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  • Mi padre

    julio, carrerasI

    El 23 de julio de 1960, como a las nueve de la mañana, un hombre joven y elegante entró a la Catedral de Santiago. Quitándose el sombrero gris -al tono con su traje y la corbata negra- caminó hasta el lugar del Santísimo. Allí se arrodilló: era el día de su cumpleaños. Quería dar gracias a Dios. Pasados unos minutos, alguien venido hasta él lo increpó:
    -¡¿Cómo se atreve?!...-dijo el sacerdote, macilento, canoso: -¡Su presencia ofende la dignidad del templo!...
    El joven no era alguien precisamente pusilánime. Por menos de eso hubiera reaccionado con filosa mordacidad. Esta vez sólo atinó a mirar al hombre de sotana que, con acento español, admonizaba:
    -¡Retírese! - La orden chasqueó en el silencio de la majestuosa Catedral. - ¡Usted no es digno de pisar este lugar!... ¡Y no regrese... jamás!... .
    Apesadumbrado, con el sombrero entre las manos, sobre el pecho, aquel joven de rasgos aristocráticos anduvo cabizbajo el gran pasillo que separaba al Santísimo de la Catedral con su entrada. Y se fue.

    En la tarde del 6 de febrero de 2007, el cuerpo de un anciano levísimo yacía dentro de su féretro abierto, ante el altar principal de la capilla del Santo Cristo. Los fieles pasaban junto a él como un río de personas. Aquella inmensa barriada donde habían transcurrido los últimos cuarenta años de su vida... lo tenía por santo.
    Durante toda la noche esa procesión de vecinos continuó. Personas que apenas habían cruzado con él algunas pocas palabras, lloraban, tocando sus manos grandes y blancas, ahora inertes, cruzadas sobre la cintura.
    Como a las nueve de la mañana del día siguiente el párroco ya había efectuado su responso. Sólo faltaba retirar el féretro, para trasladarlo hacia el cementerio. El acto fue interrumpido por la llegada de otro sacerdote, joven, que pidió celebrar otro responso. Quería tener ese privilegio de despedir al hombre santo, según manifestó. Por cierto, nadie se resistió. Una multitud llenaba la gran extensión del templo. Al fin, luego del nuevo responso, la caravana se dirigió, larguísima, hacia el sitio donde depositarían el cuerpo. Tarchini, un empresario de colectivos, había puesto a disposición de la familia dos de aquellos grandes vehículos con sus chofefes: para que las personas sin auto del barrio pudieran acompañar aquel entierro.

    El hombre que fuese echado del Templo Mayor en su juventud por ser considerado hereje, a su muerte era acogido por la Iglesia Católica, en una de sus capillas más grandes, para velarlo "con olor de santidad". ¿Qué había sucedido en el transcurso de esos cuarenta y siete años, para que la opinión de la comunidad eclesial cambiara, tan radicalmente, respecto de un mismo individuo?
    No lo sé exactamente. Para intentar develar aunque más no sea en parte el periodo de la existencia de este ser extraordinario que pude percibir, es que empiezo a escribir las siguientes anotaciones.

    II

    Agustín cuenta que cierta vez halló a su hermano "con la mirada perdida, como en trance". Tendrían por entonces, ambos, entre dieciséis y dieciocho años. "Estaba arrodillado sobre la paja del granero", dice. "En medio de sobras de choclos que les tirábamos a los chanchos".
    -Qué te pasa -cuenta que le preguntó. "Por un largo rato no me contestó" sigue. "Después me miró, con los ojos llenos de lágrimas..."
    -Hermano... -articuló con lentitud Julio-: ...yo he nacido para ser santo...
    Agustín lo midió, sardónico. Y contestó:
    -Sí: santo culiador, vas a ser vos...

    A los dieciocho años, Julio terminó sus estudios de Magisterio con las notas más altas. El hijo de un hombre influyente -por entonces diputado-, quedó debajo de él apenas por un punto. Arbitrariamente, el director del Colegio del Centenario, donde ambos cursaban, decidió entregar al hijo del diputado la medalla de oro, que tradicionalmente agasajaba al mejor promedio. Un profesor comunicó a Julio que debido a ello iba a recibir la medalla de plata.
    El director del Colegio conocería al día siguiente a Brigido Carreras. Un hombre alto, de elegante traje, con ojos color jade y tan duros como este mineral. Luego de una breve discusión, el padre del alumno desplazado extrajo un pequeño facón doble filo de su cintura. Con movimiento casi imperceptible por su velocidad cortó la corbata del docente, justo debajo del nudo.
    -Si mi hijo no recibe la medalla de oro, le garanto que esto mismo le va a pasar a su garganta- aseguró con voz metálica y grave Brígido Carreras.
    No fue necesario conversar más. Pocos días después, el joven con mejor promedio iba a ser aplaudido por unos mil alumnos de ambos sexos al recibir, de manos del director, la medalla de oro para el mejor promedio en aquella promoción.

    III

    "La primera noche que pasé en Buenos Aires, no pude dormir", narró Julio a su hijo. "Por las chinches que tenía el colchón... y el olor a pata..." Con escasísimo dinero, se había visto obligado a ingresar a un tugurio donde se hacinaban varias personas sobre camastros alineados uno al lado del otro, casi tocándose. "Me fui a caminar... amanecí caminando", contaba.
    En algún momento consiguió trabajo en el estudio jurídico de Ricardo Rojas. No sabemos si fue bien o mal valorado. Lo cierto es que dos años después, a los veinte, Julio estaba de regreso. Jamás volvería a aventurarse en alguna de aquellas grandes ciudades, donde los humanos parecen sumergirse, a cada minuto, bajo una gigantesca gelatina gris. Necesitaba la sobreactuada dramaturgia social de la pequeña franja de notables que, por entonces, protagonizaba los asuntos esenciales de nuestro orden provinciano.

    Santiago era por entonces: la Catedral, la plaza Libertad, el Parque Aguirre y las dos estaciones de tren -Belgrano y Mitre. El exterior no existía: una emisora, LV11 "Radio del Norte" con el noventa y nueve por ciento de sus programas locales y sólo unas pocas conexiones nacionales cada tanto. Dos diarios, uno peronista y el otro radical. La información externa que publicaban constituía, para los pobladores, apenas un entretenimiento de similar relevancia a las historietas. Sí era importante el discurso del gobernador durante un día patrio, o las andanzas de dos diputados que se habían batido en duelo con espadas. También las Fiestas de Gala, como la que se efectuaba anualmente en el Parque de Grandes Espectáculos, para elegir la Reina de la Primavera. En una de esas galas fue que mi padre se conoció con mi mamá. Él era quien había obtenido el Primer Premio en el concurso para homenajear a la Reina. Ella era quien fuera elegida, entre las candidatas de los colegios secundarios, la más bella.

