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Luz de agosto - Page 31

  • 9 de julio de 2013

    De mi muro de facebook
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    Hoy se cumplen 96 años del día en que mi abuelo Brígido Carreras derrotó a Félix Cruz, guapo bonaerense, en duelo a facón. Antes del mediodía frente al bar y almacén de los hermanos Daher. En Loreto, Santiago del Estero, frente a una considerable concurrencia compuesta por gauchos santiagueños, santafesinos y bonaerenses. No hubo que lamentar desgracias. El famoso guapo se dio por vencido al recibir un tajo profundo en su muñeca, lo cual le impediría sostener el cuchillo.

     

     

    El Manchachicoj

      

    1

     

    Corina Coria era una de las muchachas más bellas del pueblo. Por las tardes, en el verano, cuando el vapor del suelo empezaba a ceder a la brisa fresca, solían verla pasar los ojos codiciosos de los muchachos, con sus vestidos anchos y floreados, asomando apenas por bajo del ruedo las puntas de las zapatillas. Nunca sola Corina, siempre con alguna de sus hermanas, o su madre. Vivían un tanto alejados del caserío central (boliche, capilla, comisaría y oficina del escribiente), razón por la cual cargaba normalmente una bolsa. Se aprovechaba el viaje para comprar mercadería. Los martes y viernes iban con sus hermanas, temprano, a buscar harina para el pan de la semana. Los domingos por la mañana, a misa. El padre, un tanto escéptico y la madre, por seguirle la corriente, consentían –únicamente por ese día– que Corina fuese sola a la iglesia. Tenía especial inclinación por el culto Corina, mas ninguna de sus tres hermanas la acompañaba. Menos espirituales, preferían quedarse a atender a los primos y amigos, que venían sin falla a jugar a la taba y visitarlos hasta bien entrada la tarde del último día de la semana.

    Fue en una de esas mañanas, un día caluroso de sol excesivo que se encontró por primera vez con el Manchachicoj.

    Una tropilla de burros había levantado esa nube de polvo que recién se aplacaba. Deslumbrada por el resplandor del mediodía vio aparecer por el camino, entre burbujas, una figura pequeña pero extrañamente imponente.

    –Buenos días, bella señorita– dijo el enano deteniéndose –¿podría indicarme si voy bien para La Noria?

    Pese a que deseaba con toda su alma huir, Corina se paró. El extraño individuo se había quitado la galera, que sostenía entre sus manos grandes mientras la observaba sonriente. Todo en aquel ser parecía haber sido hecho deliberadamente para presentar un aspecto disparatado. La cabeza, las manos y los pies, desmesuradamente grandes, surgían grotescamente del cuello y las mangas del arcaico chaqué, como las de un gorila en cuerpo de niño. El atildamiento que denotaban, en vez de mejorar la impresión, le agregaba un raro toque de incongruencia. Pero había algo en él, una sugestión oscura, que impedía, pese a lo ridículo de su aspecto, tomarlo en broma.

    Corina balbuceó una indicación aproximada. Se veía que el enano sólo buscaba pie para iniciar el diálogo, pues continuó sin transición:

    –¿Y cómo es que anda sola por aquí, una señorita tan guapa?

    –Vengo de misa...–contestó ella.

    A partir de allí no fue posible cortarle la conversación al enano. Y ahí nomás se ofreció, galante, a acompañarla: “Usted sabe, andan tantos atrevidos por estas partes...”.

    Donde dobla el camino, a docientos metros de las casas, se detuvieron.

    –Hasta aquí nomás la acompaño, niña –dijo el pequeño ser. –No sea cosa que me la repriendan sus padres. Rompiendo su timidez, recién entonces Corina se atrevió a preguntar:

    –Si me perdona una preguntita... ¿usted, por un casual... no será el Manchachicoj? El mismo que viste y calza– respondió el enano. –Para servirla a usted.

     

     

    2

     

    El Manchachicoj –de acuerdo al relato de Mamadelia–era hijo de Mandinga y la bruja Brishita. La bruja vivía en la Tierra. Era una gringa rosada y regordeta; a Mandinga le había gustado y anduvo un tiempo afilando con ella. Pero la bruja era muy burlista, hacía bromas que a Mandinga no le gustaban. Por ejemplo, cuando la estaba besando, de repente se le convertía en cabra. Y de estar besando unos labios carnosos, Mandinga se hallaba con su boca apoyada en el morro bigotudo de una cabra.

