Ok

By continuing your visit to this site, you accept the use of cookies. These ensure the smooth running of our services. Learn more.

Blog - Page 44

  • Beatlemanía en Santiago del Estero

    El nombre fue idea de Kililo. Según él significaba algo así como "los loquitos". -Aunque no se puede traducir literalmente, porque es una expresión idiomática de los ingleses-, explicó doctoralmente Kililo, mientras Hugo Mansilla y yo, legos, callábamos respetuosamente. Hoy buscando en internet hallé sólo tres traducciones: "los maniáticos", "los obsesivos", "los acosadores".
    Éramos cuatro: Marcelo Oller, en batería, Kililo Alfano, guitarra y voz, Hugo Mansilla, bajo y voz, y yo guitarra.
    Hugo no había podido resignarse a la humillación inferida por el Flaco Curto, y andaba empeñado en demostrar su capacidad para organizar un conjunto de primera.
    Lo del Flaco había ocurrido varios meses atrás, en la primavera del 66, según creo, durante una actuación en el Lawn Tennis. Estábamos todos nerviosos, pues la Coca Cola, que organizaba esto a lo grande, había montado un altísimo escenario metálico, desde donde se veía a la gente desde la distancia. Y nos sentíamos demasiado exhibidos, con la agravante de unos poderosísimos reflectores que nos iluminaban, encegueciéndonos. Desde mi puesto únicamente alcanzaba a distinguir bien los reflejos en la gran pileta de natación y los lejanos eucaliptus del parque. Todo el tiempo el Flaco Curto -quien como muchos porteños era hiperactivo, neurótico y agresivo- se la había pasado regañando a Hugo sobre el escenario. Como se sabe, este tipo de actitudes no hacen más que aumentar la inseguridad en quien las recibe, provocándole más errores. Lo cierto es que al día siguiente, en el Grand Hotel donde ensayábamos, sucedió una discusión muy desagradable entre el Flaco y Hugo. Después de la cual terminaron su relación de una manera fulminante. En el discurso del Flaco habían abundado las consideraciones despectivas. Por ello mi alusión del principio: esto resultó a la postre, para Hugo, un incentivo más.
    Los ensayos de los Stockers -como terminaron llamándonos, pues el "The" solía perderse en nuestra charla coloquial- solíamos hacerlos en Trevi, donde también transcurriría nuestra breve pero intensa actividad artística. Era el otoño del 67.
    Nos llevábamos bien. Marcelo era un joven agradable, bastante parco, y disciplinado. Hugo, inquieto, rezongón, sustentaba sin embargo por formación familiar la sociabilidad barroca de los santiagueños, lo cual era imprescindible en nuestra cultura, aún colonial en los 60. Kililo, "loquito", cultivaba este aspecto en realidad más como un rol, por medio del cual obtenía extraordinaria popularidad entre la juventud de entonces.
    Desde las primeras actuaciones fuimos aclamados. Enseguida "Johnny" Diéguez -el magnate rector de entonces-, puso sus ojos en nosotros. Y como Lito Prieto, el empresario de Trevi, era su competidor inmediato, nos hizo ofertas para actuar "exclusivamente" en su confitería, La Ideal.
    La música que tocábamos, siguiendo la actitud de los Mod´s, era aún bastante ecléctica. Con el ingreso de Kililo, introdujimos los temas famosos de los Beatles, que él manejaba a la perfección. Pero seguimos tocando composiciones de Status Quo, The Who o Credence Clearwater Revival, de acuerdo a una tradición iniciada entre Hugo y yo.
    Una noche -ya casi al final de nuestro ensamble- tuvimos oportunidad de lucir otro aspecto de nuestras posibilidades musicales. Por alguna razón que no puedo determinar muy bien hoy, Kililo no había venido. Era un sábado, la noche de mayor concurrencia en Trevi. Nosotros debíamos actuar dos veces, pero lo que provocaba mayor inquietud era la presencia de un conjunto de Buenos Aires, que había sido promocionado como excelente.
    the-who--my-generation.jpgEstábamos algo nerviosos, entonces, pues temíamos resultar opacados por los porteños ante nuestro público. Así las cosas, la confitería comenzó a llenarse y llegó la hora de subir al escenario. Pero Kililo no aparecía. En su casa no estaba y tampoco habíamos podido localizarlo en otros lugares adonde llamamos. Hugo estaba demudado, y cuando decidimos subir pese a todo me dijo: "yo no quiero cantar, vamos a hacer temas instrumentales". Fue algo inusual. Tal vez intimidado también por la presencia de los porteños, Hugo no quiso arriesgarse. Además, creo que tenía algún problema de garganta (un resfrío o algo así). Entonces subimos los tres, Marcelo, Hugo y yo, al escenario. Desde arriba se veían las luces y la multitud alrededor de la pista, aún vacía, como un espectáculo ominoso. Arrancamos con un rock improvisado, en mi mayor. De inmediato, salieron cuatro parejas a bailar.
    Eso nos dio ánimo. Nuestro sonido era excelente, lo cual nos ayudó mucho a la hora de competir. Pues como se verá, los porteños resultaron un fiasco, principalmente por la endebles de sus equipos. Tocamos temas populares deljazz y bossa nova, como "De buen humor", "Caravana", "Acuarela Brasileña", "Tico Tico no fuba"; otros de moda por entonces, como "Rezo una pequeña plegaria", en la versión de los Tijuana Brass y también canciones populares adaptadas, como "Dalila" de Tom Jones o "Penny Lane". Eran todos temas con los cuales yo estaba muy familiarizado, por haber estado tocando ya casi un año con mi anterior grupo, instrumental.
    Como dije, la actuación de los porteños no satisfizo. Apenas lograron colocar unas pocas parejas en la pista, y aún estas la abandonaron enseguida. En las posteriores charlas con aquellos jóvenes, pues compartíamos una mesa de la confitería, Hugo había perdido por completo las arrugas que antes surcaran su frente y exhibía un talante ganador. Estaba, por lo demás, eufórico. Pero debo rescatar nuevamente un matiz de su personalidad. Y es que aún en tales circunstancias, cuando habíamos demostrado notablemente ser superiores a los otros chicos, no se permitió el más mínimo gesto de suficiencia en su conversación con los porteños.

