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  • Everness

    Sólo una cosa no hay. Es el olvido.
    Dios, que salva el metal, salva la escoria.
    Y cifra en Su profética memoria
    Las lunas que serán y las que han sido.
    Ya todo está. Los miles de reflejos
    Que entre los dos crepúsculos del día
    Tu rostro fue dejando en los espejos
    Y los que irá dejando todavía.
    Y todo es una parte del diverso
    Cristal de esa memoria, el universo;
    No tienen fin sus arduos corredores
    Y las puertas se cierran a tu paso;
    Sólo del otro lado del ocaso
    Verás los Arquetipos y Esplendores.

    Jorge Luis Borges



    Un cielo azul marino, en un rectángulo. En él, lucecitas titilantes, emanando ese acariciante resplandor. Hasta que otro resplandor, esta vez intenso, se expande, uniforme, en el ámbito donde está el que observa: y el cielo se pone negro, las lucecitas se deslíen, derrotadas por la electricidad, que acaba de anegar la habitación.
    Luego de esto, todo es suponer. Supongo que este cuadro lo vi desde mi cuna, no sé cuántos meses -o días- después de habérseme abierto las mirillas. No tenía noción de mi cuerpo, sólo me interesaba el cielo. Percibía sonidos apagados, voces, sombras que se manifestaban pálidamente cuando se encendía la otra luz. Vagamente me fastidiaban. Quería que siga el cielo, tranquilo, emanando su amable resplandor. Yo era ese cielo. Cuando irrumpía la luz eléctrica, me encarcelaba. Quedaba inmóvil, muerto, en el estrecho rectángulo de esa ventana.

    Campo Verde era una planicie inmensa en 1952. Mi tío Agustín era el director de la escuela. Mi abuelo Brígido, comisario de Guampacha, el pueblo más cercano. En la foto está mi abuelo como era entonces, junto a mi abuela Corina.
    Recuerdo a don Olegario Ávila, un estanciero vecino. Hombre más bien bajo, muy fornido, de vientre impetuoso, que se destacaba por la rastra: sobreorlada con grandes monedas de plata. Usaba bombacha gris y botas acordeonadas -era la moda-, espuelas, camisa blanca, pañuelo al cuello, chaleco azul, sombrero, negro, redondo, anchísimo como merecía este sol, único en su fuerza para toda la república Argentina. La gente solía transportarse a caballo o en sulki. Pero mi tío Agustín tenía una bicicleta. Con ella íbamos a la ciudad. ¡Muy lejos! Recién de adulto comprendo el esfuerzo que aquello representaba. ¡Más de cien kilómetros, por caminos de tierra, por serranías! Entonces, con tres años recién cumplidos, lo vivía como un muy lindo paseo.


