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César

Un fragmento de la novela Ciclo de Antón Tapia, de Julio Carreras, el cual, según su autor, fue inspirado por el copamiento al cuartel de Villa María, efectuado el 10 de agosto de 1974 en la provincia de Córdoba, Argentina.


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Contra el cielo negro silbaban las balas trazadoras. Alguien había comenzado a disparar con una punto 50, desde las casamatas.
-Hay que hacerlo callar- dijo el compañero Responsable-. ¿Te le animas Antón?
Desde dentro del cuartel, los compañeros habían informado que todo iba bien. Los milicos estaban danzando, en el casino de oficiales. Era su fiesta de gala, por el 9 de Julio. Los compañeros los pescaron reunidos; no tuvieron más que arrearlos hasta el fondo del salón. Las mujeres chillaban, al principio. Era cómico ver las caras de los «duros» oficiales pidiendo por favor: «muchachos, no disparen, hay mujeres y ancianos».
El jefe del batallón se había ido a dormir, porque le dolía la cabeza. Cuando se encontró con el caño de un Colt 44 apoyado en la sien parece que se olvidó del dolor. Ni chistó. Daba la impresión de no comprender qué pasaba. Los compañeros informaban por radio que habían empezado a cargar las armas en los camiones. Hasta ahora solamente había tiros en el destacamento de policía, dos quilómetros a retaguardia. Había sido provocado exprofeso por el equipo parapetado en la casa de enfrente, para hacer distracción. El resto de la columna había seguido avanzando, hasta rodear el cuartel. El soldado guardián del puesto 4 era un compañero. Por allí, habían entrado sin inconvenientes cuatro equipos. Los milicos ni se habían soñado el copamiento. Esta vez les habían fallado los Servicios.
-Voy- dijo Antón, descolgando una granada del cinto y empuñando en la otra el 38.
-Cuando te diga, sales- dijo el compañero responsable-: ¡ya!
El aire pareció estallar en tableteos y fogonazos; Antón saltó hacia el costado y empezó a reptar lo más rápido que pudo, a la derecha y adelante. Cuando alcanzó de nuevo la oscuridad de la roca, corrió. Los estampidos y tableteos de ametralladoras no cesaban. Ahora, a la punto 50 se le había sumado lo que parecía una Gussi, en la misma casamata.
Antón se rasgó el pantalón al saltar por sobre el alambre de púas. Nadie lo vio. Al fin, consiguió ubicarse al pie de la torre que disparaba, por detrás. Subió uno a uno los escalones, con sus plantas de goma. Los vio. Un cabo joven, tal vez de su edad, y un sargento de bigotes. Estuvo mirándolos por un momento, concentrados ellos en su tarea de disparar las armas. Cuando hicieron una pausa, les habló:
-Bueno muchachos- les dijo-: ya está.
El cabito se quedó tieso y levantó las manos, dejando caer su metralleta. El viejo se dio vuelta sorprendido, haciendo ademán de sacar la pistola.
-No te mates, hermano- le dijo Antón, corriendo apenas el caño del 38 amartillado en dirección a su frente-: La cosa no es contra ustedes.
El bigotudo se quedó tranquilo, y levantó sus brazos. Antón los hizo salir, enfilados, con los brazos en la nuca. Levantó la ametralladora liviana y se la colgó en el cuello. Caminaron por entre las barracas oscuras hacia la plaza de armas. Ahora no se escuchaba más ruido que el de los motores.
Cuando llegaron, Antón los envió a reunirse con el resto de los prisioneros. Bajo un alero, un grupo de oficiales y suboficiales- los zumbos con ropa de dormir- mezclados con mujeres de largo y hombres de traje oscuro y de esmóquin observaban, nerviosos, las tareas de los compañeros. Una compañera y un compañero los vigilaban de cada lado. Casi era innecesario, pues nadie se movía. Ni siquiera se atrevían a hablar.
Dos camiones con carteles de Vino Arizu y dos camionetas se habían acercado a la armería, para cargar. De adentro salían guerrilleros con brazadas de fusiles, FAL, ametralladoras pesadas, cajas de municiones y granadas... «Una verdadera fiesta», pensó Antón.
-Te hai dao el gusto de entrar, varón- le dijo el compañero Comandante, guiñándole un ojo. Antón le sonrió.
Después de que hubieron cargado todo lo que cabía en los camiones y las camionetas, encerraron con llaves a los prisioneros y se retiraron. Se llevaron consigo solamente al jefe del batallón: un coronel. Antón lo observó temblar. Estaba en pijama, y hacía un frío de perros. Se sacó la campera con piel de corderito y se la alcanzó. El hombre le miró a los ojos, agradecido. No parecía mal tipo.
El grueso de la columna se dispersó; los camiones partieron uno para el norte y otro para el sur. Pronto esas armas estarían enterradas o escondidas en cien lugares distintos, en Santiago, Tucumán, La Rioja... Antón fue designado para ir con dos equipos y el médico a ver a los compañeros que peleaban con la policía.

