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estero - Page 5

  • La novia de Leo Dan

    En el verano de 1960 nadie escuchaba a los Beatles en Santiago. Elvis Presley: apenas una referencia lejana. En los "vermús" juveniles, se bailaba con los Teen Tops y Brenda Lee. Las verdaderas estrellas eran "Los Demonios del Ritmo, con Leo Dan".
    En una sociedad sin televisión (esta llegaría en 1964), nuestra cultura consistía en un circuito cerrado. Siempre animado por personas tangibles...
    Yo cumpliría los 11 años en agosto, y aún no iba a los bailes. Los sábados, alguna fiesta de las cercanías proyectaba figuras en mi mente. Acostado en la oscuridad, con la suave brisa inflando las cortinas, y la sombra de los árboles facetando las paredes, me dormía extasiado con las parejas que danzaban (en mi imaginación). Ellas llevaban blancos vestidos largos; ellos trajes oscuros, zapatos relucientes, cabellos aplastados con fijador.
    Mi mente percibía detalles. Por ejemplo, un collar de perlas en el largo cuello de una muchacha hispana.
    Nuestro modelo de belleza, eran las hispanas. Aún no había irrumpido con tanta fuerza como lo haría muy pronto, la rubiez. Una mujer o un hombre rubios eran un tanto exóticos por entonces. Lo deseable, lo socialmente consagrado, eran las personas blancas con cabellos negros, ondulados. Y unos hermosos ojos oscuros, profundos, bajo una frente serena, sobre un cuello largo, aunque no muy delgado.
    Del mismo modo como imaginaba los bailes y las fiestas de gala, yo me representaba las actuaciones de Los Demonios del Ritmo con Leo Dan.
    Sentado en una reposera, bajo un nutrido paraíso, que proyectaba sobre mí una sombra suave pues el único farol estaba como a cien metros de mi vereda, debía colocar un cable largo que me permitiera enchufar la radio poniéndola sobre una silla, en el jardín. Algunas noches venía una vecinita, como de 8 o 9 años, y con una naturalidad que me sobrecogía tomaba su lugar a mi lado. Con frecuencia me sentía pecaminoso, debido a las sensaciones que provocaba en mi cuerpo su pierna suave, apoyándose sobre la mía, cuando ambos llevábamos shorts. Ella era muy bonita, un tipo parecido al de "Liz" Taylor, sólo que ¡tan niña!, como para obligarme a constantes autorreproches, cuando osaba sentir siquiera un dejo de erotismo (aunque tampoco sabía entonces que dicha sensación se llamaba así) con su contacto. De inmediato asumía la actitud de "un hombre grande", ponía a la niña bajo mi responsabilidad, sintiéndome un Caballero medieval y le enseñaba "cuestiones sabias". Como por ejemplo que la figura de las lunas llenas develaba el perfil de la Virgen sobre un burrito, con el niño en brazos y San José, durante su huida a Egipto.
    elpibe.jpgEntonces escuchaba a Los Demonios con Leo Dan, viendo en mi cerebro las multitudes que los aclamaban en el Salón Teatro Auditorium de LV 11, Radio del Norte, desde la ciudad de Santiago del Estero, como se ocupaba de recordar constantemente el excelente locutor, un hombre muy buen mozo y engolado, a quien llamaban "El Pibe" Hernández.
    Los Demonios del Ritmo tocaban "El rock de la cárcel" y Leo Dan cantaba imitándolo a Enrique Guzmán. Después venían "Confidente de secundaria",
    "Buen rock esta noche", "Muchacho triste y solitario"... Yo escuchaba esos temas no como mera música bailable, sino como genuinas lecciones de vida. Hacía míos los conceptos expresados por las letras, consideraba aprender sobre la existencia humana a través de sus sentencias.
    "Cuando te tomo, de la mano... y tú me dices: yo te quiero... no necesitas ni decirlo... cuando te vi, yo lo comprendí... Es el amor que soñé,
    y sin pensar me enamoré...": tales conceptos dibujaban en mi mente un proyecto, el que debería cumplir cuando tuviera edad suficiente y pudiese tener novia:
    "...Cuando de pronto te miré... no sé explicar lo que sentí... supe que sólo esa mujer, sabría hacerme feliz... sin meditarlo me acerqué: te dije "nena" quiero ser, el que te lleve hasta el altar..."

