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  • Alberto después de la cloaca

    Bien, miren, para no hacerles perder tiempo, trataré de contar esto rápido. No sé si será muy interesante. Yo iba caminando, una noche brumosa, por la calle Olaechea y Alcorta, al lado del Parque. Reconozco que había tomado mis dos copas. Pero no iba machado, no. Apenas contento. De repente, me caigo. No sé cómo ni dónde, porque el suelo desapareció bajo mis pies. Sin dolor, me encontré sentado en el suelo de un recinto como de 30 metros cuadrados, similar en su forma a una bombona de las que se usan para guardar elementos gaseosos. A izquierda y derecha agujeros, con sus bocas redondas. dark, laberinto, einstein
    ‒¡Zas ‒digo‒, me he caído en una encrucijada de cloacas!‒ Y me dispongo a ver el modo para salir de allí.

    De sólo mirar me convenzo de que no me va a ser posible trepar. Ni se ve la boca de salida. Debe ser por la noche, pienso. Lo cierto es que me largo por una de las tuberías. No sin aprensión, claro, pero a poco me sorprendo porque está todo limpio. Ni sombra de suciedad. Una vez andados cerca de 100 metros me percato de que las supuestas cloacas eran de un material muy liso, como plástico o algo así, no cemento. “Habría que felicitar al gobierno”, me digo. No termino de pensar esto cuando, ¡bum!, caigo de nuevo. Otra vez en una bombona de tuberías. Bueno. Elijo otra tubería al azar y me largo nuevamente.
    Al final de ella, encuentro como una conexión, dos bocas a izquierda y derecha. Hago ta-te-tí y me zampo en la de la izquierda. Pero qué les cuento, no llego ni a la mitad, cuando: ¡bum! De nuevo abajo. “Esto se está poniendo poco original”, pienso. Y decido seguir. Por suerte está todo limpio. Mi traje ni siquiera se ha salpicado. Así continué un rato largo, subiendo y bajando, al este y al sur, y también al norte, y quizá al noroeste, hasta que agarré al fin un tubo que ascendía. Subí y subí, esta vez sin caídas, y cuando vi la luz del exterior como a cincuenta metros, tuve miedo. No vaya a ser que justo ahora caiga de nuevo, dije (en voz alta, total nadie me escuchaba).

    Pero no. Tranquilamente, llegué al final. Y salí a mi ciudad. ¡Oh sorpresa! Ya no era la misma. Yo, a Santiago la conocía como a la palma de mi mano. Los veinticinco años que tenía los había pasado aquí. Era Santiago, pero... ¡cómo había cambiado! La gente iba vestida de un modo diferente. Todo estaba lleno de autos muy feos y el ruido era insoportable. Había emergido cerca del Mercado.

    ‒Disculpe señora‒ le dije a una chipaquera, que vendía en la calzada‒ ¿en qué fecha estamos?

    ‒2 de agosto‒ me contestó la vieja, sin dejar de masticar.

    ‒Pero ¿de qué año?‒ digo. La vieja me mira como si fuera opa, y me contesta:

    ‒De 1989, pues.

    ¡Qué! ¡Han pasado 54 años! ¿Cómo puede ser? ¡Con razón está todo tan distinto! Rápido agarro por la Pellegrini, en busca de mi casa. Llego a la 25 de Mayo y doblo, con el corazón a toda carrera. Media cuadra.

    Allí está. Mi casa. Apenas un poquito más vieja, pero bien pintada. Cuando estoy por abrir la puerta digo: “no, quién sabe si ha cambiado de dueños”. Y decido tocar el timbre pues la aldaba ya no está. Son las diez de la mañana. Me atiende una morenita como de diecinueve años.

    ‒¿Señor? ‒me dice.

    ‒Digamé, ¿quién vive aquí? ‒le pregunto.

    ‒La familia Revainera.

    ‒Ah, entonces he venido bien, le contesto, porque yo también soy Revainera.

    Me hacen pasar y conozco a la dueña de casa. El marido no está, trabaja en el banco. Pregunto el nombre del marido. No me suena. Pregunto cuántos años tiene el marido, veintinueve, me dice. ¡Lo parió! ¡Es mayor que yo!

    Cuando vuelve el tipo del trabajo no puede creer que yo soy Alberto Revainera.

    ‒¡Pero si ha muerto hace más de cincuenta años! ‒me sostiene.

    ‒Y ¿de qué ha muerto? ‒digo sin convicción.

    ‒¿Sabe que no lo sé?... ‒contesta‒. Y ahora que lo dice... mi padre y la familia solían comentar que el tío Alberto había desaparecido de un modo muy raro...

    Al fin mi sobrino-nieto tuvo que creerme que yo era yo. Le mostré la libreta. Toda una prueba, como se sabe.

    De a poco, los viejos de la familia empezaron a desfilar para observarme. Los viejos eran mis sobrinos, mis primos menores. ¡Qué cosa! Con el tiempo, todos se habituaron a mí y a nadie llamó la atención verme a diario.

    Por suerte mi sobrino-nieto no se negó a darme la misma habitación que ocupaba hace cincuenta y cuatro años. Conseguí un puestito en la municipalidad. ¿Qué más se puede pedir?
    Bueno. Esta es la historia. No sé si les habrá parecido interesante, como para poder figurar en algún anecdotario. Hace poco me he puesto de novio. Ella es muy buena y le encanta escucharme contar historias de mi tiempo, como el fusilamiento del cabo Paz, por ejemplo.

    Lo único que no me gusta, de las chicas de ahora, es que son demasiado liberales.