    Por esos tiempos yo tenía un benefactor: Homero Luna. Trabajaba como representante en Santiago de todos los sellos discográficos más importantes: RCA, EMI, Odeón. Supongo que se hizo amigo de mi papá en el periodo en que este era director artístico de LV11, la Radio. Este hombre solía regalarme discos, que él recibía para promoción, casi todas las semanas.
    Por lo demás era jovial, agradable. Impecablemente vestido -aunque sin ostentación-, un poco calvo, apenas regordete, de rasgos en la misma constitución étnica de Gardel, cultivaba una sonrisa, además, semejante a la del Zorzal Criollo.
    Todas las semanas iba yo a su casa, sobre la calle Mitre, a pocos metros de la Independencia. Miraba con anhelo apenas reprimido las cajas recién abiertas sobre la mesa, de donde este amigo comenzaba a extraer long plays flamantes (algunos encerrados en plástico, ¡una novedad "tecnológica" que además nos proveía la certeza de ser los primeros en manipular ese disco!) ...
    The Who, Status Quo, Three Dog Night, Fletwod Mac... ¡todos ellos los conocimos nosotros gracias a Homero!... Y por varios años yo había conocido y conocería también, las últimas grabaciones de Joao y Astrud Gilberto con Stan Getz, Sergio Mendes y Brazil '66, Frank Sinatra, Eric Burdon, Jetrho Tull...
    Como allí a la vuelta nomás estaba la oficina de mi papá, yo caminaba esos pocos metros del ángulo recto con tanta ansiedad como si hubieran sido kilómetros, pues en aquel sitio estaban los equipos con los que iba a escuchar estos tesoros recién adquiridos.
    Ya he dicho que mi padre manejaba la repartición donde era autoridad máxima como si fuese un feudo propio. En tal carácter, ser su hijo me había otorgado un privilegio importante: podía usar el poderoso equipo con el que habitualmente se proyectaba cine y sus gigantescos parlantes, para escuchar música hasta saciarme. Esto iba a durar varios años aún -sumándose a los que ya traía de antes, desde fines de los 50-, por lo cual en mi consciencia no existían fronteras de pertenencia. Podía ir allí a la hora que se me antojara, fuese de noche o de día, pues para facilitar todo, mi padre me había permitido hacer una copia de la llave para la entrada principal y su oficina y conocía el sitio donde hallar las llaves de las otras dependencias. (Era un edificio inmenso, al estilo de las antiguas casas "chorizo", con un larguísimo patio embaldosado en el medio y un parquecito atrás.)
    Bien. Solía llamarlo por teléfono a Hugo. Pocas palabras bastaban. "Tengo discos nuevos", decía. "Ahora voy", contestaba él. Y nos poníamos, juntos, a descubrir los temas que podíamos (o nos atrevíamos) a tocar.

