La asamblea de la Fundación ya había comenzado cuando llegamos, como a las ocho y media de la mañana. Allí fuimos presentados por Joseph Mayer: “Un destacado educador y funcionario; su hijo, un talentoso escritor y artista; un arquitecto reconocido en la sociedad santiagueña…”. Los concurrentes –unas cien personas– formaban un óvalo alrededor de un espacio cementado, por el que pasaban dos anchos rieles. Era un gigantesco galpón en donde alcancé a observar unas cuatro o cinco máquinas, algunas de ellas muy grandes, entonces desconocidas para mí. La gente que componía la asamblea formaba un damero de edades, había gente joven, otros de entre cuarenta y cincuenta años, algunos pocos ancianos y niños. Su aspecto era el de las clases medias, vestidos con dignidad sin afectación, con un estilo general que me recordó vagamente al de los laicos católicos, aunque con algún toque inconformista, artesanal. Una segunda observación permitía discernir, aquí y allá, varios individuos nítidamente extranjeros, probablemente alemanes. Además, gente quizá de Santa Fe, el sur de Córdoba, posiblemente –demasiado rubios para ser del lugar–, aunque luego descubriría que en Fernández también vivían algunos rubios, por la inmigración europea de inicios del siglo XX que fueran sus primeros colonizadores.
Joseph Mayer era la estrella de la función. Quienes pedían la palabra no olvidaban elogiar alguna de sus iniciativas; de pronto, la escena varió y hubo algunos cuestionamientos. Provenían de otro alemán, aunque criado aquí; un sacerdote, casi anciano ya, casado con una monja. Fue sorpresivo, pues había sido presentado por Joseph como uno de los próximos miembros de la comunidad, un prominente miembro, ya que se iba a hacer cargo de dirigir el Centro de Capacitación Rural. Se iba a construir un albergue para los pupilos, con habitaciones especialmente dedicadas al matrimonio. Mayer no había escatimado elogios para el “educador, filósofo, preclaro formador de muchas generaciones de estudiantes católicos en uno de los más selectos colegios jesuitas de Tucumán”.
Es cierto que los elogios de Mayer solían ser tan exagerados hacia quienes le simpatizaban, como intolerantes y cerrados hacia quienes le disgustaban. Pero en este caso había parecido especialmente entusiasmado. Ahora el viejo sacerdote –Weermecht– lo cuestionaba.
Dijo más o menos que Joseph era un tipo muy desordenado, que no había un manejo racional de los recursos, que los alumnos estaban desatendidos, vivían en pocilgas, estaban pésimamente alimentados, pero por sobre todo esto sucedía porque el presidente de la fundación, “como buen cura", era un autoritario. Si él venía a vivir aquí –condicionó– muchas cosas empezarían a cambiar... De otro modo, no aceptaría un puesto para el cual debía abandonar muchos asuntos importantes, posesiones y compromisos que él, su esposa y sus hijos aun escolares poseían en Tucumán.
No me gustó el tipo. Más allá de lo que dijo había algo de rústico, algo de feo y chocante en sus modales o su aspecto, en él y su esposa, pese a su prolijidad exterior, que no pude determinar, salvo el detalle de uno de los ojos azules del hombre más abierto que el otro y mirando, como extraviado, en distinta dirección que la de su par. Contra lo que se podría suponer, Joseph Mayer contestó con humildad perruna, aceptando cada una de las críticas del tucumano– alemán, y rogándole una vez más que viniera a tomar el mando en el área educativa y a ocupar un puesto destacado en la comisión directiva de la Fundación, el de Primer Vocal.
Luego Joseph prefirió dejar el tema y sin transiciones propuso la votación para expulsar a un socio, un tal Acosta “comunista”, dijo “que sólo quiere hacer daño a la fundación” y allí me puse alerta, pues el ex cura alemán usaba la palabra (comunista) como un adjetivo descalificador. Sin embargo, estaba ya acostumbrado a ello. Diez años de imposición ideológica derechista del terror militar y su saga, me habían hecho cauto en ese campo. Además, me había acostumbrado a convivir con gente que por ignorancia o comodidad usaba la palabra sin comprender mayormente sus alcances, mientras en su vida cotidiana actuaba efectivamente como “progresista”. También estaba la diferencia entre un verdadero comunista –revolucionario– como nos considerábamos nosotros, y un miembro del sinuoso Partido Comunista, como era el acusado por Mayer en la asamblea, según aclaró. El Partido Comunista lo apoyaba –según él– en una “campaña para destruir la Fundación”, porque “somos cristianos”, y “ellos quieren el poder”. Lo cierto es que el tal Acosta era un hombre de acción al parecer, pues una tarde había venido con una camioneta, un par de socios, y en unos cuantos viajes se había llevado cincuenta colmenas de abejas completas; como habían entrado por un camino adyacente –la Fundación era difícil de vigilar, pues poseía 250 hectáreas– nadie lo vio, hasta que los peones fueron a hacer el mantenimiento de las colmenas y se dieron con que ya no estaban. Mayer, que sabía los propósitos de Acosta pues se los había anunciado –sólo que el alemán creyó que no sería capaz de llevarlo a cabo–, corrió a su casa para increparlo. Entonces el otro lo había amenazado con un revólver y le había dicho…
–“Me ha dicho que soy un nazi, porque él es comunista, que yo robo bebés, para vender en Alemania, que yo exploto a la gente… ¿acaso exploto a la gente yo? ¡Aquí los que quieren trabajar están porque quieren, nadie los obliga!”, con ese modo aluvional siguió argumentando en contra de Acosta, hasta que al fin pudo concretar la moción. Qué quería someter a votación de la asamblea: la expulsión de Acosta por comunista y ladrón. Informó además que había iniciado un juicio para recuperar las colmenas de la Fundación, pero Acosta había ido y lo había convencido al juez, un tal Mariotti, que andaba en cuestiones de ovnis con otro comunista de Beltrán, Casablanca, y por eso había creído los argumentos de Acosta, negándose a devolver las colmenas, que estaban en un campo que Acosta tenía a diez kilómetros de distancia.