    Interna en un colegio religioso -el de las Hermanas de Belén-, mi madre debió fraguar la invitación de cierta amiga para poder casarse. Un sábado por la tarde, Marta Daúd-una de sus compañeras- aseguró a la Hermana Superiora que Dina Elizabeth Revainera iría a tomar el té en su casa. Fueron, efectivamente, a ese domicilio de la calle Belgrano, casi Pellegrini. Donde esperaba el poeta. En aquél tiempo, había un cura que casaba a los fugitivos, en la parroquia de El Zanjón, paraje bastante distanciado de la ciudad. Su filosofía era impedir que los jóvenes se amancebaran sin recibir el sacramento. Allí viajaron, en mateo * y esa misma noche iniciaron lo que iba a ser un breve período de convivencia matrimonial. Ella tenía dieciséis años. Mi padre estaba a punto de cumplir los veintiuno.

    * Mateo, o "coche de plaza": vehículo tirado generalmente por dos caballos y guiado por un conductor, que se usaba como taxi hasta principios de los años sesenta en Santiago del Estero.

    IV

    A mediados de abril de 1962 la CGT decretó un paro general. Se repudiaba la decisión de anular las elecciones, donde había triunfado el candidato peronista. También los atrasos salariales, que afectaban a toda la administración pública.
    Julio Carreras fue a su oficina esa mañana, para disuadir a los empleados que concurrían a trabajar. Se paró en la puerta del sótano, un sitio clave, ya que desde allí se controlaba el ascensor y el ingreso a la escalera hacia los cinco pisos del edificio. En aquel edificio funcionaban por entonces las administraciones de Salud Pública y el Consejo de Educación.
    En el sótano, la repartición que hacía un par de años se creara por iniciativa de mi padre: la Dirección de Cine y Radio Educativo. El lugar elegido para fogonear la huelga constituía, además, un sitio relativamente protegido para el activista: era su director. Modesta oficina estatal, contaba además de mi padre con un único empleado: el señor César Suárez, quien fungía como chofer, mecánico y único operador de la proyectora de cine, donada por la embajada de Alemania, con la cual se exhibían películas en escuelitas del campo.
    De repente, por el pasillo desierto, apareció el ministro de Salud Pública, un doctor de apellido Díaz. Se dirigió a mi padre sin saludarlo:
    -¡¿Y usted?! ¡¿Qué hace aquí?!
    -Lo mismo podría preguntarle a usted -contestó el huelguista sin inmutarse.
    -¡Retírese inmediatamente! ¡Se lo ordeno!
    -No lo haré, señor ministro -contestó Carreras. -Mejor continúe con su camino. Yo estoy en mi oficina, soy el director.
    Como mi padre tenía un puesto también en Salud Pública, al parecer el ministro se sintió autorizado para presionarlo. No insistió en su propósito, sin embargo. Con aire de fastidiado, siguió hacia sus oficinas, subiendo por las escaleras. Y mi padre se quedó allí, un rato más, induciendo a volverse a los pocos empleados que, sin oír la convocatoria cegetista, concurrían a trabajar.

    Desde 1955 vivíamos con mi abuela. Al irse nuestra madre, ella había venido para "cuidarnos" -a mi hermanito Gustavo, de 3 y a mí, de 5 años. Entonces comienza un periodo -hasta 1968, aproximadamente- en el cual mi padre alcanza su máximo brillo mundano. Como intelectual, como hombre de acción... y como galán...
    1955 es un año oscuro. Además del alejamiento de nuestra madre, mi padre y mis dos tíos -Agustín y Mariano- perderían sus trabajos como docentes. El golpe militar de septiembre se propone barrer para siempre con"la enfermedad social del peronismo". Para ello lanza una persecución sistemática en todo el país.
    Spaini, empresario peronista, toma a mi padre como administrativo en su negocio y consigue hacer designar a mi tío Agustín como gerente de la Cámara de Comercio e Industria de Santiago del Estero. Mi tio Mariano también logra un nuevo puesto, como docente, en un pueblito pequeñísimo llamado Mistol Pozo. Así, el Año Nuevo de 1956 encontraría ya a nuestra familia emergiendo de la catástrofe. Mi abuelo había logrado jubilarse con el grado de Comisario de Policía. A los 60 años, era un hombre muy agraciado, de talante enérgico, y saludable.
    Julio exhibía virtudes muy evidentes. No sólo escribía bien: también hablaba bien, con una voz melodiosa y manejo actoral de su voz. Además, era físicamente atractivo. Nadie notaba su pequeña estatura, encandilaba la belleza de su rostro, la armonía de los miembros que componían su cuerpo, la aristocracia de sus movimientos, su elegancia al vestir, el refinamiento de sus palabras, la profunda lucidez en las frases que pronunciaba. Pronto ingresaría a la radio como libretista. E inmediatamente la dirección ampliaría su trabajo otorgándole programas especiales. Su voz se hizo famosa: cada noche miles de personas esperaban una audición que se emitía entre las 21:00 y 22:00: "La Hora de las Madres". Allí, mi papá narraba cada vez una historia, inventada por él, donde la protagonista -heroica, sublime, refinada, proletaria, campesina, siempre renovándose en su origen social y caracteres- era una madre.

    Una tarde, Agustín fumaba en la vereda de nuestra casita arbolada. Entonces apareció mi padre, de traje marrón, sombrero negro, caminando parsimoniosamente desde la esquina. Por alguna razón había venido de su trabajo y volvería a salir, en unos minutos, para ir al programa de radio. Cuando emergió nuevamente, Agustín todavía fumaba. Le ofreció un cigarrillo.
    -No. -dijo mi papá. -Sabes que no fumo.
    -Agarrá, carajo... te va a gustar... probá uno...
    Entonces mi padre tomó un cigarrillo y permitió que Agustín se lo encendiera, acercando un fósforo.
    Yo estaba atónito. Tenía cinco años y nunca había visto fumar a mi papá. En cada reunión familiar, en cada fiesta social donde habíamos participado, en cada sitio público donde lo habían convidado, él había dicho siempre "no". En nuestra casa, hablando con mis abuelos, alguna vez lo escuchamos decir que no le interesaba en absoluto fumar. ¡Y ahora había aceptado!... Una especie de angustia me anegó desde dentro: ¡mi padre estaba a punto de contradecirse!... Desolado, lo vi alejarse contra los cipreses oscurecidos por la oración, su pitillo encendido se me ocurría una siniestra luciérnaga, opacando o intensificando su ardiente luz a cada succión. ¡Tan doloroso me resultó el que mi padre no hubiese cumplido con una norma que, dado su carácter de individuo paradigmático, yo consideraba inalterable! Comoquiera que sea, debe de haber sido el único cigarrillo que probó en su vida. Jamás, luego de aquella tarde, volví a verlo con uno en la mano, en los siguientes cincuenta años que continuó su existencia física.
    Entré corriendo a buscar a mi hermanito y le dije, asombrado:
    ¡Gustavo!... ¡Papá... fuma!...
    ¡Tan sagrada era para mí la Palabra de mi padre, que no podía dar crédito a mis propios ojos, si lo veían desdecir una afirmación anterior!