    El loro brasileño

    Mi abuela tenía un loro muy colorido. Pero no hablaba. Solamente chillaba, todo el tiempo, ¡y cómo! Ella decía que era brasileño.
    Una mañana de sábado, estaba yo cavilando muy preocupado en la esquina de la Ideal. Mi preocupación sucedía porque Hugo Mansilla, la tarde anterior, me había dicho:
    -Mañana a la noche tengo dos pendejas para salir, ¡haceme pierna!
    -Bueno, pero no me vayas a enchufar un bagayo-, contesté yo.
    -¡No, boludo! ¡Qué pendejas! ¡Y chicas bien, no arañas!
    Pero esa mañana, cuando fui a pedirle plata a mi papá, había dicho:
    -¡Eh, chango! ¡Ayer te he dado cien pesos! ¿Ya no tienes nada?
    -Es que tenía que pagarle a la modista, que me había hecho cuatro camisas, si no no me las iba a entregar...-contesté yo y era verdad.
    -Bueno, querido, disculpame pero no voy a mantener todos tus gastos, ¿acaso no dijiste que ibas a sostenerte con lo que ganabas en el conjunto, para no estudiar?
    Me mató. Cada vez que mi papá hablaba de "estudiar" entrábamos en área tormentosa, por lo que yo prefería retirarme.
    Bueno, estaba pues aquel sábado en la esquina de la Ideal, que los changos habían bautizado "Mar del Plata" ("Viento y Arena": Diéguez estaba construyendo lo que sería su Grand Hotel), y las toneladas de arena soltaban efluvios ásperos que nos envolvían a veces en aquella esquina, con forma de cruz, donde quién sabe por qué fenómeno físico el viento parecía soplar con mayor fuerza que en cualquier otro lugar de Santiago. Pues allí estaba, como dije, preocupado.
    Cuando llegó Alejandro Bruhn Gauna. Alejandro -un año y medio menor que yo, así que por entonces debía andar por los quince años-, era muy elegante. Hijo predilecto, su madre se ocupaba hasta del último detalle en su vestuario. Alto, espigado, llevaba una camisa con grandes cuadros azules, arremangada sin una arruga hasta la mitad de los bíceps.
    -¿Qué andas haciendo? -le dije, luego que nos saludamos.
    -¡Eh, callate, estoy re embolado!- contestó.
    -¿Por qué?
    -He ido al mercado, para buscar un loro que me gustaba, pero ya lo habían vendido.
    -¿Y no había otro? -pregunté.
    -¡Sí, pero no me gustan, son loros ordinarios!
    -Yo tengo un loro brasileño -dije, intuyendo que estaba a punto de cometer un pecado.
    -¿Ah, sí? -se interesó vivamente Alejandro- ¿cómo es?
    -¡Bellísimo! -exageré- ¡tiene muchos colores, es pequeñito, con un piquito inclinado!...
    A partir de ese momento, pese a la advertencia interior ("no lo hagas, no lo hagas"), continué implacable con el plan que se había perfilado instantáneamente en la corteza de mi cerebro.
    -¿Y habla? -preguntó mi amigo.
    -Todavía no. Pero aprenderá... es muy chiquito, aún... sólo es cuestión de enseñarle, con paciencia... (¡Una vil mentira! El loro chillaba como un condenado, nos habían dicho que era lo único capaz de hacer, todos en la casa deseábamos que se escapase o le ocurriera algún accidente, menos mi abuela... Pero el loro estaba de lo más contento sobre un travesaño del comedor, ni por asomo intentaba irse, aunque permanecía suelto.)
    -¿Y no lo quieres vender?
    Si Alejandro no hubiera preguntado eso. Si no hubiese caído en el influjo de mi seductora descripción del animalito. Una culpa menos hubiese atormentado después mi consciencia. (Pero tampoco habría podido hacerle de pierna con las chicas esa noche a Hugo Mansilla, lo cual hubiese resultado asimismo un papelón. La vida nos somete a contradictorias encrucijadas.)
    Yo estaba esperando que me preguntara si lo queríamos vender.
    -¿Cuánto pagas? - lancé como respuesta.
    -Cuarenta pesos... es todo lo que tengo -contestó Alejandro, que era muy honesto y un poco cándido.
    -Bueno, dame la plata, y hoy a la siesta te lo llevo a tu casa.
