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  • Nieve en el Trópico

    Lirios de escarcha muy lentamente
    sobre mis alas cayendo van;
    no los apartes, deja la nieve
    que están mis alas vencidas ya.

    Virgen de ensueños, princesa lírica
    bajo tu alcázar voy a morir...
    Los cisnes cantan en su agonía,
    mi último acorde sea por tí.

    Con una poesía que comenzaba de este modo mi padre ganó el concurso "A la Reina de la Primavera" en 1947. Esto no hubiese alcanzado tan singular relevancia para mí si además la Reina, elegida por un meticuloso jurado, no hubiera sido la que, poco menos de un año después, iría a convertirse en mi mamá. Virgen de 16 años -como quería el poema- Elizabeth Revainera estaba interna, desde la muerte de su padre, en un colegio de monjas en Santiago. Pensado para la aristocracia, con muros que rodeaban la capilla y frondosos árboles ocultando su interior a improbables espías, debieron planear una estrategia especial para poder casarse. Logrando la complicidad de una compañera de mi madre, quien "la invitó a tomar el té en su casa" un sábado, y la de un viejo cura, que casaba a enamorados irredimibles en El Zanjón, pudieron sortear las precauciones de las monjas y emprendieron el camino hacia su propia infelicidad.
    Detengámonos aquí por ahora, ya que en tren de recuerdos, quiero situar a mis discretos lectores en un rápido cuadro acerca de cómo era Santiago del Estero por entonces. Para ello copiaré textualmente una crónica del El Liberal, rescatada por mi compadre Tasso:

    Como un viejo verde, achacoso y arruinado por la acción del tiempo y el abandono, sobre ser mal configurado de nacimiento, reía anoche con fruición envidiable nuestro enteco coliseo, al sentir acariciada su enmarañada y cenicienta cabellera por un soplo de juventud y de vida, orgulloso y avaro del rico tesoro que por breves instantes le era dado poseer. Y en verdad que la risa, no siempre favorecedora a todas las fisonomías, tornaba hermosa la faz del Ollantay, como quiera que su carcajada era la carcajada encantadora de los claveles rosas, que ríen cuando la gran abundancia de delicados pétalos necesita romper la barrera del estrecho cáliz para derramarse en silenciosa cascada de suavidades y perfumes. Hermoso pues se mostraba anoche nuestro teatro, pletórico de granada concurrencia cuya mitad femenina volcaba sus irresistibles encantos desde el escenario, los palcos y la platea.
    Pocas veces como anoche se ha logrado un lleno tan completo en la modesta sala, debido sin duda al indiscutible prestigio de que gozan las distinguidas señoritas que forman la Pía Unión de las Hijas de María, organizadora de la fiesta, en primer lugar, y luego a lo atrayente del programa confeccionado para el certamen. Al levantarse el telón, un núcleo de hermosísimas niñas ocupaba el escenario para cantar el coro a dos voces con que se iniciaba el programa, a cuyo brillante desarrollo contribuyeron en armónico consorcio la música, la poesía, las flores, las siluetas vaporosas, los ojos de serafines, los labios con el rojo del incendio, las cabelleras virginales, las frentes de purísimo armiño, las mejillas de color de rosa, que llevaron al alma emociones que no son para ser contadas, y que traducen sueños dorados como evocan purezas celestiales. Sobre aquel enjambre de cabezas privilegiadas por la estética, rubias y morenas, destacábase a manera de luminosa aureola la inscripción "Hijas de María"; y si de la madre canta la iglesia que es "tota pulchra", tendrá que reconocer a sus hijas de Santiago como muy dignas de heredar ese elogioso concepto quien las haya contemplado en el instante que nos ocupa.
    Todas ellas lucían atavíos sonrientes de colores tenues, predominando el rosa pálido, emblema de dulcísimos amores, de ilusiones castas. Veamos quiénes eran: María Arredondo, de crespón de seda color de rosa, con adornos de gasa blanca; Leonor Pedraza, traje escotado, de gasa blanca sobre fondo color oro, con cintas; Lola Posse, de seda celeste, con encajes crema; María Luisa Pinto, de seda adamascada rosa, con gasas y cintas del mismo color; Argentina Neirot, vestido enterizo, de gasa calada blanca, con cintas de terciopelo negro; Elena Gallego, traje de pequín celeste artísticamente confeccionado; María Isabel Romay, color verde luz; Ernestina Voget y Olaechea, de faya celeste con adornos blancos; y otras diez no menos elegantes niñas.
    *

    Bien es cierto que esta crónica del periodista anónimo pertenece a 1902, y en el caso presente estamos hablando de 46 años más tarde. En tal interregno el viejo Ollantay había sido derribado ya, para construir en su lugar el majestuoso 25 de Mayo, cuya arrogancia exhibía a la vez cierta efímera prosperidad obtenida por el remate de la foresta provincial y nuestra dependencia arquitectónica de París -calcada por cierto de Buenos Aires. Pero también es verdad que Santiago en poco se modificó, esencialmente, hasta el tardío advenimiento de la televisión (1964).

    Lis de alabastro, cáliz de octubre,
    narciso blanco del valle azul,
    mientras la brisa mece tus bucles
    brota el suspiro de mi laúd...