    IV

    Debido al acuerdo entre Perón y Frondizi, Eduardo Miguel, candidato local, ganó abrumadoramente las elecciones en febrero de 1958, convirtiéndose en gobernador. Sobre un trasfondo político cada vez más favorable, mi padre presentó a ese gobierno un proyecto: la creación del Cine Móvil. Luego de algunas demoras burocráticas, la idea fue finalmente aprobada, creando, hacia 1959, la Dirección de Cine y Radio Educativos.
    Por alguna razón que no conozco, Julio Carreras mantenía excelentes relaciones con la Embajada de Alemania en Argentina. De ellos consiguió en donación un proyector de cine, magnífico, nuevo, casi tan grande como el que usaban los cines comerciales. También una pantalla gigantesca, igualmente, como las de los cines profesionales. El decreto que habilitaba la Dirección de Cine y Radio le otorgó -además de su designación como Director-, una camioneta "Estanciera", poderoso vehículo de fabricación nacional, el sótano de un edificio gubernamental de cinco pisos, en la calle Entre Ríos y la designación de un empleado.
    César Suárez era un hombre de gran tamaño, diestro en todas las tareas físicas necesarias para concretar los objetivos del centro. Manejaba el vehículo -y sabía cómo repararlo, si era preciso-, operaba y conocía el funcionamiento interno del proyector, era capaz de montar la gigantesca pantalla, sobre un complicado andamiaje de hierros huecos que se engarzaban, para posibilitar cada proyección de cine.
    Durante una década, estos dos hombres llevarían con ese instrumental un cine de muy buen nivel artístico a pueblitos completamente aislados -y pobrísimos- del interior. Casi en ninguno de esos lugares, jamás sus pobladores habían visto una película, pese a que algunos de ellos eran ancianos ya.

    Como en la teoría de los Espíritus Absolutos de Hegel, un clima de fértil creatividad parecía haberse posado a principios de los '60 en Santiago. Mi padre no era muy afecto a organizar fiestas. De las pocas oportunidades que sus amigos venían a reunirse en nuestra casa, los recuerdo como personas talentosas y singulares. Juan Gaona -uno de ellos- farmacético, para diversión de todos, solía hipnotizar a quien quisiera prestarse al juego. Recuerdo una tarde en que hizo caminar en cuatro patas y ladrar como un perrito a un señor de apellido Alamino...
    El gran actor Lautaro Murúa y el escritor Augusto Roa Bastos estuvieron en Santiago cuando se filmó la película Shunko. En algún momento, participaron en un asado, en casa, hecho por mi abuelo. Yo tenía diez años entonces; de los que estuvieron aquél domingo, estos son los nombres que recuerdo: Alfredo Gogna, Francisco René Santucho, Clementina Rosa Quenel, Alberto Alba, Juan Carlos Martínez, Alberto Soli, Fanny Olivera, Justo José Rojas... había más personas, mujeres, algunas muy bellas. Sus nombres, o bien no los conocía, o bien no permanecieron en mi mente. Los mencionados, además, frecuentaban casi cotidianamente a mi padre: debido a ello me resultaban familiares.

    Por entonces, luego de algún devaneo con una y otra poetisa, mi papá comenzó un noviazgo formal con una mujer casada. Ella se había separado hacía muy poco tiempo de su esposo, un afamado pintor y arquitecto. Mi padre la ayudó a ganar el juicio contra su marido y quedarse con una gran casa, de tres plantas. La cual, por un período de algunos años, también nosotros usaríamos, prácticamente como si fuera nuestra. Particularmente mi padre, quien desde principios de los sesenta comenzó a quedarse a dormir allí por las noches, de manera habitual. En el caserón habitaba la ex esposa del pintor -una mujer alta y rubia-, con sus dos hijos, varon y mujer, más o menos de nuestra misma edad, ambos también rubiecitos.
    Mi abuela veía todo esto casi como una tragedia. No sustentó la más mínima simpatía por la mujer. Y menos por el modo como se había concretado la relación sentimental de su hijo con ella. Jamás aceptó las numerosas invitaciones que se le hacían para almorzar o cenar. No conoció el sitio donde su hijo perpetraba lo que ella tenía como algo pecaminoso. Nuestra abuela Corina nos dijo, cierta vez, con acento grave, que ese noviazgo de mi padre era una relación contraria a la Voluntad Divina. Había sido lograda a través de un pacto con el diablo, efectuado por un brujo, que vivía muy cerca de nuestra casa, yendo hacia la Escuela Normal. Se llamaba Orlando, una sola vez entré a su rancho, enviado por mi padre, para entregarle un sobre. A las cinco de la tarde, el antro que habitaba, rodeado de espesos árboles, parecía envolverse con un microclima de tinieblas. El hombre, sin camisa, el pelo mojado, revuelto, me asustó: le extendí el sobre, procurando que al tomarlo no rozara mi piel y apenas lo hubo hecho huí.

    V

    Cruzando la plaza Juan Figueroa del barrio Autonomía, en el 2003, me abordó una señora como de sesenta años, delgada, rubia, elegante. "Disculpe, ¿usted es hijo de Julio Carreras?", preguntó.
    -Así es, contesté...
    -Ah... era tan buen mozo... y vestía tan bien... era como un príncipe... -comenzó. Como íbamos en la misma dirección, crucé la plaza escuchándola.
    -Con mi hermana, poníamos la alarma del reloj todas las tardes, a las seis menos cuarto, porque él pasaba como a las seis... Y salíamos a esperar su paso, para mirarlo...
    Confesiones como estas fueron frecuentes a lo largo de mi vida. No sólo mujeres: también hombres elogiaban la prestancia e inteligencia restallante de mi padre.
    Tito Lobo, hermano del vicegobernador, una vez me dijo:
    -Julito... vos sos inteligente... pero tu papá era luminoso, brillante...