Alguien observó afinadamente que las ideas de Acosta no deberían ser motivo de expulsión, sí sus actos, que podrían haber sido cometidos por alguien de cualquier ideología política. Entonces Mayer, que era muy maleable en sus convicciones cuando se trataba de obtener apoyos, dijo que estaba bien, que no se pusiera en actas lo de comunista, pero se expulsara igual al individuo. La asamblea votó entonces a su favor.
Yo le había pedido a Mayer que me mostrara el sitio que me iba a vender, por la mañana, apenas al llegar. Fuimos entonces, guiados por él, hacia un lote junto a una acequia, como a unos doscientos metros del edificio central de la Fundación, el galpón y la casa donde el propio Mayer habitaba con su familia. El campo estaba sin monte y se veía su límite, a lo lejos, con un alambrado. “Hay cinco hectáreas aquí… pueden ser tuyas, y me pagas como puedes… te voy a dar diez colmenas, para que empieces, me puedes pagar con la producción… aquí hemos desmontado nosotros, para sembrar melilote… pero podemos sembrar lo mismo, aunque vos vivas aquí, a vos también te conviene, por tus abejas… ellas comen mucho melilote… puedes poner las abejas allá, en el monte; ellas vendrán a comer en tu campo, sin molestar a nadie… o puedes comprar una hectárea, para empezar y hacer tu casa… total, aquí todos compartimos, es una comunidad cristiana, no somos como los obispos ricos que acumulan todo para ellos". Mayer hablaba de un modo pausado y suave, pero incesante; constantemente sobreofertaba, cuando estaba entusiasmado con alguien o alguna idea, pero enseguida se rectificaba; decía, por ejemplo “te vamos a prestar dinero para que construyas tu casa”, pero casi inmediatamente corregía “o mejor vamos a construir una casa de la Fundación y vos puedes habitar en ella, total aquí todo es de todos, como buenos cristianos”. Eso convertía a sus promesas en algo bastante vago y se dudaba cuando había que emprender acciones concretas en base a ellas.
Por otra parte era un constante hacedor, por todos lados, se veían obras en construcción, campos arados, cultivos, máquinas y vehículos destinados evidentemente al trabajo rural.
Mi imaginación percibió que aquél era un lugar magnífico. Al lado de una dulce acequia bordeada hasta el horizonte por árboles –ceibos, álamos, pinos, jacarandás– estaba lo suficientemente alejado del centro neurálgico de la Fundación como para permitirnos cierta independencia, y lo bastante cerca como para hacer muy cómoda nuestra relación laboral con ella. Para salir, forzosamente debíamos atravesar el centro de la fundación, por el camino que se había hecho frecuente para todos, pues conectaba los gallineros, el corral de los chanchos, la vivienda para los alumnos, la casa de Mayer, el tanque de agua con el molino, la curtiembre, la carpintería, el depósito y todos los sitios vitales del sistema, vigentes o en construcción. He aquí, un croquis de la ubicación de los sitios de la Fundación y el campo que nosotros íbamos a habitar:
…
Luego de la asamblea hubo una fiesta. Fuimos, los más jóvenes juntos con los de mediana edad, a la casa de Uli. Pequeña y limpia, su abovedado interior estaba protegido por telas metálicas de tal modo que difícilmente pasaría el polvo o los insectos, abundantes en el exterior. Aquel día estaban todos felices, el clima era primaveral, tomamos cerveza, refrescos; dialogamos jocosa o amablemente hasta eso de las tres y media. Luego otro alemán, que había venido desde La Rioja, nos llevó hasta la ciudad, juntos con tres muchachas que también regresaban.
