En Caspi Corral conocí a Luis Jiménez. Que cura los dolores de muelas. Y también hace caer las muelas a las personas cuando las tienen demasiado arruinadas. Lamentablemente, con cada uno de sus pacientes que pierde una “pieza dentaria”, como las llaman los odontólogos, Luis también pierde una de sus muelas o dientes. Está esperando perderlos a todos, para venir al Regional. Donde procurará obtener una prótesis gratuita.
Realmente yo quería ir a Guampacha. En la terminal recorrí las boleterías hasta decepcionarme por completo, pues los domingos no hay ningún colectivo hacia allí. Entonces me dije “subiré al primero que vaya al interior de Santiago”: mi propósito era, principalmente, pasear un poco por el campo.
El primero que llegó iba a Fernández. He vivido, hace tiempo, en Fernández. No quería ir a Fernández. Sólo por cumplir mi palabra, subí, junto con una chica, pero el chofer nos dijo que todavía no iba a salir. Entonces aproveché para ir al baño. Cuando volví, había una cola como de quince personas. Estuve vacilando, hasta que decidí no ir allí. Vagabundeando por la semidesierta zona de plataformas, me acerqué a un hombre que esperaba. Le pregunté a qué lugar no tan lejano del departamento Alberdi -adonde llevaba el colectivo que esperaba él- podría ir a pasear un rato. El señor me dijo un nombre que ya no recuerdo. Cuando al fin llegó el colectivo -con una hora de retraso-, el chofer se asombró de que yo quisiera ir a “pasear” al interior santiagueño. Casi me prohibió que fuera al lugar donde me había dicho el otro, un individuo más o menos anciano como yo. Dijo que allí la gente acostumbraba tomar alcohol y, con mi aspecto urbano, corría serios riesgos. Le pregunté adónde quedaba el pueblo menos “peligroso” - pretendía no viajar más de 50 kilómetros, en lo posible-, y me dijo “Caspi Corral... a 100 kilómetros”. Bueno, le dije, y quise pagarle. Dijo que en La Banda me iban a cobrar.
Habían subido unas diez personas: mujeres, más bien mayores y algunos muchachos. Me senté cerca del hombre que me asesorase al principio. Mientras conversábamos, vimos venir hacia nosotros a dos oficiales de Policía. Se dirigieron directamente a mí. Me preguntaron por qué viajaba. La cosa me sorprendió, y cuando el asunto comenzó a convertirse en un interrogatorio, me fastidié. También me di cuenta de que los policías me trataban con gran consideración y al parecer intentaban protegerme. Creían que me había extraviado, quizá por demencia senil o algo semejante. Por fin me libré de ellos, dándoles todo tipo de seguridades de que sólo deseaba merodear un poco por lugares desconocidos.
Al llegar a La Banda, un hombre se acercó a cobrarme el boleto. Entretanto, el colectivo se había llenado. El mismo que me cobrase, discutía en voz alta con el chofer... ¡sobre mí! “Yo lo conozco”, decía... “¡es escritor... uno de los pocos escritores de Santiago!...”
Luego de eso, vino otra vez hacia mí, esta vez para saludarme: “¡Soy Glú Martínez!”, exclamó, sentándose frente a mí. Quedé asombrado: había sido uno de los mejores amigos de mi novia Clary. Quien muriese a los 19 años. Glú se había ido a España a mediados de los '70... no había vuelto a verlo desde entonces. Conversamos un rato y pidió mi teléfono para concertar un encuentro. Después que se bajara, el hombre de siempre me dijo que Glú era dueño de esta empresa de colectivos.
Cuando llegamos a Caspi Corral hacía más calor del que había esperado. Era la una, ya. Me entusiasmé pues había allí algo que parecía un modesto restaurante. Con mesitas y sillas. Al lado, un kiosco. Como el saloncito con mesas estaba vacío, me dirigí a una joven más o menos agraciada, medio gordita, que atendía el kiosco. Volvió a decepcionarme al ofrecer sólo dos opciones: sanguches de milanesa o “pebetes de jamón y queso”. Dijo que caminase hasta la estación de servicio, para conseguir otra cosa. Según ella estaba a unos seis kilómetros. Decidí lanzarme hacia allí, pero antes intentaría pasear un poco por el monte. En un kiosco, dos viajantes urbanos aseguraron que había sido un error venirme a “pasear” aquí. Esto, según ellos, era un páramo indefendible. Y hacía demasiado calor. Mis paisanos desconocidos, que se refrescaban tomando cerveza, aconsejaron comprarme una gorra, para evitar la insolación. Quise hacerlo pero el muchacho del kiosco no vendía gorritas ni sabía donde obtenerlas. Lo único que había, aparte de bebidas alcohólicas, eran gaseosas o Gatorade. Compré una botellita de esto último y continué.