    Supongo que se levantaría cada mañana como a las 6:30. Pues a eso de las siete, escuchábamos su voz. Recitaba poesías, mientras se afeitaba. Nuestra casa tenía tres habitaciones, dispuestas alrededor de una cocina, un comedor y un baño. En la primera, que daba a la calle, dormía mi papá. Luego había un pequeño hall, el baño y la habitación más interior, la que daba al patio, era ocupada por nosotros: yo y mi hermano. La restante era ocupada por nuestra abuela, Corina Coria.
    Julio Carreras trabajaba mañana, tarde y noche. Salía antes de que nosotros fuéramos a la escuela. Regresaba a las doce del mediodía, salía nuevamente a las tres de la tarde, para regresar recién hacia las once o doce de la noche. A esa hora, normalmente nosotros ya estábamos dormidos. Únicamente su madre lo esperaba.
    A veces solíamos escuchar sus conversaciones, entre sueños. Entraba en nuestra habitación, nos acariciaba levemente la cabeza...
    -Mamá... este chiquito tiene fiebre...-escuchaba yo, su susurro... -¡su cabecita transpira!...
    -No hai ser, m' hijo. Es el calor nomás... io lo hi tapao bien, porque andaba resfriado, hai ser por eso que transpira... le hei dao té de limón, antes de acostarlo: con eso se hai de limpiar...
    Jamás encendía las luces para no despertarnos con brusquedad. Cuando nos dormíamos, en horario de levantarnos para desayunar, sentíamos una cosquilla suave, en la frente... eran sus manos, que con tranquilidad acariciaban nuestras frentes...
    -Goletash... Pecholas... hora de levantarse para ir a la escuela...-murmuraba, suavemente.
    Nuestra abuela Jita nos había preparado ya la mesa con chipaco, tortilla, moroncitos y los tazones donde tomaríamos el café con leche en invierno o matecocido en verano, luego de higienizarnos y ya con los guardapolvos puestos.
    Cantaba a veces, con voz melodiosa. Podía alcanzar un registro de tenor si se lo proponía. No desentonaba en absoluto. Sin embargo, se negaba a cantar en público. Pocas veces -quizá dos o tres- lo escuché conceder algún bolero, ante la insistencia de sus hermanos, en las fiestas familiares. Había tocado -o intentado tocar- el violín, antes de que naciera yo. A los dos años y medio, estrellé contra el brazo metálico de una cama su instrumento, arruinándolo. Nunca volvió a adquirir otro. Por eso no sé si lo tocaba mal o bien.

    La capital de Santiago constituyó un ámbito humano culturalmente cerrado, casi hasta finales de los años setenta. Nítidamente ordenada por clases sociales, también establecía lugares y espacios "adecuados" para cada una de ellas. Así, el centro era habitado únicamente por familias de clases más altas. Una leve excepción a ello era la franja residencial, constituida por un ancho corredor que abarcaba la avenida Belgrano, hacia el Sur, aproximadamente hasta la placita Belgrano, la Independencia, y la calle 24 de septiembre -paralela a las anteriores- hasta el barrio Belgrano. Visto desde un avión, entonces, este trazamiento urbano podía ser comparado a un gran ojo de cerradura, con su cabeza hacia el Norte y la franja más angosta apuntando hacia el Sur.
    Todo el resto de la ciudad -y sus barrios- eran considerados espacios para "las clases trabajadoras" (manera educada de mencionar a quienes, en lo íntimo, las clases altas denominaban "negros", "chinos" o "arañas").
    Con tal ordenamiento, los habitantes de los barrios únicamente podían ingresar al centro como sirvientas o empleados en diversos rubros. Cada mañana, centenares de varones y mujeres de origen modesto, acicalados, se dirigían a sus puestos, en casas de comercios, bares, estudios jurídicos, oficinas del Estado, etcétera. Para salir al mediodía y volver a sus tareas por las tardes, más o menos hasta las nueve de la noche. Tales personas únicamente podían participar en las fiestas de las clases altas si eran invitados -excepcionalmente- o para cumplir alguna función servil. Por entonces las fiestas más brillantes solían celebrarse en el centro: sea en casonas familiares, sea en los espacios sociales destinados a ello. Es decir: Jockey Club, confiterías Ideal, El Molino, Sociedad Española e Italiana, Sociedad Sirio Libanesa, Lawn Tennis y Club Bancario. En los sesenta se iba a agregar Trevi, confitería de Ángel Prieto. Casi al filo de los sesenta hicieron su irrupción lo que aquí se llamaron "wishquerías": Help, Vértigo, La Jaula, Safari. Equipadas con alta tecnología sonora y lumínica, decoradas lujosamente.
    Las clases modestas, en cambio, tenían sus espacios de diversión en clubes de fútbol o de básquet. Que los sábados por las noches se transformaban en pistas de baile. Sobre un escenario -algunos clubes lo tenían permanentemente montado, otros lo habían construido, especialmente incluso, con ladrillos y cemento- actuaban cada fin de semana conjuntos populares. Algunos de ellos fueron, entre los '50 y los '70, Carlinhos y su pequeña bandita, El Morocho Martín, Los Demonios del Ritmo con Leo Dan, los Rockland's con Johny Dellara, Yayi y los Sudamericanos, los Diamantes Imperiales.
    Un ámbito intermedio era el Parque de Grandes Espectáculos. Gigantesco espacio amurallado, con dos grandes pistas de baile y dos grandes escenarios, rodeadas de sólidas estructuras y diseño modernista. Funcionaba en el Parque Aguirre, bucólico ámbito donde en las noches de verano se respiraba un frescor paradisíaco proveniente del río, entre jardines y procelosos árboles, flores, perfumes dulzones o leves, de las innumerables plantitas, que ornaban decenas de canteros primorosamente diseminados en todo aquel inmenso espacio abarcando como diez cuadras.
    En el Santiago de entonces no se hablaba de Rita Hayworth o de Clark Gable. Los personajes más importantes eran siempre locales: Bernardo Canal Feijóo, los Hermanos Wagner, Olimpia Righetti, Carlos Sánchez Gramajo, José F. L. Castiglione, Luis Ledesma Medina, Carlos Christensen, Mario Navarro, Irma Reynolds, Julio Carreras... En fin, varias otras y otros más que, en conjunto, representaban los dramas centrales, cada día, en este gran teatro abierto que por entonces se conocía como "Santiago".

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    -Prendé la radio muchacho... a ver si lo nombran a Julio Carreras -nos decía nuestra abuela.

    Entre 1955 y 1958, su nombre sonaba continuamente. Libretista de la mayor parte de los programas que se emitían, era mencionado en las propagandas. Todas las noches, a las 21, se emitía en vivo su audición "La Hora de las Madres". Con lenguaje sensiblero -conscientemente influido por Vargas Vila- y melodiosa voz actoral, suscitaba llantos en las mujeres y hasta en algunos hombres, narrando historias de madres arquetípicas. Todas inventadas por él, supongo. Aunque quizás sus lecturas de Victor Hugo, los románticos alemanes y franceses, las novelas de Dostoievsky, Tolstoi, Gorki, le hayan servido como inspiración para algunos personajes.

    Hasta los domingos trabajaba, en nuestra casa, escribiendo guiones. Lo recuerdo una tarde en que regresé luego de haberme escapado para que no me castigase después de haberlo despertado durante su siesta. Desordenado el pelo negrísimo y fino, con ondas muy grandes como las de un mar. En piyama y pantuflas. Sobre la mesa del comedor, su máquina de escribir, resonando como una ametralladora. Yo había escapado refugiándome en la casa de Pelusa Curi, quien era mi amiguito. Cuando calculé que le había pasado el enojo, volví. Por las dudas, no quise ingresar al comedor. Mi padre ni siquiera se había dado vuelta. "¿Qué haces ahí?... Pasá..." Me dijo. Comprendí que ya no iba siquiera a tomarme en cuenta. Estaba muy concentrado con su trabajo. 