Estuve en la habitación presbiterial de mi hermano por algunos días. Mi esposa y nuestras tres hijitas, Anahí, Guadalupe y Rocío, estaban en San Francisco de Córdoba, esperando que hubiera algo concreto para regresar. Por mi parte, debía decidir si compraba una finca dentro de la Fundación o fuera de ella –en tal caso lo más cerca posible, para integrarme al proyecto. Por la mañana temprano, vino a buscarme un hombre como de cincuenta años, agente inmobiliario, con quien fuimos a ver una bella finca como a veinte kilómetros de la ciudad. Eran siete hectáreas en un terreno arbolado; a unos trescientos metros de la entrada –que a su vez estaba separado sólo por una banquina de diez o quince metros de la ruta, se levantaba una flamante vivienda, sólida, edificada con exquisito gusto (aunque muy al estilo europeo). No era demasiado grande (únicamente alta, seguramente para proteger del calor), pero si suficiente para nosotros. Entre elevados árboles, constaba de dos habitaciones, cocina, comedor.
–Allá tiene la casa anterior– me indicó el comisionista– con una pequeña inversión puede ponerla como nueva y usarla también.
Era cierto, pues se trataba de otra casa, también sólida y en todo semejante a la nueva, aunque de un estilo más despojado y al momento deteriorada en algunos sectores.
–El único inconveniente es que aquí no hay agua de red– dijo el comisionista– pero la del subsuelo es buena, y tiene un motor eléctrico para extraerla.
Había allí, junto al flamante aljibe, un motor nuevecito... sus cables estaban al aire.
–¿La electricidad llega hasta aquí?– pregunté. El cincuentón bajó sus ojos verdosos por algunos segundos.
– No, – me contestó luego–. Pero está bastante cerca. Fíjese, por allí, pasan los cables –indicó, señalando con la mano a la ruta. Eran, como dijimos unos trescientos metros. Pensé en lo que me costaría tender unos trescientos metros de cable blindado, más los postes, más la mano de obra, y le dije:
– Eso es otro inconveniente bastante considerable ¿no le parece?
–Sí –aceptó. Por eso es que la vende tan barata.
Yo sabía que el precio fijado eran 2.500 dólares. Esa cantidad era casi todo lo que teníamos en ese momento (tal vez unos 2.700 más o menos). Tenía que ser muy cuidadoso, pues suponiendo que fuésemos a vivir allí, debía considerar que:
No teníamos ningún ingreso regular.
Estábamos a unos veinte kilómetros de La Banda y a unos treinta de Fernández, donde deberíamos trabajar.
Necesitaríamos algún dinero inmediatamente, pues nuestro plan era adquirir por lo menos diez colmenas con abejas, y aunque Mayer nos entregara eso al fiado, durante el tiempo que llevaría obtener la primera cosecha, debíamos alimentarnos, los cinco…
Además, no tendríamos electricidad quien sabe por cuánto tiempo y deberíamos elevar el agua a mano desde el profundo pozo. Iba cavilando todo ello por el camino cuando el hombre me preguntó:
–¿Y? ¿qué le parece?– no era un tipo cordial, más bien parecía aburrirle su profesión.
– Puedo pagarle mil quinientos pesos por esa finca–, le contesté.
Estuve en la habitación presbiterial de mi hermano por algunos días. Mi esposa y nuestras tres hijitas, Anahí, Guadalupe y Rocío, estaban en San Francisco de Córdoba, esperando que hubiera algo concreto para regresar. Por mi parte, debía decidir si compraba una finca dentro de la Fundación o fuera de ella –en tal caso lo más cerca posible, para integrarme al proyecto. Por la mañana temprano, vino a buscarme un hombre como de cincuenta años, agente inmobiliario, con quien fuimos a ver una bella finca como a veinte kilómetros de la ciudad. Eran siete hectáreas en un terreno arbolado; a unos trescientos metros de la entrada –que a su vez estaba separado sólo por una banquina de diez o quince metros de la ruta, se levantaba una flamante vivienda, sólida, edificada con exquisito gusto (aunque muy al estilo europeo). No era demasiado grande (únicamente alta, seguramente para proteger del calor), pero si suficiente para nosotros. Entre elevados árboles, constaba de dos habitaciones, cocina, comedor.
–Allá tiene la casa anterior– me indicó el comisionista– con una pequeña inversión puede ponerla como nueva y usarla también.
Era cierto, pues se trataba de otra casa, también sólida y en todo semejante a la nueva, aunque de un estilo más despojado y al momento deteriorada en algunos sectores.
–El único inconveniente es que aquí no hay agua de red– dijo el comisionista– pero la del subsuelo es buena, y tiene un motor eléctrico para extraerla.
Había allí, junto al flamante aljibe, un motor nuevecito... sus cables estaban al aire.
–¿La electricidad llega hasta aquí?– pregunté. El cincuentón bajó sus ojos verdosos por algunos segundos.
– No, – me contestó luego–. Pero está bastante cerca. Fíjese, por allí, pasan los cables –indicó, señalando con la mano a la ruta. Eran, como dijimos unos trescientos metros. Pensé en lo que me costaría tender unos trescientos metros de cable blindado, más los postes, más la mano de obra, y le dije:
– Eso es otro inconveniente bastante considerable ¿no le parece?
