones televisivas, por aquel tiempo, comenzaban a las seis de la tarde y terminaban a las doce de la noche. Mayormente difundían series yankis, y aparte del noticiero casi no había programas locales. Uno era el de Nacho Araujo, locutor atildado, un tanto empalagoso y remilgón, proveniente de las últimas generaciones radiales... y me parece que además, solamente el de Publio Araujo. Este ciclo se actuaba, directamente, todos los días a las siete de la tarde.
Por esos tiempos yo era feliz; sin exageraciones, tenía mi buen pasar. Se habían apagado los reproches por mi abandono del colegio, para dedicarme a "trabajar" con la guitarra, y aunque cada año mi padre insistía en que volviese a la escuela, me iba aposentando en la obstinación asumida originalmente, a cada mes que pasaba llevándome un poco más cerca de la "mayoría de edad".
Los 18 años me tomaron entonces como "músico profesional" y caminando con bastón. Gustaba por entonces de vestir con afectada elegancia, dentro de la moda epocal, que ya había deglutido al hippismo. Con los dineros obtenidos por mis actuaciones, compraba pantalones y zapatos a discreción, me había mandado a hacer a medida unas 18 camisas, aparte de contar ya con gran número de cintos, remeras, zapatillas, etcétera. Ni por asomo se me ocurría comprar un libro, menos leerlo.
Tenía dos amigos muy cercanos, singularmente obtenidos luego de que ambos me odiaran por mi talante presumido antes de conocerme. Uno era el "Gallego" Dougnac, con quien veníamos desarrollando esta amistad desde 1966, año en que él fuese llamado a España, para cumplir con su servicio militar. Otro, Ramón Marcos. Mis afectos hacia Carlos E. Sánchez, que fuese mi mejor amigo desde 1964, se habían ido enfriando, por razones que en otra parte contaré, limitándose ahora a nuestras relaciones como compañeros del conjunto musical, mundo donde yo mismo lo había introducido. Pero el Gallego estaba en España, así que me quedaba solamente Ramón Marcos. Por cierto, tenía también otros amigos... estaba Tito Únzaga, además de Hugo Mansilla, Manolo Gómez Aguilar y otros que en realidad ya formaban sólo un amplio horizonte de relaciones que se iban difuminando en intensidad a partir de los mencionados.
Así las cosas, el 21 de septiembre conocí a la que iba a ser mi primera novia. No es que no hubiese tenido relaciones sentimentales -y hasta algunas, aunque muy pocas, sexuales- con otras chicas, no. Sólo que esta sería la primera a quien consideré "una novia", por la seriedad que estaba decidido a infundir a nuestras relaciones y por una crisis que entonces atravesaba, debido a la cual me sentía ¡a los 18 años! un falso "Don Juan" deplorable e impío, angustiosamente dispuesto a "enmendarme".
Ocurrió así: todavía algo rengo por lo de la moto, entré a una de las tantas "Fiestas de la Primavera", organizada por un tercer año de la Escuela Normal. Allí saqué a bailar a una bonita chica, de la cual recuerdo ahora solamente que se apodaba "Guti". Pero de un momento a otro, con el "juego de la escoba" me vi con otra pareja en mis brazos, esta vez una muchacha bastante más alta, flaca, de anteojos, quien me diría enseguida que se llamaba Silvia Castro García. Sospechosamente el juego de la escoba terminó, apenas hubimos cambiado nosotros de parejas. Luego me enteré de que había sido una artimaña, para arrancar a Guti de mis brazos y echarla en los de Hugo Rojas, con quien desde el comienzo las chicas de su barra -entre ellas Silvia- querían hacerla encontrar. Lo cierto es que terminé bailando, toda la noche, con Silvia Castro García, quien me invitó a un picnic que harían al día siguiente. En esa finca iba a comenzar, entonces, nuestro noviazgo.
Pero en octubre de 1967 iba a ocurrir, también, la muerte del Ché Guevara. ¿Y a mí qué podía importarme eso? Sin embargo, misteriosamente, me importó... ¡y mucho! Mi padre compraba casi todas las revistas que salían, por una voracidad lectora que lo arrebataba, a diferencia de mí, que sólo miraba las figuras. Pero, ¡qué figuras! Hojeando Life en Español, O´Cruzeiro, Siete Días Ilustrados, uno se encontraba por entonces con extraordinarias fotos de lo que ocurría en el mundo, con seguridad fundando las bases del fotoperiodismo contemporáneo. Allí, precisamente en la revista Life en Español, fue que me encontré de pronto, al dar vuelta una página, con aquella fotografía del Ché Guevara... ¿Qué ocurrió en mi alma? No lo sé. Lo cierto es que me sentí irresistiblemente invadido por unas profundas ganas de llorar. Por poco lo hago: miré a mi alrededor un tanto despavorido, pues en mis tierras suele estimarse de "maricones" a los hombres que lloran... no había nadie, sólo yo, sentado en el gran canapé central de la oficina de mi padre, y una silenciosa empleada que acomodaba papeles, a lo lejos, en la dependencia siguiente... Pero ya había pasado el momento. Recuperada la calma, seguí con mi inspección rutinaria de imágenes, viendo tal vez algunas de Ted Serious -que por esos tiempos asombraba con sus "fotografías psíquicas", logradas al mirar con fijeza una cámara-, o quizá Brigitte Bardot. No lo recuerdo. Sólo recuerdo esa foto, que iba a influir tan profundamente en mi vida, no la he olvidado hasta hoy.