    El peronismo pasaba por una época de persecuciones; los más audaces organizaban grupos violentos y perpetraban atentados. La dictadura militar había pasado a retiro a decenas de oficiales, varios incluso con cicatrices de heridas, obtenidas en combates donde habían defendido el gobierno constitucional de Perón. Algunos de ellos -Montiel, Phillipeux- mantenían contactos frecuentes con los tres hermanos Carreras. Mi tío Mariano era miembro activo en la dirigencia sindical docente, desde donde una y otra vez se resistían las medidas económicas de la dictadura. Un mediodía vi el gran revólver que tío Agustín tenía sobre su escritorio y ese símbolo quedó grabado en mi imaginario de siete años de edad, para siempre.

    Pese a todo aquello, el director de la radio -un porteño, creo que se llamaba Bergara Bay-, comprendió el valor laboral de mi padre, y lo mantuvo en su cargo, ascendiéndolo más tarde a Director Artístico. Julio era un hombre capaz de escribir libretos para cinco o seis audiciones radiales en poquísimo tiempo. Estaba dotado de una voz masculina y dúctil, que sabía modular con dicción perfecta, para transmitir, prácticamente, las emociones que él quisiera, a través de recursos teatrales que, seguramente, debía de haber estudiado. 

    Por entonces la radio era una empresa mixta: un porcentaje del capital de una empresa privada, a la sazón propietaria también de El Liberal. Otro, de la estatal Radio Belgrano, de Buenos Aires. El grupo empresario local era fervientemente antiperonista -habían sufrido hasta prohibiciones editoriales durante el derrocado gobierno-. El porteño, otro tanto, ya que dependía de la dictadura militar. Pese a ello, los directivos de LV11 consideraron que valía la pena contar con la inteligencia, la voz y la eficacia práctica de Julio Carreras. Solo, hacía el trabajo de tres o cuatro personas. Era capaz, asimismo, de organizar perfectos espectáculos públicos, musicales, dramáticos -o de cualquier otro tipo, en el Salón Teatro Auditorium de la radio, que por entonces funcionaba como uno de los principales centros culturales de la provincia. 

    Entre aquellos espectáculos singulares, tres quedaron grabados en mi memoria de niño como películas indelebles: la extensa actuación de Atahualpa Yupanqui y un numeroso grupo de músicos que lo acompañaron. La mágica representación -semejante a la del hoy Teatro Negro de Praga, sólo que con títeres- de "Los Piccoli de Torino". Y la muestra de pinturas al óleo, hechas con los dedos, frente al público y sobre platos de porcelana, por el también italiano Pietro Antonuccio. 

    Mi padre casi no necesitaba peinarse pues su cabello formaba naturalmente ondas que por sí mismas se organizaban. Cuando escribía a máquina sus textos, parecían desbaratarse un poco, acentuando el magnetismo que irradiaba su figura durante el proceso de creación. Para nosotros era habitual verlo escribiendo, mañana, tarde y noche. Y si por alguna razón íbamos a buscarlo al trabajo, lo encontrábamos escribiendo. Cuando leía -los fines de semana-, tomaba apuntes frondosos, llenando cuadernos enteros con una letra de molde singularmente barroca. Se le terminaban los cuadernos y comenzaba a usar los márgenes. Así, teníamos pilas de cuadernos en la biblioteca y sobre su escritorio, con dos o tres tipos de letras: una más o menos grande, la segunda pequeña -en los márgenes- y otra más pequeña aún, apenas entendible para ojos entrenados, con sus sobre apuntes y reflexiones postreras acerca de los libros que leía. Y qué leía... todo. El Estudio de la Historia, de Arnold J. Toynbee y las Obras Completas de Ortega y Gasset se contaban entre sus preferidas (hasta los últimos días de su vida, cuarenta años después, volvía sobre los libros del filósofo español, a quien admiraba y sobre cuyas ideas seguía tomando apuntes, en sus cuadernos).

    Cuando se creó la Corporación del Río Dulce en Santiago del Estero, lo convocaron a participar. Este fue un ambicioso proyecto de desarrollo para todo el Noroeste Argentino -que entonces comenzó a ser llamado "NOA", por los especialistas. Creo que este periodo fue importante para su vida, por las relaciones que allí estableció. Dos ingenieros -Pierre y Braceras- continuaron luego frecuentándolo, pese a haber desaparecido ya el ambicioso proyecto. Y sus aportes solían ser importantes en aquella especie de Foro Cultural que había ido formándose, de un modo casi espontáneo, alrededor de mi él. 

    Decenas de pinturas y esculturas se ordenaban en ese espacioso ámbito aquella tarde. Una larguísima galería, cubierta hacia arriba por semisombra, cuatro grandes salones, un patio trasero amplio y arbolado. La antigua residencia era ocupada ahora por la Dirección de Servicios Técnicos Educacionales y el Centro de Documentación Informativa. Solamente los dos salones de este último habían sido excluidos de la muestra y permanecían cerrados. El público desbordaba el espacio disponible, algunos habían tenido que quedarse en la vereda. Supongo que debe haber sido a mediados, tal vez junio o julio de 1962, pues los invitados iban vestidos con trajes gruesos, los hombres, y las mujeres cubriéndose con tapados.

    Para inaugurar la Gran Muestra de Artistas Plásticos santiagueños habló el profesor Gaspar Baltasar Orieta. En nombre de los artistas, lo hizo el pintor Alfredo Gogna. Gogna -de unos treintaicinco años por entonces-, constituía el más "polémico" de los artistas de entonces. No sólo debido a sus cuadros -magníficos, rozando la abstracción en la línea de Picasso-, también por sus ideas: era comunista. En su misma línea -no tanto por sus afinidades plásticas o políticas sino por su personalidad transgresora- se inscribía otro, por entonces muy joven: "Pocho" Scarone Moyano. Agudamente cuestionado, desde los grupos tradicionales, se constituyó aquel nuevo escenario artístico santiagueño como nuestro "Salon des refusés" *. Varios de lo que allí exponían eran habitualmente rechazados u obstaculizados para usar los espacios públicos, por quienes constituían entonces "la Academia". Schettini, Martín López o el mismo Scarone, creaban incomodidad y no solían ser incluidos en las exposiciones oficiales. También Gogna.

    Entre los expositores que recuerdo estaban Lea Vignale, Juan Carlos García, Incarnatto, Marinoni. Una exposición de arte constituía -en aquel tiempo de pocos entretenimientos- un  hecho muy popular. Así que su inauguración tendría muy amplia repercusión, en toda la sociedad.