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Aquello era un infierno. Abriendo fuego con bazucas consiguieron acercarse a la casa y entrar.
-¡Vamos compañeros! ¡Retirada!- gritó Antón.
Le respondió la carcajada de César:-¡Yo de aquí ya no me muevo! ¡Y al carajo los milicos, que me maten si se animan!
El corazón de Antón Tapia palpitó en falso: sobre la camisa verde del César se extendía un machón oscuro, a la altura del estómago.
-¡Hermano! -gimió Antón- ¡estás herido! César le miró orgulloso, los ojitos verdes brillando, los bigotazos rubios más tiesos que nunca, los dientes, amarillos de mate, asomando en la sonrisa.
César no es sólo un combatiente es un poeta, pensó Antón mirándolo jaranear y tomar vino de la botella en la peña, recitar con voz potente los versos de Juan Carlos Dávalos, decir yo soy santiagueño, intelectual, mecánico, revolucionario, enamorado y camionero ¡qué carajo!, recopilando bibliografía de Lenín y Trotsky para demostrarle a Antón que ningún buen revolucionario podría ser también católico, ¡cómo se le ocurría! Tenía un boquete en el estómago, se lo habían hecho al comenzar nomás el tiroteo.
La policía de la provincia rodeaba la casa; casi no se podía hablar por el ruido de los disparos.
-Vamos dijo Antón-, apoyate en mí y vamos.-Es al pedo- le contestó el César -yo estoy acabado. Vayan ustedes. Yo me quedo a contenerlos un rato.
Antón vio que había puesto un cajón de manzanas para apoyar el brazo con el arma, que sostenía con las dos manos. Estaba discutiendo si se iba o se quedaba cuando, repentinamente, se desmayó. De nuevo tuvieron que abrirse paso a bazucasos, hasta los vehículos.
Antón alzó el cuerpo flaco de César en su dos brazos, y lo acomodó cuidadosamente a su lado, sobre la colchoneta. La camioneta con cúpula se puso en marcha. Anduvieron largo rato. Cuando Antón preguntó qué pasaba, si no iban a llegar nunca, le dijeron que todos los caminos a las ciudades estaban bloqueados: no hallaban por dónde salir. Iba a tener que huir hacia los cerros.
Antón le tocó la frente al César: estaba helado. Asustado, prendió la lucecitas del techo. La cara de César parecía una máscara de cera. Lo bajaron en un pequeño descampado entre los cerros. Antón empezó a cavar.
Mas a poco de empezar no podía manejar las manos; la vista se le nublaba. Vaciló. Se le acercó un compañero y le dijo: -descansá Antón. Cavo yo. Se apoyó contra un árbol.
Amanecía. El llanto lo sacudió en estertores, como una horrible carcajada.

Ciclo de Antón Tapia, Julio Carreras. Versión digital: http://www.elortiba.org/zip/jc_ciclo.zip

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