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Blog - Page 29

  • El tigre calcado

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    En la foto: Alex Raymond.

    Juan Carlos Paz Manzione había hecho un león africano sobre papel canson. Ambos llegábamos, más o menos a lo nueve años de edad. Mientras me lo mostraba, su madre me dijo "¿Perfecto, verdad? Mi hijo es un artista. Se nota que es descendiente genético de Homero Manzi".

    La mujer -petisa, gordita- introducía como una cuña en la conversación, cada vez que se presentaba una oportunidad, o aún sin ella, el tema de que su padre había sido hermano de Homero Manzi.

    La cuestión es que yo por entonces no tenía la menor idea de quien fuese el tal Homero Manzi, incluso me parecía frívolo que hubiese debido acortar su apellido para convertirlo en algo fácil.  Lo único que me importaba es que Carlos Paz Manzione había dibujado un león perfecto y su madre se burlaba de mí, sugiriendo de que yo era absolutamente incapaz de crear algo semejante.

    Era un mediodía invernal; apenas dejé los útiles sobre el escritorio de mi padre y abrí la vitrina de la biblioteca, para sacar un hermoso libro sobre los dibujos de Alex Raymond que el señor Bazán, otro vecino, me había prestado. Casi al azar, abrí el magnífico volumen y apareció ante mí un tigre. Era tan magnífico ese dibujo que lo habían impreso a toda página. Estaba aún allí fascinado por la ilustración, sin quitarme el guardapolvos blanco, cuando nuestra Abuela Jita me avisó que había servido el almuerzo.

    Apenas después del postre desplegué sobre una mesa mis herramientas de dibujo. Iba a superar aquel león: copiaría el tigre de Alex Raymond hasta en su más mínimos detalles. No sólo ésto: lo terminaría a tinta china (Carlos había trabajado solamente con lápiz).

    Como a las tres de la tarde ya era muy evidente que no podría copiar perfectamente al tigre. Había desechado seis o siete bocetos, luego de gastar el papel canson con el borrador de goma tratando de disimular mis errores.

    Entonces, apelé a un recurso ilegal: calcaría el tigre. Sin dudarlo, extraje de un estante superior una extensa hoja de papel "manteca".

    En pocos minutos el tigre quedó totalmente copiado sobre el fantasmal elemento. Era relativamente fácil, se trataba sólo de recorrer con el lápiz, línea por línea, el dibujo original, que, al colocar sobre su figura el papel transparente, se manifestaba allí con claridad.

    Luego, con un lápiz de mina gruesa, volví a recorrer todas las líneas del dibujo pero en su reverso. Sombreándolas escrupulosamente, convertía a aquella copia en un molde, donde el reverso actuaría como carbónico.

    Mi hermano Gustavo, todo el tiempo, me observaba. Yo lo trataba con impaciencia, a menudo le ordenaba con malos modos que se fuese a jugar en otro lado. Gustavo era por entonces un niño de 6 años. Se me representaba como un muñequito rosado, con su bonita nariz respingada, sus hermosos y grandes ojos muy abiertos, su pelo suave, dulcemente ondulado... un pequeño ángel, feliz, noble, cándido. Por mi parte, yo era un gañán irascible, taciturno, presto a dañar como una filosa espada a cualquiera que me fastidiara.

    Como a las cinco de la tarde terminé de calcar el dibujo sobre el papel canson. Luego vino el trabajo delicado, engorroso, de rellenar todo con tinta china. Esto era complejo: se trataba de recorrer las líneas del dibujo con plumas o plumines de diferente grosor, de acuerdo con su expresión. Y llenar las sombras -incluyendo algunos árboles, atrás- con pinceles. La tinta demoraba en secarse, y un solo roce del dorso de la mano, o un dedo que se apoyase sobre ella, corriéndola, solía arruinar trabajos de horas. Había que ir soplando los trazos, mientras se los efectuaba, para ayudar a secarlos rápido. Finalmente lo logré. El dibujo quedó maravillosamente concretado. 

    Todavía había que quitar los signos del boceto a lápiz. Con meticulosa paciencia, asegurándome por medio de suavísimos toques con las yemas de los dedos que la tinta ya no estaba húmeda, froté apenas una inmaculada goma de borrar sobre los trazos grises que en porciones milimétricas escapaban de bajo las firmes líneas de tinta. Esto debe de haber ocupado como quince minutos más. Ahora sí. El trabajo quedaba terminado.

    Lo fijé con chinches, desde sus esquinas, sobre un tablero. Lo coloqué vertical, entonces, apoyándolo para que se sostenga sobre una pila de libros. Recién entonces sentí que desde la suave penumbra del salón -casi había anochecido ya- mi abuela me observaba discretamente. Un dulce halo de empatía me unió entonces con aquella anciana que me amaba tanto y cuyo amor yo sentía en todo mi ser de un modo parecido al gas con que funcionaban durante el siglo diecinueve las primeras lámparas.

    Entonces me sentí habilitado para dar el siguiente paso. "Andá llamalo a Carlos Paz", le ordené a Gustavo. "Decile que venga a ver mi lámina".

    Cinco minutos después entraban, no sólo Carlos Paz sino otros cuatro chicos acompañándolo, en nuestro comedor. Los ignoré.

    -Mirá... -le dije, dirigiéndome sólo a Carlos Paz- ...lo dibujé hoy... ¿qué te parece?

    No sólo él, sino los otros chicos estaban asombrados... la magnífica lámina, con ese tigre cuyos ojos parecían fulgurar en medio de las lianas y los árboles del perfecto bosque desde el que emergía, generaba en ellos un pasmo de admiración. Nadie decía nada, pero podía percibirse su asombro y se había creado un clima sacro. Fue entonces que Gustavo dijo:

    -Mientes, Julito... no lo has dibujado... lo has calcado...

    Como una holografía que se desbarata cuando oprimimos cierto interruptor del rayo láser, la escena cambió. Los niños no parecieron sentirse inducidos a proclamar algo. Sólo se dieron vuelta, repentinamente, y se fueron corriendo, en medio de una algarabía de chanzas.

    Luego de que todos se hubieran ido, quedamos inmóviles durante algunos minutos, Gustavo, nuestra abuela, y yo. En medio, alumbrado por una lámpara, el dibujo magnífico que se había desangelado. Entonces fue que nuestra Abuela Jita sentenció, dirigiéndose a Gustavo:

    -Eso no tiene que hacerlo nunca, hijo. Nunca desmienta, en público, a su hermano.

    Fue todo. 

    Como dije, yo era un niño agresivo. Con frecuencia mi hermano solía padecer sobre su cuerpecito rosáceo mis imprevisibles reacciones. Nada que lo hiriese, por cierto, pero sí coscorrones, sopapos. Nunca lloraba. Solía reírse y huir. O buscar refugio, en la pollera sagrada de nuestra abuela Jita.

    Esta vez no intenté represalias. Sólo fui a darme un baño.  

    Mientras cenábamos, silenciosamente, los tres, sentí flotar sobre mí algo extraño.  Como un apocamiento. Que me impedía mirar directamente a los ojos, a mi hermanito Gustavo.