    Vuelve a tu imperio de margaritas
    que está nevando en mi corazón...
    Poema de nieve, sueño de lira
    ángel de nácar, rayo de sol

    ...dice en otro pasaje el poema de mi padre: suspiro, azul, nácar, laúd... nieve, blancor, blanduras vaporosas, fulgores tamizados por jardines floridos, era el untuoso clima psicológico que absorbía aquella generación, emanando del todavía insuperado modernismo, algo Lugoniano**, pero principalmente de Rubén Darío, más su versión prosaica y popular: Vargas Vila, que mi padre devoraba, como pude comprobar en mi adolescencia, revisando con interés más bien paleográfico los anaqueles donde se apilaban decenas de sus novelas, de la editorial Tor, junto a otros de Victor Hugo, Arnold J. Toinbee y Ortega y Gasset, sus siguientes mentores, hacia fines ya de los 50. Portadas coloridas con barroquísimos dibujos art noveau, siempre ostentaban figuras de elegantes caballeros y las damas en encajes, delicadamente gaseosas y de manos largas,rosáceas, se parecían bastante a mi madre.

    medium_recorte.2.jpgRecorte del diario El Liberal, 23 de septiembre de 1947.

    Poco probable es la existencia. Pues lo que aparentemente sucede en el exterior, arraiga profundamente sus esencias adentro nuestro. Desde Einstein hacia acá, la física ha ido descubriendo perpleja que lo objetivo se deshace. Recientes estudios indican que la Tau -partícula infinitesimal, la última pasible de ser captada por nuestros sentidos a través de un super-microscopio-, de acuerdo a las comprobaciones de quienes obtuvieran el Premio Nobel en 1994, es dúctil a ser influida en su forma... por nuestras intenciones.
    Si alguien ha podido llegar en la lectura de mi narración hasta aquí, seguramente podrá también coincidir con nosotros en que, de esta proposición de la Física contemporánea a la del Discípulo Preferido, en los cinco primeros versos de su libro magno, dista ya una muy exigua franja.
    Vivíamos entonces los santiagueños una realidad imaginaria, dejando de lado la pobreza y el sol, que en nuestra provincia azotaban la tierra, yerma tras el paso del huracán inglés. 80.000 habitantes sobre una superficie que era -es- tres veces y un poco más la de Suiza, algo más de dos veces la de Austria, Checoslovaquia o Dinamarca, en la que hubiesen entrado con holgura 68.175 Principados de Mónaco. De los cuales las 25.000 almas que por entonces habitaban su capital, Santiago, eran incapaces de establecer un sistema productivo para dotar aún siquiera de las comodidades mínimas a su propios hogares. Lo que veían viajeros provenientes de otras latitudes era que aún en las "residencias" de las clases medias y altas faltaban adminículos comunes del occidental confort, particularmente los mecánicos. Gregarios, extremadamente "espirituales", los santiagueños eran capaces, sin embargo de remendar sus vestidos una y mil veces, para presentarse ante los ojos de cronistas como el citado -también santiagueño, por cierto- bajo un consensuado espejismo donde aparecían, ante sí mismos y sus semejantes, para nada inferiores a las distinguidas sociedades que asimilaban, desde los libros de Vargas Vila o las poco frecuentes películas, todavía mayormente argentinas, mexicanas o europeas.
    Pero otros cronistas, menos complacientes, los veían así (ya en 1858):
    "Esta ciudad, colocada a 650 millas de Rosario y a 590 de Santa Fe carece de las ventajas que se encuentran espontáneamente en los países del centro y de la orilla"... "Con sus calles desiertas [...], sus espesos bosques de naranjos y duraznos, que parece como si quisieran cubrirla por entero, ofrece un aspecto triste que conmueve el corazón del viajero..." "El que ha nacido [aquí] puede encontrar amable la vida en aquella completa familiaridad de las gentes, toda bondad y dulzura; pero el forastero que a nadie conoce, no lee sobre esas casas sepulcrales sino la historia de un pasado lleno de desventuras" (Pablo Mantegazza, Viajes por el Río de La Plata y el Interior de la Confederación Argentina).
    ¿Cuál era la realidad real entonces?, ¿la de mi padre, que veía "lechos de polen", "pétalos de marfil", "abejas de oro", "cisnes alacordes", "Guzlas enfermas de melodía", "nieves de luna", "fugas de Bach"? ¿O la de Mantegaza, quien saca como conclusión de su visita a Santiago que "[si algún europeo] ambiciona rápida fortuna y vicisitudes tempestuosas, debe buscarlas en otra parte"?
    Ni la una ni la otra, posiblemente.
    Lo cierto es que sobre esa imago vargasviliana se traza el romance de mi padre, un maestro-poeta, egresado con medalla de oro dos años atrás, y mi madre, una rebelde novicia de una aristocrática familia -ya casi venida a menos. Aquella fuga hacia El Zanjón y una luna de miel donde se consumirían los únicos recursos de la parejita, traería sobre nosotros -yo y mi hermano Gustavo, quien iba a nacer casi tres años después- vivencias goyescas o turnerianas, pasando por las más queridas y frecuentes "mo-li-na-cam-pianas".
    Acerca de si fueron felices o desgraciados en el escaso quinquenio que duró su matrimonio solamente ellos pueden hablar y casi siempre han evitado hacerlo. Por mi parte, intentaré reflejar, en lo que duren estas remembranzas, lo que nuestras constataciones de niños han conservado de él.


    * Alberto Tasso. Santiago del Estero. Colección: Historia Testimonial Argentina, Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1984.
    ** Lugones, si bien nació en Río Seco, provincia de Córdoba, en el límite con Santiago del Estero, pertenecía a familias santiagueñas, y sus descendientes viven hoy mayormente en Santiago.