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  • Tit-Bits

    El señor Pasté aparecía hacia las 8 de la mañana por la vereda viniendo del este. Llevaba con alta dignidad su enanez, y a diferencia de muchos tocados por ese sino, exhibía francamente su seriedad, con un toque a veces de malhumor. Se peinaba a la gomina, lucía bigote hitleriano, vestía un raro uniforme gris oscuro, como los presos o internos del hospicio, con un saco abotonado al cuello. Por esos tiempos los hombres indefectiblemente solían ponerse corbata al salir. ¿El enano quería manifestar abiertamente su diferencia y a la vez, que no le importaba? Estas reflexiones sólo se me ocurren ahora, ya que en ese entonces me interesaba principalmente lo que traía bajo el brazo: un apretado bulto, sostenido con un cinto, que en su extensión rodeaba su pecho para dar vuelta pasando sobre su hombro y espalda hasta terminar envolviendo todo incluso el bulto. El bulto con revistas. Revistas de política, revistas para la mujer, revistas deportivas... revistas de historietas.
    Mi abuelo acababa de salir aquella mañana y yo me había quedado mirándolo desde lejos, apoyado en la verja entre los ligustros que parecía haber sido hecha a la medida justa para que apoyase mis brazos con comodidad. Elegante, mi abuelo esperaba el colectivo al otro lado del boulevard, cuando simultáneamente llegó hasta mí el señor Pasté. Lo detuve para preguntarle si ya había llegado Tit-Bits. Me dijo que sí y mi ansiedad me hizo subirme esta vez completamente a la verja -tenía ya tres años y medio- observando con ansioso arrobamiento al Señor Pasté destrabar la gruesa hebilla con que aseguraba las revistas, hasta extraer la revista luego, con el mismo cuidado con que un joyero sacaría un diamante del estuche... ¡Tit-Bits era de tamaño muy grande! ¡Casi como un diario (luego sabría que ese tamaño se denominaba "tabloid")! ¿O nosotros, cliente y revistero, eramos demasiado pequeños? "¿Cuánto cuesta?", pregunté. "Cuarenta y cinco centavos", dijo el Señor Pasté. "¡Espere un poquito", pedí, y sin más grité "¡¡¡Papavejoooo!!!", antes de salir disparado hacia donde mi abuelo esperaba el colectivo "¡Dame cuarenta y cinco centavos!" Mi abuelo Brígido esperaba entre varias personas, la mayor parte de ellas mujeres, elegantes, pues en ese entonces la gente se calzaba para ir al centro sus mejores ropas, él mismo llevaba un traje marrón con finas rayas hecho a medida, corbata ocre, zapatos abotinados y relucientes. Volé por entre los pinos y las flores del boulevard alcanzando a mi abuelo, quien esbozó un rictus de impaciencia enseguida ahuyentada por mi manita extendida como pude percibir en la infinitesimal humedad de sus ojos verdes e introduciendo con cierta dificultad sus grandes dedos -en el horizonte oeste aparecía ya el colectivo- extrajo del bolsillito delantero de su pantalón, bajo del cinto, las monedas que le pedía y las puso en mi manita.