    -¿En serio? -quiso saber Alejandro.
    -Claro, boludo, sabes que no me gusta perder el tiempo en huevadas, a mí. No hablo al pedo.
    -Bueno, tomá -, confió en mí mi amigo, sacando los cuatro billetes crujientes de su bolsillo y entregándomelos.
    Me fui con una sensación de culpa que con el tiempo no haría más que acrecentarse (aunque solía bloquearla, por ratos). Apenas llegué a casa, busqué una caja de zapatos, vacía, y la llevé disimuladamente a mi pieza. Allí le hice varios agujeritos en su tapa, con una tijera. También preparé una bolsa de lona, con manijas, de las que se usaban para ir al almacén.
    Durante el almuerzo no hablé una palabra, enfrascado en mi plan. Esto debe de haber suscitado las sospechas de mi abuela, quizás.
    Pacientemente, esperé que todos fueran a dormir la siesta. Mi habitación quedaba hacia un costado de la casa, junto al patio, con una galería pequeña de por medio con la cocina y esta al lado del comedor. Arriba, sobre un travesaño de metal, que servía para sostener las varas de las cortinas, tranquilamente dormía el lorito. Mi plan era capturar al loro, introducirlo en la caja, y salir luego por el costado de la casa, que daba a un jardín frente a la vereda. Había preparado una vendita como de quince centímetros por tres de ancho, cortando una sábana vieja. Era para atarle el pico al animalito.
    Ninguna puerta hizo ruido. Pese a que afuera había resolana, las cortinas y persianas mantenían una penumbra tenue en la cocina y el comedor. Con un movimiento rapidísimo cacé a loro de la cabecita, apretándole también el pico, para impedirle chillar. Diestramente se lo até luego con la venda, sin hacerle daño. Sin inconvenientes lo puse dentro de la caja. La tapé, y en puntas de pie, sin el menor ruido pues iba calzado con alpargatas, me dirigí otra vez hacia la puerta de la galería. Fue en ese momento que escuché la voz:
    -Adónde vas, muchacho, con ese loro.
    Era mi abuela. Como un fantasma, en camisón blanco, desde la densa penumbra que respaldaba el hueco rectangular constituido por la puerta de su habitación y el baño, me observaba. Tal vez había observado todo. ¡No me salió ninguna respuesta! ¡Ninguna explicación! Luego de un silencio larguísimo, la venerable anciana dijo:
    -Ponelo otra vez en el travesaño.
    Con la cabeza abatida, contrito, caminé nuevamente hacia "el hogar" de nuestro lorito y luego de acuclillarme para desatarlo, tomándole cuidadosamente el pico con dos dedos para que no me mordiera, lo regresé a su travesaño. Él sacudió un poco la cabeza, pero no chilló. Parecía sorprendido, sin comprender muy bien lo que había pasado.
    No fui a la casa de Alejandro ni lo llamé para darle ninguna explicación. Las cartas estaban echadas. Como el hermano de Taras Bulba, marchando hacia el combate donde iba a asesinar su propia sangre, decidí no devolver el dinero, confiando en que más adelante iba a hacerlo, cuando nos pagaran las actuaciones del grupo. "Será como un préstamo", intenté convencerme. Pero no lo conseguí. A todas luces, si no entregaba el loro, constituiría una estafa.
    Quise dormir la siesta pero no pude.
    Esa noche salimos con las chicas, como había prometido Hugo, pero en vez de dos se vinieron tres. De cualquier modo, no hubo interés de uno ni otro lado en algún tipo de romance. Así que todo transcurrió como una salida más. Fuimos a la Ideal, arriba, sitio de moda. Meticulosamente pagué mi parte de los carlitos, gaseosas y helados luego... con la plata de Alejandro.60s.jpg
    No recuerdo a la que parecía interesarle a Hugo, pero las otras dos eran esa clase de changuitas frívolas, educadas para interesarse sólo en ropas o historias banales. Así que no ocurrió aquella noche nada singular. Salvo un "pequeño" incidente:

    Camilo

    Camilo Luñíz era el terror de los "chicos bien" por entonces. Más menos de nuestra edad -17 años promedio-, deambulaba por el centro mirando con ojos penentrantes a uno y otro lado, para elegir a quién perturbar. Deficiente mental, era peligroso, pues solía enojarse con facilidad y sus modales resultaban sumamente ásperos. Además, sus hermanos o su padre, normales pero también violentos, tomaban revancha si alguien reaccionaba en contra del muchacho. Por lo demás, todos los miembros de la familia eran robustos, y se parecían en esos ojos fríos, duros, pequeñitos, muy claros y con el iris negro, como los de los perros siberianos.
    Departíamos muy tranquilamente con las tres chicas, al fondo del ancho entrepiso, alrededor de una mesita junto al escenario y un gran ventanal, cuando lo vimos aparecer, salvando con grandes trancos la breve escalinata.
    Lo que temíamos sucedió. Para infortunio de Hugo, la única silla desocupada de nuestra mesa estaba junto a él, a su izquierda. Odio confesar que esta circunstancia me alivió, cuando vi sentarse al voluminoso muchacho al lado de mi amigo. Hugo se puso pálido. A su derecha tenía a la bella muchacha, rubia, con quien hasta el momento se había enfrascado en una conversación intimista, dejando al resto bajo mi cuidado. Y del otro lado... a Camilo. Como era habitual, Camilo llevaba saco y pantalón verdosos, desteñidos, sobre camisa oscura, con el cuello prendido sin corbata... ¡y zapatillas! Algo que no se usaba ni por error entonces. Un tanto pelirrojo, le hacían un corte medio-americano, pero sus pelos quedaban erectos, como flechas, en la región superior de la cabeza (más tarde podría haber sido clasificado entre los punk).
    Mansilla hizo como si no lo hubiera visto. Siguió conversando con su amiguita, sin volverse en ningún momento hacia donde se asentara el "stocker". Una estrategia arriesgadísima tratándose de Camilo.
    Como era de esperar, este comenzó a importunarlo. "Ché, ché...", le decía, con su voz áspera, tironeando el hombro de la fina campera que Hugo calzaba. "¡Chéeé! ¿A qué hora juega Argentina con Brasil!?" Hugo tal vez no sabía ni le importaba eso, pero aunque lo supiese, había decidido directamente ignorarlo, apostando tal vez a que se aburriera y se fuese.
    Yo no las tenía todas conmigo. Con las chicas estábamos cortados, casi no hablábamos, pendientes de lo que ocurría enfrente nuestro. Obstinado, el anormal no se ocupaba de nosotros, sin embargo. Miraba como a través nuestro, fastidiado, luego de cada intento por llamar la atención de Hugo, quien seguía hablando como si disertara, mirando directamente al rostro de la otra chica.
    "¡Chéeé! ¡Chéeé! ¡A qué hora juega Brasil!", insistía Camilo. Hasta que pareció cansarse.
    Con un hilo de esperanza, contuvimos la respiración, al ver sus ojos vacíos volverse hacia la escalera, y escrutar rápidamente hacia otras mesas. Pero repentinaemente, se dio vuelta hacia Hugo y con su manota abierta, le dió una cachetada en la pierna cuyo chasquido debió de percibirse en todo el salón, a pesar de la música (que no estaba muy alta). El palmadón hizo temblar a Hugo -y debe de haberle dolido bastante-. De pálido antes, su rostro se puso como la grana.
    Pero no hizo nada. De manera augusta, mi amigo, habitualmente movedizo e inquieto, permanecía ahora como Palemón, aquél asceta inmóvil en la estilita. ¡Otra vez Camilo le dió un cachetazo sonoro sobre la pierna!... Después de pegarle, y ante la absoluta indiferencia de Hugo, que asimilaba el dolor con estoicismo, el bodoque miraba otra vez hacia la escalera... sólo para volver a golpear con más fuerza sobre el muslo de nuestro amigo.
    A la tercera vez que lo hizo, yo temí que Hugo le pegase una trompada. Seguramente entre los dos, no sólo íbamos a dominarlo, sino que podríamos haberlo tirado por la ventana si nos lo proponíamos. Pero con los antecedentes de esa familia, esto significaría introducirnos en un porvenir minado.
    Además -esto era lo que realmente nos detenía-, ¡qué papelón! ¡qué vergüenza, pelearnos como animales con aquel insano, generar un escándalo, en aquel ambiente de jóvenes tan refinados, bellos, elegantes!...
    Pero para nuestra fortuna, todo terminó allí. Bruscamente, como se había sentado, Camilo se incorporó para irse. Fue como si una bendición nos hubiera soplado, entonces. Y ya nada impropio sucedió.