    Supongo que el espacio abierto en la Dirección de Servicios Técnicos Educacionales para esos artistas alternativos, fue una de las acciones que le granjearía más rencores entre los miembros del "establishment". Aparte de aquél sentimiento de pertenencia que induce a todas las sociedades la imposición de "áreas", celosamente custodiadas por quienes creen ser sus legítimos poseedores. Las grandes exposiciones en las oficinas que dirigía mi padre -se hicieron casi de un modo habitual y permanecían abiertas al público todos los días-, continuaron prácticamente hasta fines de aquella década, unos siete u ocho años después.

    Decenas de personas entraban allí cada día, atraídos por las grandes pinturas y esculturas, que se veían desde fuera. Habitualmente, los alumnos de la Escuela Normal que "se hacían la cuca", salían antes, o tenían horas libres, tomaban la exposición como un lugar donde pasar el rato. De esa manera tan poco solemne, numerosas personas conocieron obras a las que difícilmente hubiesen accedido en el Museo de Bellas Artes, por entonces ubicado en la planta alta de un antiguo y oscuro edificio del centro. 

    * En 1863 el emperador francés Napoleón III autorizó que se abriera un llamado Salón de los rechazados (Salon des refusés) en que pudieran exponerse las obras que el jurado académico había rechazado de la exposición oficial. En este Salón se dio a conocer el famoso Almuerzo sobre la hierba de Édouard Manet y prácticamente fue la primera aparición pública de los Impresionistas, como corriente artística renovadora.   

    Desde cierta universidad privada de Buenos Aires, Julio recibe por correspondencia lecciones, rinde más tarde exámenes finales y alcanza la Licenciatura en Relaciones Humanas. El título era una versión del más frío y utilitario "Relaciones Públicas" -acorde con esos tiempos en que campeaba el "capitalismo de bienestar". Se entusiasma con la idea de cambiar al mundo cambiando las conciencias. Y emprende una exitosa campaña de conferencias públicas, donde comparte un corpus ideológico adoptado, mayormente, de las concepciones de Dale Carnegie y Erich Fromm. 

    A nuestra casa -en 24 de septiembre 1377-, llegaban a su nombre, regularmente y desde Estados Unidos, grandes sobres, con lecciones de la "Antigua y Mística Orden Rosacruz". Mi padre los guardaba en el único cajón de su escritorio que cerraba con llave. La primera vez que los ví fue hacia el año 1957... no sé si continuó con aquellos estudios, no sé si obtuvo algún título de ellos. 

    Por entonces no manifestaba interés por las ceremonias religiosas católicas -ni por ninguna otra. A Gustavo y a mí no nos inscribió en los grupos de niños que recibían catequesis; por lo tanto, yo no hice la primera comunión. Creo que mi hermano sí, pues por no sé qué conducto, él había comenzado desde muy niño a participar de actividades eclesiales. Yo, en cambio, si iba misa, lo hacía más bien por curiosidad y por el espectáculo que representaban. Por lo general me aburría hacia la mitad y me iba. O salía y entraba, rondando la capilla de La Inmaculada. Nada de esto era inducción de mi padre. Es posible que él ni lo supiera. 

    ¡Pasaba muchísimo tiempo fuera de casa!... Tal circunstancia, lo había convertido -para mí al menos, creo que para mi hermano un poco menos- en alguien distante y un poco temido.

    Mi padre raramente apelaba a castigos físicos. Cuando se enojaba, se quitaba el cinto y nos llamaba para darnos unos azotes, no demasiado fuertes. No sé si a mí habrá logrado aplicármelos alguna vez. Gustavo obedecía y se entregaba como un corderito a ellos. Yo huía. Desde los cuatro años había aprendido a correr por sobre las tapias. Apenas percibía los signos amenazadores en mi padre, saltaba por una ventana, hacia el patio, como un gato escalaba la tapia y corría sobre ella poniéndome a salvo. Dejaba pasar tres o cuatro horas antes de regresar -y esto cautelosamente.

    Lo que más temía de él, lo que me paralizaba a veces, quitándome la voluntad de expresión, era su desdén. Cuando nos expresábamos de un modo rústico, con palabras inadecuadas o groseras, la mirada sardónica y alguna palabra precisa solía fulminarnos, psicológicamente.

    Él no usaba jamás las llamadas "malas palabras". Cuando llevado por un arrebato, luego de acciones fallidas o pequeños accidentes, expresaba fastidio, lo hacía con imitaciones fonéticas de los insultos comunes, como "¡Me caigo y me levanto!"... o "La yegua madrina"... 

    No todo eran rosas. Por el contrario, frecuentemente escuchaba conversaciones con mis tíos, de las cuales discerníamos alguna amenaza, potencial o concreta. Debíamos esforzarnos para ello, pues nuestros mayores evitaban tratar asuntos graves en presencia nuestra.

    Mariano, Agustín y Julio conformaban un equipo formidable; absolutamente leales entre sí, solían planear en conjunto estrategias defensivas u ataques, si los consideraban necesarios. Los tres férreamente peronistas -al igual que nuestros abuelos-, se alinearon con cautela pero sin vacilar en lo que luego se llamaría "La Resistencia". Así, podían participar en actividades semiclandestinas, como la preparación de Los Uturuncos, u otras como la manifestaciones sindicales encabezadas por Vandor o José Alonso, aunque no prohibidas, sí combatidas, a veces con saña, por el régimen antiperonista gobernante. 

    Por entonces comenzó a sonar con alguna frecuencia la palabra "traidor", en nuestra casa. "Alma de Gallina", habían bautizado a un personaje que nunca supe cómo se llamaba (y tal vez aunque lo hubiese sabido no lo pondría: no tanto por él sino por sus descendientes). 

    Ya a mediados de los sesenta, un obeso profesor de castellano, enrolado en un ala "negociadora" del peronismo, atacó por medio de solicitadas y notas en El Liberal la actividad que desarrollaba mi padre. Una acusación fuerte era que en la Dirección de Servicios Técnicos Educacionales, mi padre se permitía efectuar reuniones con "destacados comunistas". ¿La presencia de Francisco René Santucho y Alfredo Gogna habría motivado tal acusación? No lo sé. Mi padre evitaba contestar: tenía el concepto de que su acusador era un despreciable mercenario y pigmeo intelectual. Sin caer en la réplica, pese a ello, oportunamente solía publicar uno que otro suelto, en el diario La Hora.

    Un joven correntino, a quien mi padre había acogido con generosidad, por alguna razón se resintió con él y salió junto con el anterior a despotricar usando los mismos argumentos. *

    "Comunista", había sido una palabra infamante en los años '50. Por medio de ella, el senador Mc Carthy provocó dolor, persecuciones, cárceles y hasta ejecuciones en los Estados Unidos. Fogoneada internacionalmente por el inmenso aparato propagandístico del país más poderoso del mundo, se convirtió muy pronto en insulto político, a lo largo y lo ancho del mundo "occidental y cristiano". 