    Tanto le hizo estas bromas que Mandinga se cansó y de rabia la convirtió para siempre en mona. Estando así, en un árbol, lo tuvo al Manchachicoj.

    Pero le había agarrado tanto odio a Mandinga, que por desquitarse lo maltrataba al chico. Esos cotos que tiene en la frente el enano, dice que son por los garrotazos que le daba la mona en la cuna.

    Viendo esto el príncipe de los infiernos, se lo llevó a vivir con él en la salamanca. Y cuando el Manchachicoj creció, se convirtió en uno de sus más fieles colaboradores.

    Como poseía mucha habilidad para la diplomacia, Mandinga decidió darle la responsabilidad de las relaciones con el mundo. Eso sí; había una condición: tenía que andar bien con los humanos, pero no comprometerse con ninguno.

     

     

    3

     

    Hacían ya quince días que Andrés había partido para el sur, llevando un arreo de cinco mil cabezas. Corina lo extrañaba. Extrañaba la voz metálica del hombre, sus ojos firmes, sus manos, acostumbradas al trabajo pero tiernas. Si todo andaba bien, en julio se iban a casar. Sus padres lo estimaban mucho. Además de buen mozo, Andrés Castañeda era inteligente y trabajador. Si no hubiera sido por esa manía, por ese orgullo que tenía de manejar bien el cuchillo... A causa de ello, vuelta a vuelta andaba entreverado en algún duelo. Era veloz con el de dos filos, Andrés... “pero siempre hay alguno más rápido que uno”, sabía decir Tatapedro. Corina temblaba cada vez que su novio se iba a un baile o una confitería.

    –¿Qué le pasa que está tan pensativa la niña?

    La voz untuosa, grave, parecía haber sido pronunciada en la concha de un caracol. Era el Manchachicoj. Otra vez. Ya se había acostumbrado Corina a las apariciones del enano. Era literalmente así: aparecía, algunas veces en el sopor de la siesta, otras a la oración, siempre, los domingos por la mañana, a la ida y al regreso de la misa. Había intentado ahuyentarlo Corina, poniendo, de noche, una batea con maíz en la tranquera. Pero había amanecido tal como la dejara. A la siesta el Manchachicoj, presentándose de repente mientras ella lavaba, le había recriminado:

    –¿Así que con truquitos a mí, señorita? ¿Acaso has creído en serio que soy tan tonto? Eso de la batea con maicitos son fábulas de viejas!...

    Como quien acepta un fenómeno de la naturaleza –su carácter era muy propenso a ello– Corina se resignó entonces a soportar al perseverante enano. Era inofensivo, por otra parte y servicial. ¿Acaso no le había indicado con precisión dónde estaba ese crucifijo de oro que ella perdiera dos años atrás? Le traía regalos: un pañuelo, un libro de estampas, un broche de esmeraldas. Corina escondía prolijamente todo esto, que en lo íntimo de su ser, la halagaba. De cualquier modo, al Manchachicoj nadie lo veía. Se había llevado un susto un día cuando su madre se presentó de improviso a su lado, estando el Manchachicoj allí. El enano se quedó parado donde estaba, ella no supo qué decir.

    –¿Qué, ahora conviersas sola?–le preguntó su madre, entre asombrada y divertida. No lo había visto al Manchachicoj. No se lo veía. Y estaba allí.

    –Nada mami. ¡Estaba cantando!– contestó Corina, y siguió revolviendo con el palo el arrope de la tinaja. Nadie se enteraba de esa relación extraña. El Manchachicoj se conformaba, por su parte, con acompañar y galantear cortésmente a la bella muchacha. Además –se decía ella–, siempre es bueno tener algún aliado del otro lado, sea en el cielo, sea en el infierno. Era evidente que el Manchachicoj era de uno de esos dos lados; porque de aquí, no era.

