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  • Memento

     

    El amor tiende a llegar cada vez más lejos. Pero tiene un límite. Cuando ese límite se sobrepasa, el amor se vuelve odio. Para evitar ese cambio, el amor debe hacerse diferente.
    El amor tiene necesidad de realidad. ¿Hay algo más tremendo que descubrir un día que se ama a un ser imaginario a través de una apariencia corporal? Es mucho más tremendo que la muerte, porque la muerte no impide al amado haberlo sido.
    Ese es el castigo consistente en haber alimentado al amor con la imaginación.
    Todo cuanto es vil y mediocre en nosotros se rebela contra la pureza y tiene necesidad de mancillar esa pureza para salvar su vida.
    Mancillar es modificar, es tocar. Lo bello es lo que no cabe querer cambiar. Dominar es manchar. Poseer es manchar.
    Amar puramente es consentir en la distancia, es adorar la distancia entre uno y lo que se ama.

    Simone Weil

     memento

     

    Ocurrió el lunes 11 de febrero de 2019, hacia las cuatro de la madrugada. Luego de varios días de intensa concentración psíquica, desvinculado de todo factor distractivo, pues transcurría esas horas en una casa lo suficientemente grande como para apartarme del ajetreo urbano, con la única compañía de un gallo, cuidándome de no invadir su área de desenvolvimiento, un patio arbolado al cual raramente me acercaba. Sin radio, televisión, teléfonos ni internet. Y esa noche, también sin electricidad, debido a un providencial corte.* 

    * Posiblemente usted sabe que los flujos eléctricos son vehículos idóneos para entidades elementales, que no siempre aportan moléculas favorables al equilibrio psíquico de humanos, animales o plantas. 

    El suceso en cuestión consistió en franquear, con mi íntegro cuerpo físico,  etérico, de luz y mental, el pórtico de una dimensión paralela. Ingresé en un espacio formalmente parecido al lugar donde estaba alojándome (calle Moreno 970, casi Avenida Roca, hacia el Oeste, en la ciudad de Tucumán). Pero en vez de pavimentadas, las calles eran de pura tierra. Solamente con un cordón de cemento armado delimitando las aceras. En esta oportunidad el callejón aparecía agrietado profundamente, por huellas  bastante pantanosas tras una lluvia pertinaz. Desde la vereda de enfrente, dando la espalda a un edificio de departamentos y un recibidor colectivo de rejas rojas cuadrangulares, pude contemplar la aparición de Clara. Cual velero en mar mecido apenas por la brisa ella avanzaba sobre una vereda de mi derecha, que a veinte metros de donde yo me embelezaba, se unía formando un ángulo recto sobre el piso. Al contemplarla acercarse pude captar también, tras un ancho ventanal, a mi abuela y a mi nieta, adecentando el jardín. 

    Vi acercarse a Clara con arrobamiento en mi pecho ‒quizá en alguno de nuestros diálogos hube de mencionar su incomparable hermosura. Si no lo hice, por favor considere tal concepto como garantizado hoy‒. Su ropa era sencilla, de gusto fino. Sólo pollera y top, la primera hasta poco antes de la rodilla; hasta la cintura el segundo, apenas lo suficiente para cubrir su ombligo y terminando arriba en dobladillo redondo con pliegues, sostenido alrededor del cuello por un cordel de viyela marrón. De viyela o algo parecido eran asimismo las prendas, como pude comprobar pronto al ser bendito con la posibilidad de recorrerlas bajo las yemas de mis dedos. 

    Estremecido de alegría y gozo, apenas atinaba a otra cosa que recorrer apacible, lánguidamente su espalda, sobrevolando apenas mis dedos la suave textura de los ondulados pliegues que su bonita remera formaba entre la cintura y su cervical, mientras ella, con voz dulce, hablaba. Mis ojos se humedecían como reacción a cierta consciencia del largo tiempo pasado entre nuestra última cita y la presente, agregando algunas pinceladas de sutil umbrosidad a los sentimientos, por lo demás exultantes, aunque sin mayores exterioridades. Más que esa delicuescente afabilidad que mi corazón albergaba, distribuyéndola por todo mi cuerpo desde la cabeza a los pies, la cual me llevaba a compadecerme de ella, a intentar con toda mi alma contener la suya, aprobar y asimilar todos sus razonamientos, saborear cada una de sus palabras ‒que no eran celebratorias‒ como si de delicadísima ambrosía se tratara. Por qué no eran celebratorias ‒sus palabras‒. Porque se quejaba, de que esa tarde íbamos a tener que separarnos temprano, pues ella debía cumplir un trámite universitario acompañada por su papá. (Se me representó la figura corpulenta,  de civilizada arrogancia, traje gris, zapatos negros, corbata roja, sombrero, sobre un peinado a la gomina, impecable, como todo lo demás, expresión displicente, seguridad de sí mismo en el rostro.) No sentí nada por él. Nunca sentí nada por él. Incluso alguna vez llegué a venderle mis únicos, venerados, casi inconseguibles discos de Janis Joplin sin chistar, sólo porque era el padre de Clara. Quiero decir con esto que sentía su presencia en aquella tragedia y los posteriores actos atroces que ejecutaría en relación con mi amada como una fatalidad inevitable. Como una saeta mortífera que de cualquier manera debía alcanzar la nuca de un determinado guerrero aunque se hallara entre miles de ellos y en la oscuridad. 