    Si tuviéramos que caracterizar objetivamente a nuestra familia, deberíamos colocarla más bien en los casilleros de la derecha. Durante la Segunda Guerra Mundial mi abuelo había deseado que la ganaran los alemanes; algo de esa tendencia, aunque mitigada, se había transferido a sus hijos más tarde. A mí mismo: uno de los primeros libros que pedí a mi padre, como regalo, fue la voluminosa biografía del mariscal Rommel, con magníficas fotos, que había visto en los anaqueles de Librería Difusión. Tenía ocho años de edad. 

    Eran otros sentimientos los que se manifestaban -ahora lo comprendo- cuando entre otras acusaciones se intentaba colgar a mi padre el mote de "comunista". De hecho, era más peligroso  para el régimen gobernante que los comunistas (quienes, por otra parte, habían acompañado al antiperonismo, con actos legales e ilegales, en la famosa Unión Democrática). Mi padre no era un comunista. Nunca lo fue, ni siquiera aceptaba el marxismo, salvo alguno que otro concepto de carácter económico. ¿Por qué lo atacaron, tantas veces, desde los poderes?

    Creo que por su inmensa popularidad entre los sectores más humildes de nuestra población. Semejante a los campeones deportivos como Gatica, o a la misma Eva Perón, en nuestra provinciana sociedad era amado por los más modestos habitantes de los barrios. Quienes percibían en él a uno de sus iguales, convertido en una especie de "héroe cultural" indiscutible. Cotidianamente lo veían triunfar ante los cajetillas del centro, infatuados y llenos de títulos, pero incapaces de soportar un debate público de diez minutos con este sensitivo actor. O de estremecer el alma de las masas populares, tan profundamente como lo hacía cada noche él, a través de sus audiciones radiales.

    Debo decir que esto suscitaba en el protagonista, asimismo, una altivez egoica considerable. Desde muy niño recuerdo haber escuchado a mi padre predicar la humildad. Reconozco, sin embargo, que aún de un modo elíptico, solía despreciar, constantemente, a sus ocasionales contendientes, políticos o literarios.  

    * Años después, ya transcurrida la sangrienta dictadura militar del "Proceso", reencontré a este personaje correntino en Santiago. Avejentado y calvo. Me dijo haber estado preso también. Cuando le pregunté por qué, me contó que un cierto "capitán Blanco", con quien compartiera fiestas de alcohol y prostitutas, lo había hecho encarcelar, por un asunto turbio. Al salir, se reintegró a ese submundo de la prostitución, las drogas y el noctambulismo orgiástico. Trabajando como empleado de un conocido empresario de estaciones de servicio, que también poseía prostíbulos aquí. Creo que a principios de los 90 (por supuesto, de noche) fue la última vez que lo vi. No sé si vive aún o ha muerto ya.

    julio,carreras julio argentinaVII

    1999. -¡Pila Herrera y Pajarito Salvatierra la pretendían a tu mamá! - me dice el doctor Moya. Estamos en el living de su casa. El doctor Moya debe rondar ya los ochenta..., pienso. Se ha jubilado, hace unos diez años,  como presidente del Superior Tribunal de Justicia. Pero aún viste impecable traje gris, corbata y se expresa con parsimoniosa pompa. Su gran rostro en forma de carozo tiene la majestad sacramental de un búho. "No eran los únicos que la pretendían, por supuesto... solamente los más audaces, pues se animaban  a hacérselo saber...

    -¡Qué hermosa era!-continúa. -¡La reina de nuestra generación!-. Los ojos castaño claro se le humedecen por los recuerdos. -¡Vieras, cuando ella aparecía! ¡Pajarito y Pila se desvivían por llamar su atención, la cortejaban sin cesar, sin desanimarse por ningún desdén!... En cada fiesta, en cada reunión, competían por ella... (Los dos eran altos, elegantes,  muy buenmozos... inteligentes...) Hace una pausa, contemplando la película que proyecta su imaginación.

    -Les ganó tu papá... -articula luego, reflexivamente-: Ella lo eligió a tu papá...

     

    Agosto de 1963. -Tu padre era, en el fondo, un rústico... su "nivel intelectual", sólo un barniz con el que engañaba al público...

    Quien dice esto es mi madre. Estamos en una coqueta casita que posee en Thompson y Pedro Goyena. Luego de haberme provisto ropa fina, moderna, quemó mi único traje gris -que tenía para ir a la escuela y salir- en un incinerador de basura.

    -Esa ropa espantosa que traías tenía olor a campesinos... -dice. Ocho años después de haber huído de Santiago, mi madre se ha convertido en una comerciante acomodada. Es dueña de una perfumería, en Villa Devoto. Ha comenzado a adquirir "propiedades horizontales" en barrios de Buenos Aires, incluyendo al centro.

    -En la vida íntima él era vulgar, desagradable... recuerdo la pésima impresión que me llevé al despertarme, luego de dormir juntos por primera vez... él se había levantado ya... y andaba por allí, haciendo de chancletas con unas feas alpargatas... ¡alpargatas, usaba alpargatas!... ¡y con un piyama viejo, en el que las rodillas de los pantalones se habían hinchado como bolsas! ¡Qué mersa era!... ¡Como todos los peronistas! ¡Como tu abuelo nazi!...

     

    Sábado 26 de julio de 1952. Julio llega a Campo Verde hacia el mediodía. Desde la madrugada viene transitando a caballo decenas de kilómetros desde la escuela de Quebrachos, donde es maestro. No ha salido el sol. Hace mucho frío, las manos se le han endurecido. Cada tanto suelta las riendas para masajear sus dedos y recuperar así la circulación.

    Su padre, comisario de Guampacha y su hermano Agustín lo reciben. Los nota apagados. ¿Qué ocurre?, pregunta. Ha muerto Evita, le contestan.

    Por la tarde continúa su camino. Debe hacer unos diez kilómetros más para compartir, hasta el lunes, la escuela rancho donde está su esposa, Dina Elízabeth, con su segundo hijito, de apenas cinco meses. El niño ha nacido un tanto enfermizo y deben efectuar larguísimas travesías en sulky, hasta Santiago, para hacerlo revisar por un médico, cada tanto.

    Aunque no quieren reconocerlo aún el matrimonio de Julio y Dina Elízabeth ya naufraga. El arrebato que la llevó a escaparse con ese poeta joven se ha transformado en dolorosa frustración, para ella. De los ámbitos pulcros frecuentados desde su infancia, abruptamente se ha convertido en "maestra de labores" bajo un techo de barro y ramas, en un paraje inhóspito del campo, donde casi todos sus alumnos van a la escuela descalzos. Tierra, viento, sequedad. Es lo que ha adquirido a cambio de habitaciones amplias, conversación amena con personas distinguidas, ropas a la moda o estimulantes reuniones de sociedad.

