Me pregunto si habrá alguna explicación para mis ganas de llorar de aquella mañana nublada en Campo Verde, cuando tenía tres años. Muchas veces he notado en mi padre o en otros hombres de mi familia ese estado indescriptible, un brillar fugaz de los ojos, un cierto aplanarse de las facciones y, principalmente, esa transformación que se percibe en su energía vital, como si el aire que lo rodea se hubiese modificado de tal manera que, aunque esto no pueda medirse, uno siente la seguridad de que en el ambiente se ha producido un cambio sustancial, provocado puramente por las emociones de un individuo. Ahora, suele suceder con frecuencia un fenómeno inverso. Como las facciones del rostro, la piel y hasta la atmósfera que nos rodea son sensibles transmisores de una energía, que bulle en nuestro cuerpo, así el paisaje, pétreo o floreciente, ondulado o anguloso, desprende también un tipo de energía interior, tan potente, que en innumerables oportunidades se impone a nuestras inclinaciones más íntimas, orientando de ese modo anónimo -pues, en este siglo, pocos son los que comprenden ésto- nuestros sentimientos. La posibilidad de percibir esa energía -según creo- existe naturalmente en nuestro organismo. Hay momentos, que se producen por lo general cuando uno está solo, en que nos sorprende súbitamente una abismal constatación de la existencia, la sobrecogedora sensación de que, aunque estamos solos, alguien nos observa. Solemos pasar estos momentos caminando por un parque, o alguna noche en el patio de nuestra casa. Hasta nos parece percibir como una gigantesca respiración, una presencia extraordinaria que nos produce la rara sensación de que, por ese instante, todo lo que nos rodea ha adquirido una nítida ubicación y una vida particular que lo sitúa ante nosotros, como una multitud (de las cuales jamás el buen observador deja de discernir cada rostro importante, cada mirada singular). Esta percepción produce en el hombre una especie de angustia, de extraña incomodidad, porque no está preparado para ello: igual que en el niño a quien ante una pregunta de obvio sentido alguien le ha dado una respuesta inesperada. La presencia del planeta es abrumadora para quien ha puesto barreras de cemento, vidrio y metales entre él y el Caos. ¿Había algo de esta percepción en mis deseos de llorar de aquél lejano día? Algo como eso puede haber sido. No voy a satisfacerme ahora pensando que ésta es la explicación definitiva pues los sucesos -interiores o externos- se conforman en su sencillez por una trama sutilmente compleja que uno puede, como con las nervaduras de una hoja de vid, desprender finísimos hilos de razonamiento de cada hecho pequeño de la historia. Esta percepción, que en los niños está disimulada por el cúmulo de prejuicios al cual suele llamarse "educación", es la que se manifiesta en muchos de los desconcertantes cambios de ánimo de los que están consteladas las horas de la infancia, y que cuando subsisten en algún hombre adulto, toman la denominación de "sensibilidad artística". Ha de ser el llanto la más profunda de nuestras expresiones. Recuerdo haberme encontrado infinidad de veces en trance de llorar, ante una obra de arte, ante un edificio antiguo, o sencillamente ante un árbol. Tal vez la sensación desconcertante de haber penetrado hasta el espíritu de alguien, que nos deja de súbito cual visitantes en la caverna de un alma y al mismo tiempo, paradojalmente, como desnudos ante nosotros a tal punto que no podemos ocultar ya nuestras verdaderas facciones, nos produce ese relajamiento, ese bajar las defensas, ese rendido acto de confianza suprema que es el llanto. No olvido lo que me sucedió una vez, en Córdoba. Solía pintar furiosamente, en ese tiempo, buscando mi expresión. Pintaba figuras cargadas de material, pues creía que cada capa de óleo, cada pincelada superpuesta, transmitía una vibración única de mi espíritu, que al combinarse con las otras, iba formando un gigantesco código interior, un lenguaje para ser descifrado sólo por otro espíritu, y desencadenaba a la vez los sucesivos temblores de mi pulso, que dotaban a la textura de la obra del carácter de instantánea de aquella única circunstancia de mi vida más profunda. Había leído en aquel tiempo algo que me impresionó mucho. Ciertos