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Blog - Page 13

  • Sábado de Gloria

    Conocí a Gloria en Córdoba, durante una manifestación. Ese viernes 21 de septiembre de 1973, por la tarde, había ido a un gran encuentro de masas donde se repudiaba el reciente golpe militar en Chile.

    Todos los negocios estaban cerrados a las siete y media de la tarde y la multitud se derramaba a lo largo de unos trescientos metros sobre la ancha avenida Vélez Sarsfield, de Córdoba.  Desde un altísimo escenario, un estudiante leía comentarios y adhesiones. La tarima se había instalado usando una estructura de caños de acero, sobre la fachada de la Facultad de Ingeniería. Con la excusa de cubrir el acto en mi condición de periodista, yo había ido solo. No me agradaba integrarme a los grupos bochincheros de las barras, que te obligaban a gritar o, en caso contrario, quedar como un descolgado.

    Logré ponerme muy cerca del escenario –mostrando mi credencial– en un lugar que mantenían despejados los miembros de seguridad de los organizadores del acto.

    Había empezado a hablar Agustín Tosco cuando sentí en la nuca que alguien me miraba. Al darme vuelta hallé como a veinte metros para atrás, observándome, a unos ojos extraños. Eran como si no tuviesen espacios blancos. Como si toda la abertura estuviese ocupada por el iris; unas almendras brillantes y suaves, hechiceras, inteligentes, vitales. Su dueña poseía un rostro eslavo, fino, de una belleza perfecta, cuya agudeza en los ángulos inferiores lucía serenada por un par de pómulos simétricos y una frente ancha, comba, dotando al conjunto de un levísimo aire dominante.

    Con un pretexto banal me acerqué. Junto a ella estaba cierto conocido, un joven rubio y con ojos celestes que alguna vez charló conmigo en las reuniones del FAS.

    –¿Tienes un cigarrillo?– le dije. ¡Los negocios cerrados y yo me olvidé de comprar!

    Sacó el paquete y me invitó uno. En ese tiempo, todos los revolucionarios fumábamos Particulares sin filtro.

    –¿No me presentas a tu novia?– avancé, mientras me acercaba su encendedor.

    – Somos compañeros de Facultad– dijo “El Pato”–: Gloria, un compañero del FAS y de la revista “Posición”…

    Ella también estaba esperando eso; sonrió. “Mi hermana”, dijo luego, indicándome a quien tenía al lado.

    Estuve con ellos sólo el tiempo necesario para estudiar a la muchacha que me interesaba. Ella me había traído. En realidad, desde el momento mismo en que me acerqué a Gloria, tuve la sensación instintiva –incómoda para mi mentalidad machista– de que era ella quien manejaba la situación. A pesar de mi desenvoltura “canchera”, de “seductor”,  sus ojos me habían arrastrado, con un sutil lazo magnético, hacia donde estaban.  Se dejaba mirar ahora con la mayor indiferencia, segura de que mi inspección aprobaría su cuerpo perfecto, elástico, de curvas suaves, inmejorables.  “¿Vas a ir a la Peña del FAS?”, inquirí algo esperanzado, antes de despedirme. “Creo que sí…”, contestó.

     

    Como a las diez de la noche del día siguiente llegué a la Peña del FAS y comprobé con satisfacción que Gloria ya estaba.  Con su hermana, y un grupo donde también se veía al Pato. Este chango se la quiere atracar, pensé entonces. Impresión que se acentuaría cuando, ya saliendo con ella, él me contara que casi todas las noches estudiaban juntos, hasta el amanecer. En una de aquellas ocasiones, ya en pleno noviazgo, la busqué muy temprano por algún asunto que no recuerdo ahora. Estaba el Pato. Junto a él, ambos sobre una especie de sofá, ella… en transparente y cortísimo camisón. Cuando le pregunté luego, celoso, si no le parecía provocativo estudiar tan liviana de ropas con un hombre, me dijo que no. “El Pato es como un hermano para mí”, justificó. Sin embargo,  algunas semanas o quizá meses más tarde, estando solos durante un trabajo en la imprenta de Posición, El Pato me confesaría estar enamorado de ella. “¿Qué puedo hacer?”, me preguntaría, con aire implorante. “Y… declarátele”, contesté con cinismo. Para entonces Gloria y yo habíamos llegado a un grado de intimidad bastante avanzado. Más o menos común en las jóvenes parejas de entonces, dispuestas no sólo a revolucionar el orden político y económico, sino también la vieja moralina, con que solía reprimirse la sexualidad. Gloria nunca me contó si El Pato se le declaró o no. Solía ser hermética en sus cuestiones personales, cualidad que me disgustaba.

    La noche del sábado 22 de septiembre de 1973, entonces, comenzó de un modo muy feliz para mí. Ya que apenas luego de atravesar el ancho pasillo del FAS atestado de jóvenes, divisé a Gloria con su grupo alrededor de una mesa, justo al lado de la pista de baile. Casi simultáneamente con aquella comprobación, para mi fastidio, escuché una voz femenina que me llamaba. Laysa. Me había olvidado de ella. Era la chica judía con la que estábamos saliendo, aunque de un modo absolutamente informal. Nos encontrábamos casi al azar. Pese a ello, el vínculo generaba aunque más no fueran pequeñas obligaciones. “Qué lo parió”, pensé. Desganadamente me fui acercando a la mesa. Junto a la cantina, demoré artificialmente conversando con Miguel Vega. Guapísimo criollo de cuerpo escultural y ojos verdes. Lo menciono porque poco más tarde Gloria iba a preguntarme su nombre, provocando un molesto pellizco en mi orgullo.  “Miguel Vega. ¿Te gusta?”, le dije, repreguntando a la vez. Estábamos bailando.  Por unos segundos, ella bajaría la mirada. Sólo para alzarla otra vez, desafiante. “Claro”. Contestó. “Es hermoso”.