    Corolario

    Varias semanas después no había logrado devolver el dinero a Alejandro. Cuando tenía algún billete, priorizaba mis gastos en el acto. Como todo adolescente pequeño burgués y egoísta -yo lo era a veces hasta el extremo-, siempre que tenía dinero... tenía también algo personal que me interesaba comprar. O alguna salida con chicas, o una nueva funda para mi guitarra... El recuerdo de mi mala acción se introducía en mis pensamientos, apenas Lito Prieto empezaba a contar los billetes para entregárnolos. Pero inmediatamente después, las buenas intenciones eran desplazadas por los deseos.
    Hasta que una mañana -nunca la olvidaré- como a eso de las once, iba caminando por la vereda de las confiterías, pavoneándome entre las mesitas repletas de chicas lindas y conocidos, cuando me topé de frente en ese angosto pasillo con la mamá de Alejandro.
    Era una bella mujer, como de 38 años, morena. Llevaba un vestido floreado, ancho, de cintura ajustada y vuelos, como solían usar entonces las mujeres adultas, hasta las pantorrillas. Si había algo que me impresionaba de aquella señora era su dignidad. Su rostro, sobre un cuello largo, siempre orgulloso, proyectándose hacia delante, inducía al respeto.
    -Buenos días, señora- saludé, con la mejor sonrisa que pude, mientras sentía ese frío como el de un ascensor arrancando de golpe con nosotros dentro.
    -Buenos días -contestó ella-. Pero cuando quise pasar, agregó: -vení para acá, Julio.
    Como Caín me detuve, alelado.
    -¡Me parece increíble lo que le has hecho a mi hijo! -espetó, con voz severa pero sin perder su suavidad elegante.
    -Sí, señora, es que...
    -¡No me des ninguna explicación! -siguió- Escuchame: le vas a devolver hoy mismo ese dinero que le arrebataste a mi hijo, ¿entiendes?
    -Sí señora, hoy mismo... -alcancé a articular.
    -Antes del atardecer de hoy quiero que mi hijo me diga que le has devuelto el dinero, ¿entiendes?
    -Sí, señora, hoy mismo, hoy mismo... -tartamudeé.
    Lo hice. No recuerdo ahora si tenía el dinero o lo pedí prestado a alguien. Lo cierto es que esa misma tarde, Alejandro pudo decirle a su mamá que yo había ido a llevarle la suma de la operación fallida a su casa.