    Con éstos y parecidos argumentos se justificaba Corina, cuando en las noches la asaltaba la duda de si no le estaría faltando al Andrés. Y hasta a veces se decía, que aun si fuera de otra forma, se lo tenía merecido, por desamorado. ¿Para qué tenía que irse al sur? ¿Sólo por unos cuántos pesos más? Aquí había tanto trabajo... Pero no. El mozo tenía que ir lejos, a demostrar su libertad. Y ella se sentía tan sola. El Manchachicoj, con ser como era, la ayudaba tanto, la escuchaba y le daba consejos, como un padre. Con el tiempo, ella se había acostumbrado a contarle sus cuitas. No lo veía como un galán Corina (¡quién hubiera pensado en eso!), sino como un buen amigo.

     

     

    4

     

    Después de dos meses de faltar, Andrés regresó a su querencia. Se presento la tarde de un domingo, como un invitado más. Fue recibido como un hijo. ¡Qué buen mozo estaba Andrés! Corina no cabía en sí de gozo.

    Todo de negro, las botas de charol ornadas con espuelas de plata, el pelo crespo aplastado hacia atrás con brillantina, bajo la frente amplísima, dos ojos claros resaltando contra el cutis bronceado y bajo la nariz aguileña un cuidadoso bigote color chala, recortado.

    En el amplio patio de los Coria, se bailó esa noche hasta el amanecer. Enseguida el padre había hecho llamar a los musiqueros y carnear una vaquillona. Corría el mes de julio de 1916.

    Cuando por fin se apagaron los ruidos y el hombre se fue montado en su caballo bayo, Corina se reclinó en el catre con la cabeza llena de ilusiones. Habían fijado la fecha del casamiento para la otra semana. Andrés había vuelto del sur con unos buenos pesos, y hasta había traído los muebles que iban a usar: una cama de dos plazas, labrada, un bargueño español, un ropero de peteribí... La casita, hacía rato que estaba terminada.

    Un leve ruido a su lado la alertó. Por la puerta entreabierta filtraba la luz brumosa del amanecer. Junto al marco, como un aparecido, estaba el Manchachicoj. Al principio le costó reconocerlo, más por estar sumida en sus pensamientos que por la oscuridad. Seguidamente, la ganó una instintiva sensación de rechazo.

    –¿Qué buscas aquí?– le espetó con brusquedad impensada.

    –Parece que ya te has olvidado de mí– replicó el Manchachicoj. En su voz había un timbre siniestro que ella no le conocía.

    Un desagradable silencio siguió al breve intercambio de frases. Después fue nuevamente Corina quien habló:

    –Me vas a tener que perdonar, Manchachicoj. Hasta ahora has sido mi único amigo... Pero Andrés, mi novio, ha vuelto... él es muy celoso...

    –A mí no me vas a correr así nomás, Corina. Vos no has sido leal conmigo. Si me hubieras dicho de un principio que no me querías, yo me hubiera ido. Pero vos me aceptabas. Ahora no me puedes dejar. Conmigo, sabelo bien, no vas a jugar.

    –Pero vos no me has entendido... –replicó la muchacha, el Andrés es muy peligroso con el cuchillo. Si se entera, te puede llegar a matar...

    Por primera vez oyó Corina su carcajada, y aquel sonido inhumano le congeló la sangre.

    –¡Vamos a ver quién es más peligroso!–gritó el Manchachicoj. E inmediatamente desapareció.

    Cuando llegó el mediodía y fueron a avisarle que había que preparar la comida, Corina aún no había podido pegar un ojo.

     

     

     

    5

     

    La noche del casamiento, como suele suceder en Santiago, más que de invierno parecía primaveral. El cielo estaba estrellado y soplaba una brisa suave, que mecía como a espejuelos las hojas de los álamos. Para facilitar el trámite se había invitado a la casa solariega al cura y al juez de paz. Allí se realizarían las dos ceremonias – primero la religiosa, como se acostumbraba. Después, la fiesta.

    Se había contratado a los mejores músicos para la ocasión (si lo sabría Tatapancho, el padrino, que había tenido que pagarles docientos pesos por adelantado a Reynerio Cuba y sus cimarrones para comprometerlos).

    Cuatro asadores vestidos de gaucho aguardaban la señal para hacer descender sobre las brasas sabiamente distribuidas los chivitos, lechones y dos vaquillonas. Había además empanadas, locro, tamales y vino a granel. Iba a ser un casamiento memorable.

    Frente al gran espejo del ropero, Corina, su madre y las hermanas daban los últimos toques al vestido blanco, tal vez cargado de puntillas en exceso.