    Otra vez Laysa me llamó y no pude eludirla esta vez. Había acercado una silla para mí, ya, junto a las dos mesas que con su numerosa agrupación rodeaban. Estábamos muy cerca del escenario. En aquel momento un santiagueño, “Lalo” Jiménez, cantaba chacareras tocando la guitarra. “¡Cómo te has demorado!” Recriminó Laysa, rubiecita algo pequeña aunque bonita de cara, con ojos celestes y físicamente bastante bien dotada. “¿Qué apuro hay?”, pregunté. “Esto está aburrido… queremos ir a La Taberna de Julio”, contestó. ¿Vienes?”. “M… eso es en el Cerro de las Rosas… lejos para mí… ando a pie…”, dije. “Vamos en cuatro autos… hay lugar de sobra”, contestó ella. Una de las cosas que no me caían bien de Laysa y su grupo es que eran todos muy pequeño burgueses. Todos blanquitos, educados, prolijos, típicamente clase–media–alta, aunque se esforzaran para mostrarse como revolucionarios. Por lo demás, formaban parte de un pequeño grupo universitario trotskista –Espartaco “Mayoría”– que se había integrado al FAS.  ¿Cómo haría para librarse de ellos? Decidió ser directo. “No. No voy.”, exclamó con brusquedad. “¿Por qué?”, se asombró ella. “Porque no quiero…”, dijo Juan Cruz: “…prefiero quedarme, para mi gusto, está lindo aquí…” Ella no preguntó más. Luego de algunos minutos, todos aquellos jóvenes abandonarían la mesa para continuar su fiesta en el Cerro de las Rosas.

    Juan Cruz decidió subir al escenario. Quería que Gloria lo viera. Para entonces ya había deglutido poco más de medio litro de vino tinto, en la mesa de los pequebús. Estaba entonado. Tomó un bombo y se situó junto a su amigo Lalo. “¿Me dejas cantar una?”, preguntó. “¡Claro!”, se entusiasmó el otro. Juan Cruz cantó “De mis pagos”, la única chacarera que sabía. Entre aplausos se bajó del escenario. Y cómo también Lalo lo hiciera, se acercó al hombre que manejaba el equipo de sonido para pedirle que pusiera música. “Si es posible, algo de Los Iracundos”, pidió. El operador puso “Moritat” (…cierta noche… en un baile… unos ojos, divisé… que me hablaban, de ternura… y de ellos, me enamoré)… Juan Cruz sacó a bailar a Gloria.

     

    Bailamos muchos temas y después le pedí me permitiera sentarme con ellos,  a lo que accedió.  Mentí mi nombre por “seguridad”. Ella no, dijo llamarse Gloria y también que le faltaba poco para ser médica. Estuvimos entonces, comiendo sándwiches y tomando, algunos cerveza, otros como yo vino, bailando cada tanto, como hasta las tres de la madrugada. Luego las acompañaría, a ella y a su hermana, hasta un departamento donde vivían, cerca de la Terminal.  Quedamos en encontrarnos al día siguiente a las seis de la tarde. En Paraná y Boulevard Junín.

     

    Gloria debía ir, para retirar unos apuntes, a la casa de ciertos estudiantes de Medicina, peruanos, que alquilaban casa en un bonito barrio cerca de la Ciudad Universitaria. La acompañé. Luego quedaríamos libres para pasear un rato. Me invitaron a entrar junto con Gloria para compartir la mesa donde estudiaban; eran cuatro o cinco chicos como de veinte años, muy simpáticos. Estuvimos allí sólo el tiempo suficiente como para que le explicaran a Gloria algunos aspectos de los apuntes (“Parasitología y Micología”); enseguida nos fuimos.

    Escribo estas líneas con estremecimientos. Algunos meses después, aquella casa sería allanada por un comando parapolicial. Los chicos, desaparecidos por unos días, aparecieron luego acribillados a balazos. Para completar su faena, los esbirros habían hecho volar la casa en pedazos, poniéndole una poderosa bomba.

    Pero volvamos a ese domingo 23 de septiembre de 1973, en que yo me sentía aliviado y feliz. Y creo que Gloria también.  Cerquita nomás de la casa de sus compañeros, había un lindo bar. Sentados ante una mesita en la vereda tomamos una liviana merienda. Ella escuchó con atención lo más importante de mi vida, que le conté. Especialmente lo referido a la muerte de mi novia Laura. Había prometido ante Dios confesarlo, antes de emprender un nuevo noviazgo. Conversamos luego sobre la situación política. De la cual Gloria estaba bien informada. Después, fuimos a caminar por el  parque.

    La belleza de la ciudad de Córdoba se sostiene en gran parte sobre la cualidad ascendente o descendente de sus calles. Particularmente en los espacios arbolados. La tarde  estaba tibia, Gloria llevaba una liviana blusita blanca bordada, sin mangas. “Es muy bella”, pensé. Mirándola con arrobamiento por vigésima vez, sentados ambos sobre un ancho muro de piedras en lo alto, desde donde se divisaba la majestuosidad del Parque Sarmiento y la ciudad recostada como entre tules nubosos y arboledas coposas, me acerqué hasta quedar pegado a ella. Entonces, nos besamos, por primera vez. Y fue, al menos para mí (creo que para ella también), muy hermoso.