–Sí –aceptó. Por eso es que la vende tan barata.
Yo sabía que el precio fijado eran 2.500 dólares. Esa cantidad era casi todo lo que teníamos en ese momento (tal vez unos 2.700 más o menos). Tenía que ser muy cuidadoso, pues suponiendo que fuésemos a vivir allí, debía considerar que:
No teníamos ningún ingreso regular.
Estábamos a unos veinte kilómetros de La Banda y a unos treinta de Fernández, donde deberíamos trabajar.
Necesitaríamos algún dinero inmediatamente, pues nuestro plan era adquirir por lo menos diez colmenas con abejas, y aunque Mayer nos entregara eso al fiado, durante el tiempo que llevaría obtener la primera cosecha, debíamos alimentarnos, los cinco…
Además, no tendríamos electricidad quien sabe por cuánto tiempo y deberíamos elevar el agua a mano desde el profundo pozo. Iba cavilando todo ello por el camino cuando el hombre me preguntó:
–¿Y? ¿qué le parece?– no era un tipo cordial, más bien parecía aburrirle su profesión.
– Puedo pagarle mil quinientos pesos por esa finca–, le contesté.
Noté un respingo leve en sus manos sobre el volante. El tipo de bigote rojizo trató de disimular cierto fastidio el mascullar
–Le dije que esa propiedad se ofrece por dos mil quinientos dólares. Ni un centavo menos. A ese precio, ya es regalada.
Era verdad. Pero yo no los tenía. Mejor, dicho, si le daba los dos mil quinientos dólares no quedábamos sin nada. Hubiera sido como quemar las naves. Y ya a esta altura de mi vida, sabía que nunca debía quemar las naves.
Puedo pagar mil quinientos– dije con tono lacónico–. Es todo lo que tengo.
El tipo esta vez se fastidió notablemente. Me hubiese dicho eso desde un principio– siseó, mirando hacia el otro costado por la ventanilla. No hubiésemos perdido tiempo viniendo hasta aquí… y no hubiese gastado nafta… –más se sintió enseguida obligado a mesurar su tono–:… le hubiese mostrado otra propiedad más barata…
Pese a ello, no insistió en tal sentido y me llevó hasta la puerta de la parroquia Cristo Rey, mi provisorio hogar.
Bueno, esa noche decidí que si lograba un acuerdo más o menos razonable con Mayer, iríamos a vivir a Fernández. Eso tenía algunos puntos que suscitaban dudas. En primer lugar, si optábamos por este camino, deberíamos construir desde los cimientos nuestra casa. Mientras tanto, tendríamos que habitar en otra alquilada. Y ¿cuánto nos llevaría construir una casa? Nunca había hecho la experiencia, pero recordaba haber visto durar varios años la edificación de algunas bastante pequeñas. Mayer me animaba –“en tres meses puedes construirte una casita como para vivir”. Por cierto, si teníamos dinero suficiente, sería posible –pensaba yo–; pero lo que teníamos ¿alcanzaría para construir algo decente?
Luego estaba esa ambigüedad permanente del sacerdote alemán, que una vez decía algo y a la mañana siguiente dudaba de sus propias afirmaciones o modificaba en algo lo que antes dicho.
Todo esto sucedía en noviembre de 1985. Los días pasaron rápidos, como al parecer tengo destinado, pues casi siempre fue así durante toda mi vida. Salvo un período más o menos breve, en la adolescencia, luego que dejara de estudiar y no tocaba en ningún conjunto, había llegado a sentir algo parecido al aburrimiento. Normalmente me faltaba tiempo para tantas tareas: reflexiones, inquisiciones, objetivos que me proponía, temas musicales que deseaba sacar con mi guitarra eléctrica, historietas sobre cartulina que dibujaba constantemente, se sucedían de un modo incesante en mi existencia, desde que fuera un niño.
En aquel verano del 85–86 fui una vez más a San Francisco de Córdovba, la ciudad donde naciera mi esposa y una de nuestras hijas. Gozamos un tiempo de paz, con mi esposa. Yo había pasado la Navidad un rato con las familias de mi padre y de mi tío Agustín en Santiago y luego con unas seis o siete monjas, hasta eso de las dos de la madrugada, en su convento. Eso me había hecho sentir calmado y feliz. Luego, me parece que dos días después, fui a reunirme con mi esposa y nuestras hijas. Paseábamos, comprábamos pequeñas cosas que suponíamos nos iban a hacer falta para nuestra vida en el campo; un relojito pequeño, con alarma muy suave ("en el silencio del campo, anticipaba yo, los despertadores comunes debían sonar como una bomba”), un calentador a querosén… Teníamos depositado en el banco aún todo el dinero de la venta de nuestra casita; cada semana sacábamos un poco, para estos gastos y los cotidianos de nuestra vida austera, y aún esto con mucho cuidado, tratando siempre de evitar que el dinero se nos fuese demasiado rápido.
