El hombre que sufre casi seguramente ejercerá algún tipo de violencia. Si a lo largo de su existencia conoce la felicidad de ser importante para alguien, esa violencia puede diluirse. O desaparecer.
Mi abuelo, sus hermanos, sus primos y sus hijos -mi padre, mis tíos-, fueron acusados de donjuanismo. Y vivían su debilidad ante los encantos femeninos como una carga culposa. Todos ellos habían sufrido mucho en sus respectivas infancias. Así como en gran parte de sus vidas. Todos ellos eran atractivos. Ni siquiera necesitaban disponer de algún poder económico o social para obtener afecto de alguna bella compañera. Seguramente eso los salvó de ser torturadores o asesinos. Pues todos, también, tenían caracteres tan fuertes, como pocas veces he visto en otros hombres que conocí.
Hubo quienes los acusaban de "infieles", precipitándolos en esa permanente bruma angustiosa, que visiblemente los envolvía. Generalmente sus esposas. Apoyadas por sacerdotes católicos.
Todos mis ascendientes eran católicos. Mi padre lo era tanto, que vivió, prácticamente, para recuperar, casi en la ancianidad, su derecho a la comunión. Que le fuera suprimido a los veinticinco años, dada su condición de "separado" (aún habiéndose opuesto, primeramente, al divorcio).
El donjuanismo pesaba sobre su espalda como una inmensa cruz. Mas no podía librarse de él, aunque se arrepintiera, una y otra vez.
Observándolo, comprendí que su maravillosa inteligencia, la dulzura con que nos trataba, así como también a sus alumnos, ese halo de bondad tan estimulante que emanaba de todo su ser, provenía, en gran parte, de aquella compensación: obtenida de las amigas tan bonitas que tenía. Con las cuales, creo, no procuraba el mero ejercicio erótico. Sino ese intercambio de energía cósmica, tan poderosa, que se establece cuando los espíritus aciertan, con la sintonía perfecta del amor.
Foto: Mi abuelo Brígido y mi abuela Corina, sesentones, en misa, en Salavina.
Mi abuela tenía 77 años cuando fue chocada por un motociclista. Sin haber podido impedirlo, horrorizado, corrí desde la galería de nuestra casa unos quince metros para auxiliarla. El joven que manejaba el vehículo lo dejó tirado para ayudarme con mi abuela, que permanecía sin moverse sobre un charco de sangre. Llamé por teléfono a una ambulancia; afortunadamente demoró menos de cinco minutos en llegar. Con todo cuidado los paramédicos pusieron sobre una camilla a mi abuela y la llevaron al sanatorio. Yo detuve un taxi y seguí la ambulancia de muy cerca. Llegué junto con ellos; si bien estaba demasiado conmovido como para intentar siquiera tocarla, acompañaba devotamente su internación. Ella era consciente de mi presencia, su mirada me lo hacía saber. Por fin, los médicos desinfectaron y cosieron las heridas y quedó tranquila, sobre una cama especial, en una habitación privada. De bermudas, hechas con un vaquero viejo al cual había cortado las piernas, en ojotas, con una camiseta vulgar sobre mi torso yo, que era un muchacho de 23 años, me senté a su lado tomándola de la mano. Ella me dio dos o tres apretoncitos para significar que me amaba y me agradecía. En ese momento llegó mi abuelo. Se había puesto un traje marrón claro, corbata, lucía bien peinado y por un momento al atravesar la puerta sus zapatos relumbraron. Con cautela, se acercó a nosotros. Una vez junto al lecho, colocó su mano viril, rotunda, sobre la frente de mi abuela. Ella volvió la cabeza y lo miró rectamente a los ojos. Con voz metálica le dijo:
-Vete, Brígido. No vengas a mentir aquí.
¡Fue lo primero y lo único que dijo en todo este lapso!-registré interiormente.
Mi abuelo era un hombre fuerte e impetuoso. Empalideció. La desolación alargó su bello rostro masculino. Retiró la mano y quedó inmóvil, por unos segundos. Luego se dio vuelta y se fue.
Aquello fue más impresionante para mí que si hubiera visto a un transatlántico desaparecer bajo el mar. Mi corazón había dado un vuelco y tenía deseos de llorar. ¿Por qué mi abuela había sido despiadada con él, en un momento tan difícil?...
La infidelidad. Mi abuela no había perdonado jamás, aunque hubiesen pasado décadas de ello, su infidelidad.
Mi abuelo Brígido era un hombre de acción. Pude verlo personalmente a mis ocho años. Fue cuando Paz Terrera, el carnicero, cruzó la avenida Libertad (antes de 1955, Eva Perón) hacia el refugio donde se esperaba el colectivo. Mi abuelo por entonces vivía solo en la gran casa familiar, pues, como mi madre nos dejara, mi abuela Corina había ido a cuidarnos. Yo estaba visitándolo esa tarde, luego de haber cruzado la ciudad en mi bicicleta.
Viendo al carnicero mi abuelo se levantó como un leopardo de su sillón a mi lado en la galería. Por entonces -1959-, no había demasiado tránsito en aquella avenida. Con ese andar amenazante que tenía, la cabeza alta, brazos con las manos abiertas a los costados, en pocos trancos estuvo sobre la que parecía iba a ser su presa.
Paz Terrera vestía traje oscuro, corbata, sombrero; era un hombre más bien pequeño, gordo. Aparentaba ser algo menor en edad que mi abuelo, quien por entonces debía de tener sesenta y cuatro años.
Contemplé una discusión fervorosa y de repente Paz Terrera saltó hacia atrás, con un revólver en la mano. Fue menos de un segundo: mientras con la izquierda tomaba fuertemente de su muñeca y levantaba el brazo armado, mi abuelo pegó con la mano derecha abierta en la cara del contrincante. Su sombrero voló y el obeso hombrecito se fue desplomando hacia atrás. Antes de dejarlo caer, mi abuelo le quitó su arma: abrió el tambor, retiró las balas y la tiró a un costado. Luego regresó, hacia nuestra galería, desde donde yo, inmóvil, contemplaba todo.