aborígenes de la Polinesia denominaban con una palabra mágica a toda manifestación de fuerzas o sucesos que a sus ojos no tuvieran una explicación racional. Esta palabra servía también para nombrar a los ídolos de elaboraban, en arcilla o madera, y con los cuales creían tener una participación eficiente en la gestación de los fenómenos. Esa palabra era "Mulungu". "Los nativos -describía, apróximadamente, el libro- cuando sucede un fenómeno considerado por ellos paranormal, se echan al suelo, se arrodillan haciendo gesticulaciones y movimientos rituales y exclamando: ¡Mulungu!,¡Mulungu!, a manera de ensalmo". Según la interpretación del autor (C.G. Jung), el rito expresaba la percepción por parte de los aborígenes de uno o varios tipos de energías desconocidas. Se me ocurrió que éste era el medio más acorde a la expresión artística: la configuración de formas inventadas, fuera de los cánones tomados como naturales, que fueran testimonios de la existencia de tipos de energías y sentimentos no comprobables por los sentidos normales. Me había propuesto crear figuras de esa clase, y cuando alguien me preguntaba qué era esa figura incomprensible, medio en broma empecé a contestar: "un mulungu". Después de un tiempo casi todos mis compañeros terminaron llamando a mis figuras "los mulungus de J.C.". Se me había puesto en la cabeza la idea de pintar la energía de la tierra. Luego de varios bocetos me puse al fin a trabajar en un cuadro, de 2 ms x 1,70, más o menos, en el cual, sobre un paisaje muy árido, sobre un cielo hondo, con una mujer y un hombre amarillos en actitud pasiva a un lado y un lejano bergantín que se dibujaba sobre una línea apenas insinuada de mar en el horizonte, junto a un camino que se hundía en la distancia, coloqué mi Mulungu de la tierra. Me ponía a trabajar por la mañana bien temprano. Para motivarme tomaba una pava entera de mate amargo. Mientras lo sorbía, mis pensamientos adquirían la forma de misteriosos organismos transparentes que se levantaban dibujando formas vacilantes al comienzo, pero iban cobrando soltura y armonía al convertirse en figuras, como de innumerables bailarines, que corrían, se tomaban de las manos y se lanzaban a los aires formando una escenificación inmensa, adentro de mi mente: en un momento dado sabía que el bullir de mi cerebro estaba maduro para encontrar un cauce. Es al momento en que tomaba los pinceles. Con esa exaltación del espíritu es que me lanzaba a la tarea, y pintaba hasta quedar agotado. Pero, he aquí que con el Mulungu de la tierra me pasó algo notable. Demoré días en este sólo fragmento de mi cuadro -fragmento por el que había empezado-, modulándolo y acariciándolo con el pincel, pues esa actividad generaba en mí un placer diferente a los hasta entonces conocidos. Mas, frecuentemente debía suspender mi trabajo, por los irresistibles impulsos a llorar que me acometían mientras lo realizaba. Allí vivía rodeado de gente, así que no podía andar sollozando a cada rato. Por ello prefería apartarme momentáneamente del cuadro, lavar los pinceles y luego irme a caminar un rato por el pasillo o ponerme a mirar los lejanos árboles de la ciudad desde el balcón. En uno de esos descansos me sucedió lo siguiente: Había dejado mi cuadro colgado en una alta pared y había salido a caminar luego de guardar mis instrumentos pues ya era el atardecer y la luz no me favorecía para seguir pintando. Andaba aún pensando en el fenómeno particular que me producía aquella imagen del mulungu cuando regresé. Medio distraído entre a mi habitación; pero me detuve al hallar a un hombre que, de espaldas a la puerta, contemplaba el cuadro sin terminar. Era Teobaldo (un hombre muy alto y robusto, casi un gigante, pero de los más espirituales que he conocido en mi vida). Teobaldo ni notó mi presencia, tan sumido estaba en la contemplación de la obra. Yo me quedé parado allí, detrás de él, sin atreverme a hacer ningún movimiento por miedo a interrumpir su meditación tan honda. Alguna manifestación de mí debe de haber emanado sin embargo, porque Teobaldo cambió de posición y se dio vuelta con lentitud hacia donde yo estaba. Entonces, vi sus ojos. En su maduro rostro trigueño, como asombrado, sus inmensos ojos azules estaban mojados de lágrimas.
La Plata, junio de 1981