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Luz de agosto - Page 18

  • Un mendigo

    [Junio de 1973] Al mendigo le faltaban las dos piernas. Sentado en el umbral del restaurante, esperaba que alguien le diera algún resto o una moneda. Era un hombre menor de cuarenta años, demacrado. Su barba, gruesa, le cubría hasta la mitad de los pómulos; sus cabellos, igualmente negros, estaban muy crecidos, apelotonados en partes debido a la tierra, el smog, la grasitud del cuero cabelludo. Alguien le había dado una frazada, en otro tiempo de colores chillones; con ella envolvía su cuerpo para protegerse del frío.

    Juan Cruz se conmovió y apenas se ubicaron alrededor de una mesita redonda, preguntó a su padre si podían invitar al mendigo a comer. Su padre asintió; entonces, cuando se acercó la camarera bonita, rubia, de uniforme a cuadritos rosa, además de abundante almuerzo para su padre, el chofer del Consejo  General de Educación y él, Juan Cruz pidió una costeleta grande, abundante ensalada y un cuarto litro de vino para el mendigo. La camarera titubeó:

    –¿Adónde le sirvo…? Al señor, digo…

    Juan Cruz había dicho “para el señor que está en la puerta”; por no comprometer demasiado al chofer, que lo miraba con cierta sorna, indicó:

    –En aquella mesita, por favor.

    Una hilera de mesas pequeñas, empotradas en la pared y recubiertas de cerámica había sido dispuesta a lo largo del pasillo de entrada. El bar era relativamente pequeño, muy pulcro, contaba con ese pasillo largo para comidas rápidas o café y el saloncito donde se habían acomodado los tres viajeros. Tal vez por ser temprano las doce– no se veía ningún comensal aparte de ellos.

    Juan Cruz se levantó y con palabras corteses invitó al mendigo a entrar. El mendigo era un hombre educado y de mirada inteligente. Agradeció sin exageraciones y se acercó hasta la mesa indicaba desplazándose de un modo torpe y extraño con los dos muñones de piernas que le habían quedado. Al llegar, el joven tuvo que ayudarlo para que pudiera ascender a la silla y acomodarse. Viéndolo allí, esperar pacientemente su almuerzo, Juan Cruz se conmovió y a la vez se sintió mejor. Entonces vino la camarera. Nerviosa, retorcía un repasador rosado que traía entre los dedos.

    Señor, disculpe, dice la patrona que a aquel señor no podemos servirle aquí…”.

    ¿Por qué?– se encrespó Juan Cruz – ¿Acaso cree que no le vamos a pagar?

    No es esto, señor… las normas de la casa…

    ¡Qué normas! – resopló Juan Cruz – ¿Acaso no es un ser humano como usted y yo?

    ¡Tiene razón, señor, pero la patrona….

    La mujer rubia también pero bastante mayor que la empleada y un poco más robusta, observaba inquisitivamente desde atrás del mostrador, a unos veinte metros de distancia.

    Está bien, Juan Cruz, veamos cómo arreglar esto– dijo su padre. Y dirigiéndose a la muchacha:

    ¿Se podrá hacer un buen sándwich de lomito, en vez de la costeleta, agregarle ensalada y que ese buen hombre lo coma en la puerta?

    Voy a consultar– contestó la camarera. Enseguida volvió para decir que no había problema. Más tarde, luego de que les hubo servido todo lo que ordenaran, la vieron pasar con un plato donde llevaba un gran sándwich de carne en pan francés. El mendigo, apalabrado anteriormente por ella, había regresado al umbral. Estiró sus dos manos y tomó el sándwich; antes de llevarlo a la boca, miró hacia la mesa de los tres viajeros con sereno agradecimiento.