    La bicicleta de mi tío Agustín tenía los manubrios combados. Vueltos hacia arriba, se me representaban las astas de un toro, como los que se veían frecuentemente en Campo Verde; la bicicleta me inspiraba por ello más respeto. Era un ser vivo -sentía yo-, sólo que en otro plano de vida.
    Mi tío Agustín fumaba. Sólo de vez en cuando. En ocasiones felices, supongo, pues lo veía encender un cigarrillo luego de abrir cuidadosamente el paquete blanco, con rayitas doradas (Kent) cuando estábamos en la ciudad, al ponerse a escuchar música junto a la vitrola. ¡Era todo un acontecimiento! La vitrola era una caja de madera, un plato invertido encima y una bocina con forma de flor metálica, emergiendo hacia arriba. Mi tío sacaba una cajita con púas -pequeños clavitos sin cabeza- de su portafolios, la encasquillaba en la pesada cabeza del brazo para colocarla luego sobre el disco que giraba, muy rápidamente. No sé cuántos discos se podían escuchar con cada púa. Sé que eran pocos. Ellos venían con un solo tema musical de cada lado; grandes y pesados, negros, algunos -los de RCA, creo -tenían en el centro, pegado, un rótulo circular con una imagen dibujada de la misma vitrola que teníamos, y un perrito escuchando, asombrado.
    "Fumando espero, a la que yo más quiero...
    "tras los cristales, de abiertos ventanales"
    La lógica de los mayores era evidente y no merecía duda alguna en mi pensamiento: un hombre fumando, al lado del instrumento más preciado de la casa -junto a la radio-; ambas declaraban musicalmente, en su oportunidad:
    "Fumar es un placer, genial, sensual..."
    Eso bastaba para legitimar al cigarrillo. Me resultaban pues muy simpáticos los hombres que fumaban. Y su olor. El que más me gustaba era el de mi tío Antonio, que cuando nos visitaba me abrazaba muy fuerte. Entonces yo sentía alegría exquisita junto al olor de cigarrillos emanando mezclado con su masculino perfume desde las anchas solapas de su traje a rayas, marrón oscuro a rayas: mi tio vestía con mesurada elegancia. Creo que contribuía al inmenso afecto que me despertaba el que jamás olvidara traerme chocolates. Luego se sentaba en el sillón grande, en el ancho hall de la casa de mi abuelo, en la ciudad. Siempre elegía el sillón grande. Quizás porque en ese entonces -el único tiempo donde lo recuerdo, antes de su desaparición- andaba rengo. Limpiando la escopeta, el largo caño doble hacia abajo, se había disparado una perdigonada en el pie derecho; al introducir la baqueta no había advertido la presencia de un cartucho viejo.
    Mi tío Antonio Revainera lucía bigotito fino, meticulosamente recortado, sobre un rostro impenetrable, completamente limpio. Usaba el oscuro pelo lacio muy corto, aplastado a la gomina. Algunos años después, al ver de cerca a Atahualpa Yupanqui, me pareció que su rostro copiaba casi a la perfección el de mi tío. Era hermano del padre de mi madre -debido a lo cual, en rigor de precisiones, tíoabuelo: mas nadie dice "tioabuelo" a sus tíoabuelos. Debemos llamarlos "tío".
    Como a mi tío Sandalio, que vivía junto al canal. Él era hermano de mi abuelo, y como mi abuelo, también, hombre de armas. En los febriscentes años de La Forestal, había formado parte de la temible "Guardia del Monte". Los que se movían a caballo y llevaban winchester -además de revólver, 38 largo- y uniforme rojo. Recién luego de cumplir 20 años comprendí lo siniestro del papel cumplido por aquella "guardia especial", ocupada en perseguir "bandidos" como Bairoletto o Mate Cocido en El Chaco y Santa Fe. Instrumento al servicio de los capitalistas británicos, su función principal era contener la indignación de los trabajadores explotados, o los "gauchos pobres" que se oponían al desmonte irracional de tantas tierras selváticas, convertidas finalmente en desierto por la multinacional. Pero ya hablaré más tarde sobre estos temas. Ahora volvamos al 52, año en que como dije, yo contaba en mi haber tan sólo con tres años sobre este planeta. Por ese entonces mi tío (abuelo) Sandalio había dejado ya su puesto de sargento en la Guardia del Monte y trabajaba con un reposado cargo de mantenimiento, en el hangar del aeropuerto estatal.
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    A la izquierda de la foto, mi tía Teodora Barros, esposa de Mariano Carreras, mi tío (extrema derecha). Luego de ella, hacia la derecha, mi tío Agustín. Enseguida, en el centro, mi abuelo, Brígido Carreras Santillán. A su lado, "Tato" Barros, hermano de mi tía Teodora. En el centro, mi abuela, María Corina Coria, y arriba de ella, yo.

    Mi papá no fumaba. Tarde advertí eso, recién como a los seis años. Para entonces ya vivíamos en la ciudad, con mi abuela Corina, pues mi mamá se había ido. De los tres hermanos varones -él, que se llamaba Julio, como yo, el mencionado Agustín y Mariano, el mayor-, mi papá era el único que no fumaba. Mi tío Mariano fumaba negros -como corresponde a su carácter, cosa que tal vez en los próximos textos se verá. Hasta mi abuelo fumaba, pero prefería los cigarros en chala (aunque con el tiempo, ya "exiliado" del campo, en su espaciosa casa de la ciudad, solía mandarme -aunque yo tuviera veinte años- a comprarle cigarrillos negros, muy fuertes, para sustituir penosamente aquellos cigarros que muy pocas veces se conseguían ya, en la "progresista" ciudad.