Aquel verano fue muy pródigo también para mí en el plano profesional. Mi esposa había descubierto una pequeña pero excelente librería llamada Macondo, adonde fuimos una mañana y salimos con un libro de Mempo Giardinelli. Por aquellos tiempos de nuevas búsquedas políticas, yo compraba una revista llamada “El despertador”, de tendencia filoperonista –coincidente con mi dubitativo semiregreso “a las fuentes” durante el período post prisión–; entre sus colaboradores estaba Grosso, quien por esos tiempos se presentaba como un intelectual “progresista” (lo máximo que se podía exhibir sin peligro de quedar aislado, en aquellos tiempos en que aún se palpaba en el aire el terror colectivo impuesto por la reciente y sanguinaria dictadura militar padecida). En esa revista había leído un comentario y un breve reportaje a Mempo Giardinelli, escritor, exiliado en México durante varios años y cuyo flamante regreso y último libro anunciaba El Despertador. Lo sospeché de un palo semejante al que yo frecuentaba por aquellos tiempos, me cayó simpático desde la foto y por sus declaraciones, me agradó un fragmento y la trama reseñada del libro –Qué solos se quedan los muertos–, estaba en un tiempo en que necesitaba dispersión pero de cierto nivel, así que lo compré. El libro me encantó. Creo que lo leí en dos o tres días. También compré otros libros en Macondo. Uno de ellos fue Franny & Zoey, de J. A. Salinger. Esta era una novela más densa –aunque pequeña en extensión–, también la leí en aquel verano, pero su influencia fue mucho más profunda en mis pensamientos, hasta el punto de perdurar e inducirme un constante anhelo de releer este libro, una y otra vez durante todo el ya largo período transcurrido.
El dueño de la librería resultó ser un poeta joven, y nos invitó a la presentación de una antología de jóvenes poetas de Rafaela, que se haría en un bar. Allí fuimos, con nuestras tres chiquitas. Había un ambiente agradable; los poetas eran también músicos, hacían un rock semejante al de Sui Géneris –por cierto– y promediando el encuentro me invitaron al escenario para decir algunas palabras. Todo salió muy bien. Regresamos a casa no muy tarde, sí muy contentos, con la Lupita dormida en su cochecito y la Popita durmiendo, alternativamente, en mis brazos o en los de mi esposa.
La Popita ya estaba bastante pesada, en unos días iba a cumplir sus dos años. Mi esposa se había puesto muy linda nuevamente, y se la notaba especialmente animada (bueno, se sabe que ella es de por sí una de esas personas que no se desanima completamente jamás, en mi vida he conocido en verdad pocas personas de tanto temple como ella, pero quiero decir que esta vez estaba particularmente animada). La renovación de nuestros objetivos, bajo un nuevo proyecto, el alejamiento de la sombra de la separación, la moderada prosperidad que otra vez gozábamos, suscitaba desde nuestros espíritus una atmósfera entusiasta y vibrante a nuestro alrededor.
Seguí visitando a Daniel Doñate, el poeta de la librería Macondo, y en una de esas oportunidades me dijo que ellos tenían una Rotaprint, donde habían impreso la antología que recientemente presentaran. Si yo quería editar algún pequeño libro, sólo debía comprar papel y ocuparme del tipiado; ellos pondrían lo demás, masters, tinta, máquina y trabajo, para que saliera con su sello: Macondo Ediciones. Lo único que tenía allí como para editar rápido era un cuaderno con casi todos los poemas escritos en la cárcel (en realidad sólo como un ejercicio para mejorar mi prosa); esto agregó entusiasmo a los días del verano. Me pasé pues algunas jornadas transcribiendo los poemas con una maquinita portátil de mi cuñada, que tenía tipos muy claros y agradables. No era labor sencilla, puesto que además debía ordenar las páginas de tal forma que fuesen formando cuadernillos, los cuales en conjunto constituirían el libro, naturalmente numerado en sus páginas correlativamente. Por suerte había trabajado en imprentas lo suficiente ya antes de la cárcel –y luego en la cárcel, fabricando artesanalmente revistas y libros clandestinos–, así que la tarea resultó controlable.
Pasaron entonces aquellas fechas tan cargadas de símbolos espirituales y sentimientos, el 31 de diciembre, primero de enero, el día de Reyes y por si fuera poco el 18 de enero, fecha en que cumplía años nuestra hijita Rocío. Enseguida vendría el cumpleaños de la Lupita –22 de febrero– con lo cual el verano se había convertido para nosotros, desde 1984, en un período pleno de dulces emociones.
Aquel verano de los 85 y 86 era, pues, muy agradable y estimulante desde mi percepción. Nuestras hijas pequeñas, como se sabe, debían compartir los entusiasmos que nos animaban; se las notaba alegres y juguetonas, como siempre, pero en un tono más brillante aún.