    Tomaba en serio cada cuestión que en mi vida emprendía. Entonces me decidí a tocar la guitarra, pues quería subir a un escenario y compartir desde allí lo que mi corazón decía. En realidad ya lo venía haciendo, más o menos irregularmente, desde los 7 u 8 años, pues odiaba las lecciones de piano (no por el instrumento, sino por las tiránicas profesoras), pero no podía vivir sin música. Entonces Víctor Landriel, un muchacho del campo, entenado de mi tío Mariano, que endulzaba sus horas nostálgicas con la guitarra, comenzó a enseñarme con afecto y paciencia algunos punteos. Lo primero que aprendí, recuerdo, fue "Nunca en Domingo".
    Leo Dan representaba, para mi criterio, la encarnación de Enrique Guzmán en Santiago del Estero. Además era buen mozo, peinaba su cabello castaño con el "jopo Presley", y ostentaba una personalidad agradable. Nunca hablé con él, ni siquiera lo vi de cerca; sólo escuchaba decir: "Leo Dan es humilde", bueno, "nunca se siente una estrella, comparte su existencia con todos", es "responsable" (esto con referencia a sus estudios, pues estaba a punto de graduarse como Técnico Agropecuario). Entonces, representaba también, para mí, un modelo.
    Poco más tarde, cuando él ya había viajado a Buenos Aires, "para triunfar" completé esa composición de ensueño conociendo a su novia. Debe de haber sido en 1961, según creo, pues este fue el año en que trasladaron la Academia de Bellas Artes a la avenida Belgrano, entre Pueyrredón y Tres de Febrero, muy cerca de mi casa. Debido a ello, podía ir caminando.
    Solía cambiar de itinerario, siguiendo repentinas intuiciones, pero con lo rutinario eran las veredas de la ancha avenida Independencia. Allí, sobre la mano izquierda -yendo desde el Sur-, poco antes de la calle Tres de Febrero, donde debía doblar, habitaba esa muchacha... La vi una tarde, recuerdo, suave, apoyada en su ventana del primer piso... Vivían en un chalet morisco, con paredes blancas, techos de tejas a dos aguas, apoyados en tirantes de madera marrón. Casi me detengo extasiado al verla: muchacha rosada, de cabellos castaños, usaba siempre vestidos claros, con volados, y su expresión era dulce y calma. Alguien me dijo luego -no sé quién: "esa es la novia de Leo Dan".
    Pronto tuve más detalles sobre aquella aparición divina: "¡es hija de José Fahrat!..." Esto significaba mucho para mí. José Fahrat era un hombre imponente, a quien yo veía de lejos algunas veces, cuando iba a buscar a mi padre en su trabajo. Tiempos de persecución para familias como la nuestra, con un gobierno impuesto por militares pro-norteamericanos, cada recuperación de un espacio político para la Cultura Nacional era saludado en mi hogar con entusiasmo. El hombre, de grandes bigotes, ojos sardios, fumaba en pipa y usaba un poncho marrón sobre el traje, en invierno. Ello lo hacía lejanamente parecido a Jauretche (todos signos positivos, en nuestra estética nacionalista).
    leodan.jpg
    Por esas tardes yo había decidido fumar. Creía que esto aceleraría mi madurez y deseaba tener muy rápido una voz bien gruesa.
    En esa misma vereda donde vivía la novia de Leo Dan, solían jugar dos chicos, varoncito y mujer, hermanos, de unos siete u ocho años, apellidados Durgam. Una tarde al pasar yo, la chiquilla, rubia, levantó sus ojitos desde los juguetes y me habló:
    "Ché, ché...", exclamó: "qué hora es" (yo llevaba un reluciente relojito cuadrado, chato, sobre mi muñeca e iba en mangas cortas).
    En el acto reaccionó su hermano, reconviniéndola:
    "¡No le digas ché...!", censuró a la niña "¡decile señor!... ¿no ves que fuma?..."
    Quizá la tarde de un sábado -pues sucedió en un horario en que durante la semana debía ir a la Academia-, regresaba del centro por aquella vereda, preferida ya al saber que allí vivía esa muchacha -y también otra de la que ya conté algo en estos mismos apuntes. Singularmente, ambas referían a Leo Dan: la primera, por ser su novia, la segunda, por llevar un nombre -María Helena-, que el cantante iba a hacer famoso más tarde, con una canción.
    Apenas cruzando la esquina de La Normal, mi corazón dio un salto: ¡ella estaba en la puerta!... vaporosa, como en un cuadro de Monet, vestía de blanco y miraba lánguidamente hacia el cielo, apoyada sobre el grueso portón de madera.
    Fui reduciendo la velocidad de los pasos a medida que iba acercándome a ella y sin quitar mis ojos de su persona. Al llegar donde estaba, sencillamente me detuve:
    "Buenas tardes...", dije...
    "Hola...", contestó ella...
    "¿Es usted la novia de Leo Dan?", pregunté.
    La joven lanzó una corta carcajada, cristalina...
    "¡Sí...!", contestó "pero no me trates de usted... me haces sentir vieja..."
    No recuerdo los detalles de nuestra conversación. Recuerdo sólo que yo me sentía volar. Debo de haber estado allí unos veinte minutos, media hora tal vez, hasta que la joven me despidió con un beso luego de avisarme que ya debía entrar.
    A partir de entonces me sentí comprometido con su destino. Seguía por las revistas, la radio o los comentarios, la trayectoria de su novio, Leo Dan. Imaginaba un futuro feliz para esa pareja, de cuya mitad femenina me sentía ahora "amigo".
    casamiento.jpgPasando por su vereda, de lejos, a veces la veía en su ventana en lo alto: desde allí, con sus manitas blancas, ella me saludaba.
    Muy pronto padecería una de las primeras decepciones sentimentales de mi vida. Por una revista frívola -Radiolandia, creo...- me enteré de que Leo Dan se había casado: ¡con una Reina de Belleza... de Mar del Plata!

    Me sentí muy mal, molesto, indignado... ¡ella, mi amiga, su novia, lo estaba esperando! ¡Era lo que había prometido él!...: ¡Ir a Buenos Aires, triunfar, y volver ya con una sólida posición económica, formar una familia, tener niños en su provincia, Santiago...!

    Pero no. Olvidándose de su origen humilde, de que pese a ser de extracción social superior a la suya, la niña lo había aceptado, confiando en su palabra... el ahora exitoso cantante había renegado, no sólo de sus afectos, sino también de su provincia... ¡de su raza!... ¡Pues la marplatense era, incluso, una especie de sajona o germana, muy rubia, de ojos claros!...

    Muchos símbolos nefastos para mi educación familiar.

    A la novia de Leo Dan -que llamo así pues no he grabado su nombre en mi memoria-, nunca más la vi. En verdad, desde lo sucedido, evitaba esa vereda, como avergonzado por el contratiempo. Quise borrar, desde entonces, esta pequeña historia que -para mi sensibilidad de niño recién asomando a la juventud, lleno de esperanzas- había salido tan mal.