El calor comenzó a marearme. Me interné en un monte muy bajo, que no permitía guarecerse; luego de una media hora caminando por allí, decidí regresar a la ruta. Iría hacia la estación de Servicio.
Caminé mucho. Por las orillas de la ruta. Cada tanto me detenía, cuando hallaba alguna pequeña sombra. Me sentía escéptico y algo preocupado. Dos muchachos que tomaban cerveza junto a un arbolito y sus motos, me dijeron que todavía faltaban unos cinco kilómetros para la Estación. ¡Y debía de haber caminado al menos cuatro ya!... De repente, vi algo que renovó mi optimismo. A unos cincuenta metros hacia la izquierda, una pequeña, modestísima capilla, cerrada. Su nombre: Iglesia Gran Rey. (La de la foto.) Lo tomé como buen signo. Por ser hoy la celebración religiosa de Cristo Rey del Universo.
Cien metros más adelante, un hombre tomaba vino, tranquilamente sentado bajo un algarrobo frondoso. Preferí cruzar la ruta hacia el sentido contrario, pues había divisado allí algo parecido a un almacén. Otra decepción. Sólo vendían bebidas, y cosas como galletitas, queso, mortadela, etcétera. Mi propósito en realidad, más que comer (no sentía hambre) era qué hacer en ese lugar tan caluroso e inhóspito, hasta que viniera el colectivo (como una hora y media más tarde). Taciturno, me refugié otra vez bajo una pequeña tusca, junto a un tronco parecido a un asiento, aunque sin sentarme. Desde allí, volví a percatarme del hombre que, al otro lado de la ruta, continuaba mirando hacia el sur. Más o menos cerca de él, había una casa. El portal del predio tenía una construcción que exhibía cierta imagen bonita, compuesta por pequeños mosaicos de color. Y un letrero del mismo material, diciendo: “Virgen de Huachana”. Detrás, veinte metros más adentro, un santuario, relativamente grande, con una escultura de la Virgen dentro de una grutita con puerta vidriada. Me dirigí hacia allí. Al llegar al arco de ingreso, el hombre parecía no haberse dado cuenta de mi presencia; seguía de espaldas hacia mí, sin inmutarse. Cuando golpeé las manos, me dijo que pasara, sin darse vuelta.
Era Luis Jiménez. “Cuántos años me da”, preguntaría un rato después, cuando ya habíamos conversado bastante. “Y más o menos mi edad”, contesté (tengo 68 años). Sonriente, se me quedó mirando. “¿Acerté?”, quise saber. “Nací en 1960... saque la cuenta”, sonrió. Es decir, once años menos de lo que yo calculaba.
Dos cicatrices extensas le recorrían ambos lados de la cara. Un tanto ocultas por una barba blanca, rala. La de la mejilla izquierda, llegaba hasta el lóbulo de la oreja, partiendo de un costado de su boca. Sin que le preguntase me contó su historia: dos intentos, de dos individuos distintos, que en diferentes ocasiones, quisieron quitarle la billetera. En Buenos Aires. Eso, y la dificultad creciente para conseguir empleo con su trabajo de albañil, sólo por haber superado los 40 años de edad, lo indujo a regresar a su lugar de nacimiento.
Al preguntarle por unas cucharas metálicas que me habían llamado la atención, al pie de otro arbolito menos grande, junto al algarrobo -yo creía que podían ser para sacar miel de lechiguanas-, “Con eso curo muelas”, me contestó.
Dice que un amigo, de Córdoba, para ayudarlo, le transfirió su don de curar dolores y enfermedades en las dentaduras. “Con el poder de Dios”. Luego de conversar un rato sobre el tema, y lamentarse de que con cada paciente que se veía obligado a prescindir de una muela, a él se le caía, también, la misma muela, sugirió que era el precio. Cómo si reprodujese en su cuerpo el mismo proceso que afectaba a sus pacientes. En tren de confesiones, metió la mano bajo una gruesa camiseta que llevaba -a pesar del calor- bajo su camisa mangas largas, y extrajo un largo rosario con cuentas de madera. “Con esto”, afirmó, curo también el mal de ojo y los empachos.
Yo no quería preguntarle nada, por considerar delicado el tema que mi nuevo amigo exponía. Me limitaba a escuchar lo que él quisiese decir:
“Todo lo que hago, es por gracia de Dios y de la Virgen”, aseguró. “Usando principalmente la oración”.
Demasiado rápido para mi gusto apareció el colectivo a la distancia. Tuve que irme. Finalmente me sentí gratificado por este viaje.