Había otras satisfacciones sucediendo en aquel verano; una de ellas, Esteban Olocco y su familia, con quien pasamos momentos de espiritual armonía al visitarnos. Una circunstancia que olvidé mencionar antes, el descubrimiento, en la librería de Daniel Doñate, de la colección casi completa de Mutantia, una revista–libro de extraordinario nivel, cuyos poquísimos ejemplares introducidos alguna vez en la cárcel nos hubieran dotado de conocimientos y puntos de vista novedosos, profundos, alguna vez, haciéndonos ansiar la posibilidad de conocer el resto de las ediciones, seguramente en pequeñas cantidades. Cuando salimos de la cárcel, la revista Mutantia estaba a punto de entrar en quiebra. Además de ello, había pasado su mejor época; de edición paulatinamente reducida, sus temas tendían a repetirse. Como siempre escaso de recursos, examinaba atentamente en el quiosco cada edición y generalmente no la compraba ya. Pero sus primeros números… ¡Ah, aquellos de los que acariciara con fruición algunos ejemplares en la cárcel, esos que eran un verdadero libro, de cuidado diseño e ilustraciones ingeniosas, con un alto valor estético y originales, aquellos que traían artículos larguísimos y trascendentales de Thomas Merton, Skolimowsky, una extraordinaria entrevista con Castañeda!… ¡no tenía forma de conseguirlos en ninguna parte!
Gracias a la moderada prosperidad de que gozábamos gracias a la venta de nuestra casa, podíamos darnos otra vez pequeños gustos. Ello, unido a lo barato de los precios en Macondo, nos permitió comprar varios números de Mutantia, además de tres libros.
Uno de ellos del mencionado escritor nuevo, Mempo Giardinelli, de quien leyera un reportaje en aquella revista, El Despertador. Ese primer libro leído me gustó mucho, sin imaginar por entonces que pronto conocería al autor.
Creo que compré un par de libros más luego, pero además se había dado un clima de mutua simpatía con Daniel, el librero, quien me regaló otros libros y me introdujo en su grupo de amigos, jóvenes poetas que a la sazón presentaban públicamente su primera antología colectiva. Terminé hablando durante la presentación, una circunstancia muy agradable, con mucha gente en una confitería, donde también actuaron grupos y solistas de rock. Ellos provenían de un movimiento que durante la dictadura militar se había volcado principalmente a la música, eran la segunda generación de aquellos grupos alternativos, presentaban un aspecto combinatorio entre lo oficinesco e intelectual, sin dejar de lado algún moderado toquecito hippie.
Moderado. Era la palabra de aquellos años. Ya habíamos salido de la dictadura militar –estoy hablando de fines del 85 y principios del 86, la dictadura había cesado en 1983–, mas pese a ello se mantenía inalterable casi, aquel pesado corsé metafísico que parecía envolver lo que sucedía en la Argentina, impregnando todas las acciones de sus habitantes con una atmósfera monocorde, por ratos agobiante. Era como si hubiesen desaparecido los colores.
Algo se había quebrado, en un momento que con mi esposa no pudimos ver, por haber estado ambos presos durante esos siete años de dictadura criminal; algo que había convertido a los argentinos en un pueblo gris.
–Le dije que esa propiedad se ofrece por dos mil quinientos dólares. Ni un centavo menos. A ese precio, ya es regalada.
Era verdad. Pero yo no los tenía. Mejor, dicho, si le daba los dos mil quinientos dólares no quedábamos sin nada. Hubiera sido como quemar las naves. Y ya a esta altura de mi vida, sabía que nunca debía quemar las naves.
Puedo pagar mil quinientos– dije con tono lacónico–. Es todo lo que tengo.
El tipo esta vez se fastidió notablemente. Me hubiese dicho eso desde un principio– siseó, mirando hacia el otro costado por la ventanilla. No hubiésemos perdido tiempo viniendo hasta aquí… y no hubiese gastado nafta… –más se sintió enseguida obligado a mesurar su tono–:… le hubiese mostrado otra propiedad más barata…
Pese a ello, no insistió en tal sentido y me llevó hasta la puerta de la parroquia Cristo Rey, mi provisorio hogar.
Bueno, esa noche decidí que si lograba un acuerdo más o menos razonable con Mayer, iríamos a vivir a Fernández. Eso tenía algunos puntos que suscitaban dudas. En primer lugar, si optábamos por este camino, deberíamos construir desde los cimientos nuestra casa. Mientras tanto, tendríamos que habitar en otra alquilada. Y ¿cuánto nos llevaría construir una casa? Nunca había hecho la experiencia, pero recordaba haber visto durar varios años la edificación de algunas bastante pequeñas. Mayer me animaba –“en tres meses puedes construirte una casita como para vivir”. Por cierto, si teníamos dinero suficiente, sería posible –pensaba yo–; pero lo que teníamos ¿alcanzaría para construir algo decente?