    Bajo el alero, Andrés –de azul, rastra con patacones de plata– contestaba sin atender las bromas de los amigos. Pucha, si estaba más nervioso que la primera vez que agarró el facón.

    Bellas muchachas atraían la atención de la concurrencia, pero ninguna tan bella como Corina, que concentró sobre sí todas las miradas cuando apareció en la puerta del rancho.

    Tatapancho se había acercado discretamente a la novia y tomándola del brazo la condujo hacia el centro del patio, donde se había ubicado, bajo un algarrobo centenario, el altar.

    Andrés acompañado de dos mujeres –madre y madrina– se dirigió hacia ellos. Graciosamente juntaron su andar unos metros antes de la mesa con el cáliz y se encaminaron radiantes en dirección al sacerdote. La multitud cerró el círculo a su alrededor. Parecía que todo hubiese detenido su transcurso, pendiente del acto de unión eterna de aquella hermosa pareja.

    El sacerdote efectuó con indisimulado gusto los movimientos tradicionales y oraciones previas. Pero cuando llegó a la fórmula por la cual debía inquirir, con voz grave, a la novia:

    –Corina Coria, aceptas por esposo al joven Andrés...

    –¡Esa mujer tiene dueño!– se oyó una voz restallante que gritaba.

    De la multitud, como una alucinación, se había adelantado desafiante el Manchachicoj.

    Luego de un segundo de estupor, varios hombres indignados se abalanzaron sobre el enano para darle su merecido. Pero se oyó la voz de Andrés que decía:

    –¡Dejenló!

    Sus ojos sardios saltaban chispeantes del intruso a la novia y recorrían los rostros de los padres, las hermanas y los familiares, buscando una explicación.

    –¡El solo se ha hecho ilusiones! ¡Yo nunca le hei dao pie a nada!– gimió Corina.

    –¡Si tienes honor, defendé tu prienda como un macho!–rugió el Manchachicoj y brilló en su diestra el facón. Como en un sueño, Andrés se vio arrastrado por una fuerza que nacía de él mismo, pero que no podía controlar, hacia el centro de la reunión. Se oyó pidiendo: “un facón”, mientras estiraba su mano a la multitud. Se vio un fulgor que cruzó el aire y el Andrés cazó en su palma el mango de plata. Lo amasó un poco para tomarle el pulso y avanzó.

    Dos sombras, una alta y elegante y otra breve y rechoncha, se vueltearon, se acercaron y alejaron, brincaron, cual terribles bailarines, durante eternos instantes. El polvo alzado por las botas semejó el incienso pagano, que asperjara una sacrílega ceremonia cultual. Como un refucilo se vio el relumbrar de una hoja que se perdía en un cuerpo... después, la muerte.

    En el suelo yacía Andrés Castañeda, con una flor roja sobre su pecho.

    Un alarido como el de un animal prehistórico al que arrancaran las entrañas se elevó cortando el aire, que de repente se había puesto frío. Corina cayó postrada junto al cuerpo yerto de su amado. Boqueaba como si le faltara la respiración y aunque no podía llorar, ya no se levantó. Le temblaba todo el cuerpo.

    El enano había quedado sombrío, mirando todo, con el facón en la mano.

    La muchedumbre empezó a dispersarse, alejándose de allí, como si una extraña peste se hubiera abatido sobre la casa.

     

    Cuando las luces rosadas del amanecer pintaron las nubes bajas del horizonte, los familiares de Andrés tuvieron que usar la fuerza para quitar las manos del muerto de entre las de Corina, que se habían endurecido como garras.

     

     

    Epílogo

     

    Corina nunca recuperó el habla ni la locomoción voluntaria. Tuvo que ser atendida por sus hermanas hasta que, de hastío, la dejaron después de un tiempo olvidada en algún rincón de la casa.

    El Manchachicoj desapareció. Pero se dice que ese enano greñudo, de barba hasta el suelo y lleno de piojos, que anda casa por casa asustando a los perros, es él. Come con los chanchos y los animales viejos. Los rapaces le hacen burla y le pegan patadas en el trasero.

    Según Mamadelia, es el castigo que le dio Mandinga, por haberse enamorado.

     

     

    Fernández, abril de 1987.