    Julio ha encontrado, por su parte, a una mujer temperamental, exigente, liberal, independiente, a poco de convivir. Haber obtenido ese trabajito para ella fue una excusa, en realidad, buscando mitigar la permanente irritabilidad de su muy breve convivencia. Habían dejado a su hijo mayor, Julito, con Agustín -que era soltero y director de una escuela. Donde compartían un gigantesco rancho con Brígido y Corina, sus abuelos. Brígido era por entonces comisario de Guampacha -otro pueblo del departamento Guasayán.

    El caballo se internó por un senderito montuoso. Estaba oscuro ya. Julio sintió de repente una sensación húmeda sobre su mejilla. Venía abstraído en las imágenes de sus pensamientos. Se tocó: una gota fría. El rocío de alguna hoja, pensó. Se tocó el otro lado del rostro: mojado. Recién entonces se dio cuenta que había estado llorando.

     

    1952. La cabecita sudorosa del niño se apoya contra el pecho del hombre joven que atraviesa a caballo el monte bajo el sol. Tiene los ojos hinchados. No hay médicos en Guampacha, de modo que, suponiendo que lo había contagiado una vinchuca, Julio cargó con él para llevarlo a Santiago. Llegan allá cerca del mediodía. Un médico del hospital Mixto le dice que no hay equipos en ese lugar para hacer los análisis y mucho menos tratamientos para el Mal de Chagas. Deberá llevarlo a Tucumán. ¡En Santiago del Estero, la provincia con mayor índice chagásico de todo el país... no hay un lugar donde se cure esta enfermedad endémica! Julio decide salir inmediatamente con su hijo hacia Tucumán. Llegan como a las tres de la tarde. No tiene dinero suficiente para tomar una habitación de hotel, así que deberán esperar hasta las seis de la tarde, hasta que llegue el especialista, al único laboratorio equipado en el Noroeste Argentino. El doctor Canal Feijóo. Para entretener al niño, luego de caminar un rato y tomar refrescos en un bar, Julio lleva a su hijo Julito a pasear en tranvía. En Santiago no hay. El niño recuerda aquellos trances como mágicos tours. La voz melodiosa de su padre, narrando historias de gestas caballerescas y romances. El sol ardiente rutilando el metal de cientos de vehículos que atosigaban las angostas calles de Tucumán. El tranvía como un monstruo cordial tomado de la imaginación de Julio Verne. Una y otra vez deben ir a Tucumán, para cumplir el tratamiento. Una y otra vez Julito paseará en tranvía, con su padre. Hasta la hora en que ese tranquilo médico lo atenderá. Julio piensa en los miles de niños cuyos padres no saben de la existencia de este Centro Médico Estatal o no pueden venir hasta aquí. Niños condenados a la muerte o a la idiotez, por la pobreza humana de esta provincia rica. 

     

    1967. -Yo, cuando tengo que entrevistarme con un tipo que tiene poder... me lo imagino desnudo.

    El que habla es el ingeniero Braceras. Rubio, grandote, bigotazos terminados en punta. 

    -¿Te lo imaginás a Uriondo, desnudo...? Panzón, peludo... entonces se acaba el protocolo. Vos te decís, al final, este tipo es igual o peor que yo... ¿Te lo imaginás a Napoleón, desnudo?... (se ríe)... un pinche, un pequeñín de barriga prominente y pito arrugado...

    Son las siete de la tarde. La conversación viene a cuento porque Julio Carreras acaba de entrevistarse con el ministro de Gobierno. Un coronel de apellido Cáceres. Algunos meses atrás el general Uriondo ha sido puesto como gobernador de Santiago del Estero por la dictadura militar de Juan Carlos Onganía.

    -¿Cómo es que estos tipos han designado ministro de Gobierno a un militar peronista?- se asombra el ingeniero Braceras. 

    Mi padre hace un gesto apenas perceptible, levantando un poquito las cejas y mirando a un costado con sus grandes ojos... el de cuando no tiene respuestas. No es hombre de suponer: cuando cree saberlo, responde; si no, calla.

    -¿Y qué te dijo? -continúa Braceras, un porteño, o santafesino, o cordobés, de parla incesante...

    -Va apoyar mi proyecto. Creo que con esto vamos a conseguir ya la aprobación del Consejo.

    Mi padre ha ido a presentarle un sencillo e ingenioso sistema para editar una revista. Destinada a los educadores, su financiamiento se obtendría por medio de un insignificante descuento sobre los salarios de los maestros. Como devolución, se les daría una revista bimestral, entregando, a cada escuela, tantos ejemplares como docentes hubiera allí.

    -Viejo, te felicito -dice Braceras. -Es una excelente idea.

     

    1971. Una bomba "de regular poder" (El Liberal) había hecho volar en pedazos la puerta y parte del hall en la casa del Dr. Argibay, juez en lo Criminal. Ninguna organización guerrillera se había adjudicado la acción.

    Al día siguiente, como a las seis de la tarde, un hombre corpulento, muy moreno, de bigote fino y traje gris entró sin golpear al despacho de Julio Carreras. Sin saludarlo, el director de Servicios Técnicos Educacionales, señalando la noticia del diario, preguntó:

    -¿Vos has hecho esto?

    Ramón Alberto Zárate, con una leve sonrisa, contestó:

    -Sí...

    -¿Y por qué... crees que con esto me ayudas?...

    -Claro, Julito... que este hijo de puta sepa que tienes amigos de fierro, vos...

    -¿Ves que sos un pelotudo? -se indignó Julio- ¡Cómo te largas a hacer estas barbaridades sin consultarme! ¡Yo no estoy de acuerdo con esto! ¡No me interesa siquiera sugerir que tengo algo para ocultar! ¡Este tipo me está haciendo juicio por una cuestión política, es cierto, pero también es cierto que soy absolutamente inocente de los cargos que me han inventado!... Ahora, con esto, no me ayudas nada, viejo... Por el contrario, me puedes mandar a la cárcel, si llegan a averiguar que sos vos y relacionarlo conmigo...

    Cabizbajo, Zárate refunfuñó:

    -No van a averiguar nada, Julito... trabajé con guantes de goma yo...

    -Te prohíbo terminantemente que hagas este tipo de cosas, ¿me escuchas? -mi padre solía adoptar una voz metálica que infundía un vago temor al proferir órdenes. -Escuchame bien... si vuelves a hacer algo parecido -aquí la voz de mi padre se volvió susurrante-: yo mismo, ¿me escuchas?, yo mismo te voy a hacer meter en cana.

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    Nota: dada la extensión que fue adquiriendo esta biografía, continué desarrollándola hasta constituir un libro. El texto completo puede obtenerse en Amazon