Luego estaba esa ambigüedad permanente del sacerdote alemán, que una vez decía algo y a la mañana siguiente dudaba de sus propias afirmaciones o modificaba en algo lo que antes dicho.
Todo esto sucedía en noviembre de 1985. Los días pasaron rápidos, como al parecer tengo destinado, pues casi siempre fue así durante toda mi vida. Salvo un período más o menos breve, en la adolescencia, luego que dejara de estudiar y no tocaba en ningún conjunto, había llegado a sentir algo parecido al aburrimiento. Normalmente me faltaba tiempo para tantas tareas: reflexiones, inquisiciones, objetivos que me proponía, temas musicales que deseaba sacar con mi guitarra eléctrica, historietas sobre cartulina que dibujaba constantemente, se sucedían de un modo incesante en mi existencia, desde que fuera un niño.
En aquel verano del 85–86 fui una vez más a San Francisco de Córdovba, la ciudad donde naciera mi esposa y una de nuestras hijas. Gozamos un tiempo de paz, con mi esposa. Yo había pasado la Navidad un rato con las familias de mi padre y de mi tío Agustín en Santiago y luego con unas seis o siete monjas, hasta eso de las dos de la madrugada, en su convento. Eso me había hecho sentir calmado y feliz. Luego, me parece que dos días después, fui a reunirme con mi esposa y nuestras hijas. Paseábamos, comprábamos pequeñas cosas que suponíamos nos iban a hacer falta para nuestra vida en el campo; un relojito pequeño, con alarma muy suave ("en el silencio del campo, anticipaba yo, los despertadores comunes debían sonar como una bomba”), un calentador a querosén… Teníamos depositado en el banco aún todo el dinero de la venta de nuestra casita; cada semana sacábamos un poco, para estos gastos y los cotidianos de nuestra vida austera, y aún esto con mucho cuidado, tratando siempre de evitar que el dinero se nos fuese demasiado rápido.
Aquel verano fue muy pródigo también para mí en el plano profesional. Mi esposa había descubierto una pequeña pero excelente librería llamada Macondo, adonde fuimos una mañana y salimos con un libro de Mempo Giardinelli. Por aquellos tiempos de nuevas búsquedas políticas, yo compraba una revista llamada “El despertador”, de tendencia filoperonista –coincidente con mi dubitativo semiregreso “a las fuentes” durante el período post prisión–; entre sus colaboradores estaba Grosso, quien por esos tiempos se presentaba como un intelectual “progresista” (lo máximo que se podía exhibir sin peligro de quedar aislado, en aquellos tiempos en que aún se palpaba en el aire el terror colectivo impuesto por la reciente y sanguinaria dictadura militar padecida). En esa revista había leído un comentario y un breve reportaje a Mempo Giardinelli, escritor, exiliado en México durante varios años y cuyo flamante regreso y último libro anunciaba El Despertador. Lo sospeché de un palo semejante al que yo frecuentaba por aquellos tiempos, me cayó simpático desde la foto y por sus declaraciones, me agradó un fragmento y la trama reseñada del libro –Qué solos se quedan los muertos–, estaba en un tiempo en que necesitaba dispersión pero de cierto nivel, así que lo compré. El libro me encantó. Creo que lo leí en dos o tres días. También compré otros libros en Macondo. Uno de ellos fue Franny & Zoey, de J. A. Salinger. Esta era una novela más densa –aunque pequeña en extensión–, también la leí en aquel verano, pero su influencia fue mucho más profunda en mis pensamientos, hasta el punto de perdurar e inducirme un constante anhelo de releer este libro, una y otra vez durante todo el ya largo período transcurrido.
El dueño de la librería resultó ser un poeta joven, y nos invitó a la presentación de una antología de jóvenes poetas de Rafaela, que se haría en un bar. Allí fuimos, con nuestras tres chiquitas. Había un ambiente agradable; los poetas eran también músicos, hacían un rock semejante al de Sui Géneris –por cierto– y promediando el encuentro me invitaron al escenario para decir algunas palabras. Todo salió muy bien. Regresamos a casa no muy tarde, sí muy contentos, con la Lupita dormida en su cochecito y la Popita durmiendo, alternativamente, en mis brazos o en los de mi esposa.
La Popita ya estaba bastante pesada, en unos días iba a cumplir sus dos años. Mi esposa se había puesto muy linda nuevamente, y se la notaba especialmente animada (bueno, se sabe que ella es de por sí una de esas personas que no se desanima completamente jamás, en mi vida he conocido en verdad pocas personas de tanto temple como ella, pero quiero decir que esta vez estaba particularmente animada). La renovación de nuestros objetivos, bajo un nuevo proyecto, el alejamiento de la sombra de la separación, la moderada prosperidad que otra vez gozábamos, suscitaba desde nuestros espíritus una atmósfera entusiasta y vibrante a nuestro alrededor.
