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Luz de agosto - Page 59

  • El cartero

    A los cuatro años deseaba llegar a mayor sólo para ser cartero. Me habían dicho ya -jocosamente- que no necesitaba estudiar demasiado para ello, lo cual había estimulado mi interés. En aquel tiempo, claro, la Argentina gozaba de una cierta prosperidad. No existían los "servicios privados de mensajería" que hoy nos acosan con sus motocicletas y avisos de vencimientos, amenazas de embargo o publicidad indeseada. Los carteros de los 50 eran sonrientes amigos uniformados, que llegaban en bicicletas con dos espejos retrovisores y adornos, un coqueto baúl de madera en el portaequipaje, donde guardaban su preciosa carga. Que consistía en cartas de los amigos, de familiares viviendo en otras provincias o países, invitaciones, tarjetas de felicitaciones, Navidad, Año Nuevo, lecciones de algún curso a distancia. A veces llegaban paquetes. Mi padre o mi abuelo solían comprar libros, discos u otros objetos por correspondencia. Entonces la felicidad aumentaba -especialmente para nosotros, los niños.
    El uniforme del cartero en esos tiempos merece una especial descripción. Gris, imitaba al de los soldados, incluyendo correajes de cuero, que cruzaban el pecho y la espalda para confluir en el grueso cinto, constelados de hebillas. Su gorra era también como la de los soldados, mas no esos feos birretes de trapo que se usan hoy, sino verdaderos prodigios de elegancia, con precinto de cuero, visera lustrosa y un escudo de la República Argentina al frente.

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    A lo largo de los años, quizás por habitar una provincia lejana al mar y con poco desarrollo económico, el cartero siguió jugando un papel de importancia para mí. En Santiago del Estero no se conseguían, por ejemplo, ciertos discos que me interesaban. Así, compré a los 14 años, por medio de un cupón que, luego de recortarlo de una revista, debíamos enviar a Buenos Aires, mi primera colección de música. En ese tiempo -1964-, el LP (long play, larga duración), era todavía una gran novedad. Nacido hacia fines de los 50, daba por primera vez la oportunidad de una audición prolongada, sin el fastidio de tener que levantarnos para cambiar el disco cada vez que finalizaba un tema.

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    Foto (de derecha a izquierda), mi hermano Gustavo (8 años), yo (11) y nuestro primito Luis Carol (3).


    Había incorporado, además, notables ventajas, eliminando ruidos y convirtiéndose en un objeto sucesivamente más liviano, fácil de transportar incluso pues podían llevarse, tranquilamente, muchos de ellos en un portafolios o bajo del brazo.
    El día que el cartero llegó a mi casa y me entregó el paquete con los discos fue tan emocionante que aún recuerdo los sentimientos que me alegraron el alma. Poniéndolo sobre una mesa, cuidadosamente corté con una trincheta uno a uno los hilos que envolvían la caja de cartón, cubierta a su vez por dos o tres capas de papel astrasa. Mi nombre en el rótulo, la marca con logotipo de la casa comercial que lo remitía, cada detalle me provocaba deliquio. Estaba a punto de iniciar una ceremonia maravillosa.
    Con cuidado desprendí aún la tapa lateral para extraer los discos... y aparecieron flamantes, algunos sellados con cubiertas de plástico, 7 discos... siete hermosos longplays, que influyeron desde entonces sobre toda mi vida...
    Aún los recuerdo: tres (uno doble) de Ray Charles, uno de Duke Ellington, uno con la selección de "Modart en la Noche" (esta era la empresa que promovía la oferta), uno de Al Caiola, uno de Benny Goodman... por causa de este último, es que insistí como sólo algunos chicos obstinados saben hacerlo para que mi padre me pagara los estudios de clarinete... pero esto ya es otra historia.