    Clara me decía lo fastidioso que resultaba para ella ese trámite, máxime en esta oportunidad pues se había ilusionado en acompañarme a hacer mis propios trámites ‒en este caso los de mi familia‒, dada la diferencia de sentimientos que la embargaban al sólo caminar conmigo o con su padre al lado. Yo sentía hacia ella una ternura semejante al de un papá primerizo acogiendo entre los brazos desnudos a su bebé recién nacido colocado allí por un médico luego de cortar el cordón.

    Caminamos un poco al azar, metiéndonos insensatamente en la calle de tierra, y casi cuando la habíamos cruzado por completo uno de los pies de Clara se hundió en el barro. Clara llevaba esas sandalias muy anchas con planta de corcho, aunque no tan exageradas como las que normalmente se usan. Se quitó la sandalia embarrada cruzando una de sus bonitas pantorrillas sobre la otra rodilla y trató de limpiarle con las manos pero yo se lo impedí, con delicadeza. Extrayendo un pañuelo de mi bolsillo trasero, pude quitarle todo el barro y le devolví la sandalia. Enseguida se la colocó. Logramos alcanzar la vereda, descansando un momento contra las rejas rojas cuadrangulares. Y ella me besó. 

    Me besó poniéndose contra mi cuerpo con esa actitud tan absoluta como solía, de modo que nos uníamos desde los tobillos hasta las frentes formando una sola masa. El beso de Clara puso en movimiento dentro de mí el Concierto para piano y orquesta Nº 2 de Rachmaninoff y la felicidad más absoluta de mi existencia comenzó a fluir por cada una de mis células nuevamente como toda vez que Clara me besaba, tras Evos, elevándome de manera absoluta y sublime hasta el vuelo total como ninguna otra circunstancia de mi existencia había sido ‒ni sería luego‒ capaz de inducir jamás. Mis manos acariciaban apenas su cuerpo por sobre la suave remera de viyela estampada, que lucía florecillas naranjas y rojas surgiendo de entre hojas color verde oscuro y tallos marrones, sobre un fondo gris, igual que la falda.  Entonces sentí un sacudón leve y percibí sobre las pestañas de mis ojos entrecerrados a mi nietita, que tomando con una mano la pollera de Clara, apenas un poco por debajo de sus nalgas, trataba de llamar nuestra atención zarandeándola (yo sentía en mi cuerpo esos sacudones, prueba de lo unidos que estábamos con Clara); “abuelo”, “abuelo”, exclamaba mi nietita; apartamos un poco nuestros labios, manteniendo juntas sus comisuras, y mirándonos, nos sonreíamos con mi nietita. Ella comprendía nuestra felicidad, la hacía suya... Luego de eso nos dijo: “La abuela dice si puedes pagar, también, esta boleta”. Y me extendía una boleta de la Electricidad. “Sí, mi amor”, contesté yo tomándola. Contenta, ella regresó corriendo hacia su tatarabuela. 

    Volvimos a caminar con Clara, esta vez teniendo especial cuidado de no meternos en el barro. Entonces apareció mi papá. Aparentaba unos 43 años, más o menos como en la era en que nos habíamos tratado con Clara. Por lo cual yo ‒recuérdese que mi nieta me había llamado abuelo‒ debía llevarle ya unos 26 años. Entonces, habíamos confluido en esa dimensión mi nieta, de unos 8 años, mi abuela ‒ausente ya en la anterior dimensión‒, yo, 69, mi papá, el papá de Clara, y Clara, todos ausentes en la dimensión anterior con una edad aproximada a la que tenían a principios de 1972. Mi papá me dirigió una mirada burlona, un tanto desdeñosa, junto a su sonrisa condescendiente, expresiones que yo conocía muy bien y significaban algo así como “chango, sigues desperdiciando tu existencia”. Esto me provocó tal molestia, tristeza e incomodidad, que me desvanecí de aquella dimensión. Volví a encontrarme, en cuerpo y alma, sentado junto al lecho matrimonial de los padres de Dardo Salum, sobre una silla tapizada. Hacía calor. Caminé por el extenso pasillo hacia las antiguas puertas de hierro con vitrales, y me asomé al patio arborecido. Estaba muy oscuro. Aún no se había despertado el gallo.

     

    Miércoles 6 de marzo de 2019

     

    11:30. Hoy estuve otra vez en la capilla de La Merced. Clara se quedó en la vereda, esperándome. Siempre lo hace. No le interesan las iglesias ni los curas. Salvo que puedan sernos útiles en algún sentido corporal. Como aquella vez que debimos refugiarnos en la iglesia de La Montonera, porque se había largado a llover. Al salir luego de rezar principalmente dando gracias y rogando que Clara siguiese esperándome afuera y no se hubiera ido me envolvió su alegría. Bajé del cordón metiéndome en el tránsito de bestias con apariencia humana que conducen todo tipo de vehículos motorizados y una gran camioneta negra tuvo que frenar luego de haberse lanzado con imprudencia sobre nosotros. Atravesó a Clara quien, como se sabe es ingrávida e inmune a la grosera materia de esta Tierra, y se detuvo sólo a unos veinte centímetros de mí. No pude ver si era bestia con cuerpo de hombre o mujer quien la conducía, pues los vidrios de su parabrisas también eran negros. Al llegar al negocio de mi amigo Abrahan Dip lo encontré en la puerta y nos pusimos a conversar. De repente vi un tubo que salía del negocio de enfrente, un local de discos y libros, adonde ahora está Lave Rap; un tubo serpenteante que sólo yo veía, pues Abrahan seguía contándome su historia como si nada, me di cuenta. Entonces, discretamente me despedí e ingresé por allí.