Seguí visitando a Daniel Doñate, el poeta de la librería Macondo, y en una de esas oportunidades me dijo que ellos tenían una Rotaprint, donde habían impreso la antología que recientemente presentaran. Si yo quería editar algún pequeño libro, sólo debía comprar papel y ocuparme del tipiado; ellos pondrían lo demás, masters, tinta, máquina y trabajo, para que saliera con su sello: Macondo Ediciones. Lo único que tenía allí como para editar rápido era un cuaderno con casi todos los poemas escritos en la cárcel (en realidad sólo como un ejercicio para mejorar mi prosa); esto agregó entusiasmo a los días del verano. Me pasé pues algunas jornadas transcribiendo los poemas con una maquinita portátil de mi cuñada, que tenía tipos muy claros y agradables. No era labor sencilla, puesto que además debía ordenar las páginas de tal forma que fuesen formando cuadernillos, los cuales en conjunto constituirían el libro, naturalmente numerado en sus páginas correlativamente. Por suerte había trabajado en imprentas lo suficiente ya antes de la cárcel –y luego en la cárcel, fabricando artesanalmente revistas y libros clandestinos–, así que la tarea resultó controlable.
Pasaron entonces aquellas fechas tan cargadas de símbolos espirituales y sentimientos, el 31 de diciembre, primero de enero, el día de Reyes y por si fuera poco el 18 de enero, fecha en que cumplía años nuestra hijita Rocío. Enseguida vendría el cumpleaños de la Lupita –22 de febrero– con lo cual el verano se había convertido para nosotros, desde 1984, en un período pleno de dulces emociones.
Aquel verano de los 85 y 86 era, pues, muy agradable y estimulante desde mi percepción. Nuestras hijas pequeñas, como se sabe, debían compartir los entusiasmos que nos animaban; se las notaba alegres y juguetonas, como siempre, pero en un tono más brillante aún.
Había otras satisfacciones sucediendo en aquel verano; una de ellas, Esteban Olocco y su familia, con quien pasamos momentos de espiritual armonía al visitarnos. Una circunstancia que olvidé mencionar antes, el descubrimiento, en la librería de Daniel Doñate, de la colección casi completa de Mutantia, una revista–libro de extraordinario nivel, cuyos poquísimos ejemplares introducidos alguna vez en la cárcel nos hubieran dotado de conocimientos y puntos de vista novedosos, profundos, alguna vez, haciéndonos ansiar la posibilidad de conocer el resto de las ediciones, seguramente en pequeñas cantidades. Cuando salimos de la cárcel, la revista Mutantia estaba a punto de entrar en quiebra. Además de ello, había pasado su mejor época; de edición paulatinamente reducida, sus temas tendían a repetirse. Como siempre escaso de recursos, examinaba atentamente en el quiosco cada edición y generalmente no la compraba ya. Pero sus primeros números… ¡Ah, aquellos de los que acariciara con fruición algunos ejemplares en la cárcel, esos que eran un verdadero libro, de cuidado diseño e ilustraciones ingeniosas, con un alto valor estético y originales, aquellos que traían artículos larguísimos y trascendentales de Thomas Merton, Skolimowsky, una extraordinaria entrevista con Castañeda!… ¡no tenía forma de conseguirlos en ninguna parte!
Gracias a la moderada prosperidad de que gozábamos gracias a la venta de nuestra casa, podíamos darnos otra vez pequeños gustos. Ello, unido a lo barato de los precios en Macondo, nos permitió comprar varios números de Mutantia, además de tres libros.
Uno de ellos del mencionado escritor nuevo, Mempo Giardinelli, de quien leyera un reportaje en aquella revista, El Despertador. Ese primer libro leído me gustó mucho, sin imaginar por entonces que pronto conocería al autor.
Creo que compré un par de libros más luego, pero además se había dado un clima de mutua simpatía con Daniel, el librero, quien me regaló otros libros y me introdujo en su grupo de amigos, jóvenes poetas que a la sazón presentaban públicamente su primera antología colectiva. Terminé hablando durante la presentación, una circunstancia muy agradable, con mucha gente en una confitería, donde también actuaron grupos y solistas de rock. Ellos provenían de un movimiento que durante la dictadura militar se había volcado principalmente a la música, eran la segunda generación de aquellos grupos alternativos, presentaban un aspecto combinatorio entre lo oficinesco e intelectual, sin dejar de lado algún moderado toquecito hippie.
Moderado. Era la palabra de aquellos años. Ya habíamos salido de la dictadura militar –estoy hablando de fines del 85 y principios del 86, la dictadura había cesado en 1983–, mas pese a ello se mantenía inalterable casi, aquel pesado corsé metafísico que parecía envolver lo que sucedía en la Argentina, impregnando todas las acciones de sus habitantes con una atmósfera monocorde, por ratos agobiante. Era como si hubiesen desaparecido los colores.
Algo se había quebrado, en un momento que con mi esposa no pudimos ver, por haber estado ambos presos durante esos siete años de dictadura criminal; algo que había convertido a los argentinos en un pueblo gris.