A mis tres años de edad no sabía, por cierto, que la amplia casa de mi abuelo y mi abuela les había sido otorgada poco antes de mi nacimiento, en 1949, por un plan nacional de viviendas, pagaderas en 40 años de plazo. Supe sí de la cancelación de esa deuda, si mal no recuerdo cuando ya estaba por cumplir los 18 años.
Eran casas muy bellas y comodísimas. En un barrio que fue llamado, en aquel entonces "Villa Evita". Nombre que el sanguinario golpe militar de 1955 sustituiría por "Barrio Libertad".
A mis tres años, pues, me había acostumbrado a jugar solo. Mi hermanito Gustavo no caminaba aún, y había quedado con nuestra madre, en el campo. Merodeaba, entonces, una noche, por aquel ámbito que me parecía inmenso -amplísimo comedor, altos techos a dos aguas, con tirantes de algarrobo labrado que lo sostenían, tres habitaciones, dos más para depósito y servicios, galerías externas e internas, jardín, extensos patios trasero y lateral. Al lado de la casa de mis abuelos vivían otros ancianos, los Cordero, a quienes saludábamos cada mañana por sobre la tela metálica divisoria.
Caminaba entonces con mis piernecillas, una noche, bajo la luz eléctrica, por el extenso comedor, yendo y viniendo. Cuando me atrajo un espejo redondo, no muy grande -aunque sí para mis pequeñas manos-, quizá olvidado por mi abuela sobre la mesa familiar. Lo tomé, incorporándolo a mis intentos de matizar el paseo. Por un rato seguí yendo y viniendo, con el espejo colgando de mi mado derecha. Hasta que repentinamente se me ocurrió mirarlo.
Me detuve, asombrado. Al ponerlo bajo mi pequeña mandíbula, con ambas manos, se modificó inmediatamente la dimensión en que existía. ¡El techo se puso bajo mis pies!... Antes del techo, un gigantesco vacío... Sentí vértigo... ¡Estaba parado sobre un abismo, y bajo de mis pies, algo distanciado, se veía el techo!... Por unos segundos, no me atreví a caminar. Con temor a desbarrancarme en el abismo. Luego, de a poco, primero un pasito, luego dos, volví a avanzar, cautelosamente... hasta cobrar seguridad. Gratamente estimulado, por aquella experiencia intensa de caminar sobre un vacío.
Y allí estuve, no sé por cuanto tiempo. Caminando cabeza abajo. En Villa Evita.