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    A la siesta de ese día continué con mi examen minucioso de Tit-Bits, que había comenzado por la mañana y luego debí interrumpir, para almorzar con mi familia (que en tal circunstancia estaba compuesta por mi abuelo Brígido, mi abuela Corina, mi tío Agustín y una empleada doméstica, apodada "La Petiza"). ¿Estuve dotado desde pequeño para la crítica o los conceptos que vertiré a continuación surgieron después? Esto último es improbable, pues Tit-Bits cambió de formato al poco tiempo -hacia los `60- como un intento final para evitar su ruina por falta de lectores. Tit-Bits era una revista pasada de moda. No entendía los argumentos de sus historietas a los tres años, pero los dibujos se me representaban como muy cursis, en algunos casos relajantes de tan relamidos; los parlamentos eran barrocos -con el estilo de Víctor Hugo, o Vargas Vila quizás- y solía publicar páginas con extensas novelas clásicas por entregas, de las cuales yo por cierto sólo miraba las ilustraciones. Comoquiera que fuese, el fulgor de las ediciones impresas, que se había introducido en mí desde los primeros años, me aceleraba la sangre induciéndome inmediatamente el deseo de poseer casi cualquier revista de historietas que se presentara ante mí (algún tiempo más tarde, ocurriría lo mismo con los libros). No con el sentido utilitario de aquellos que las leían comiendo y ensuciándolas al mismo tiempo sólo para tirarlas luego, como veía hacer con asombrado horror a alguna gente, sino como codificadas entelequias, de semejante valor a los cuadros, a los cuales se debía volver una y otra vez para obtener -o dotarlos de- nuevos contenidos.


    Por alguna razón que desconozco me había criado hasta los tres años con mi tío Agustín y mis abuelos. Como ya dije en otra parte (creo) mi papá era como una visita, que aparecía de vez en cuando trayendo en sus manos Gatito, y es uno de mis mejores recuerdos. De la vida en el campo, con mi tío y mis abuelos, en cambio, tengo muchísimos recuerdos, todos gratos, todos medulosos para mi existencia. Ya hablaré de ellos; es que me he propuesto hoy hablar de las historietas (cosa que también tendré que hacer en varias etapas, pues representaron uno de los factores más importantes para la formación de mi carácter en aquel periodo). El otro factor, un poco más tarde, fue la música: precisamente aprovechando esa debilidad fue que mi madre logró que diera mi asentimiento para trasladarme a vivir con ellos poco antes de mis cuatro años. Mi abuela me recriminaría, con frecuencia, más tarde: "Te has ido con ella

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    porque tenía combinado". Lo peor para mí (cosa que retorcía mi corazón avergonzándome), es que era cierto. El "combinado" era un voluminoso mueble que contenía en sí los mayores adelantos de la tecnología entonces: tocadiscos y radio. Completamente de madera, lustroso, se abría por medio de una tapa bruñida para lo cual colgaba una argolla decorada en su frente, incluso con llave para cerrarla herméticamente si se lo deseaba. Abajo, forrado por un ancho fragmento de paño, rojo, que presentaba motivos floridos del mismo tono en relieve, ¡los parlantes! Más tarde, en ausencia de mi madre, me las ingeniería para verlos apartando con mucho esfuerzo el mueble de la pared y asomándome lo que este me permitía sólo para asombrarme una vez más ¡eran grandes, como pocos vistos por mí hasta entonces! Por lo demás el argumento había sido como una zanahoria ante el burro pues no se me permitía manejar el aparato, y por él recibiría recriminaciones y hasta algún varazo en las manos cuando me descubrieran tocándolo. "Indisciplinado", según mi madre, por haber sido "entregado en los primeros años a gente rústica y sin formación social", de la permisividad casi absoluta de aquellos amables campesinos debí pasar, sin términos medios, a la estrictísima educación que pretendía imponer mi madre, llena de normas para todas las áreas de la conducta humana. Por ello al irse ella, apenas dos años después -pero en mis vivencias de transcurso asaz extenso-, sentí a la ruptura más bien como un desahogo. Mi madre solía prohibirme comprar revistas de historietas, no tanto por su contenido -en lo cual coincidía en parte con mi padre- sino por economía. Me daba el dinero justo para el pasaje de ida y vuelta cuando debía ir a piano (a la escuela, que era más cerca, tenía que llegar caminando) y como la mayor parte de los guardas me dejaban viajar sin cobrarme, por simpatía hacia mi gurruminez o quizás mis parloteos, ella me exigía al regresar que le devolviera la plata. Un día fui y volví caminando sólo por gusto y al detenerme frente al kiosco de Vicente, ya muy cerca de mi casa, descubrí que la revista Rayo Rojo -que NO podía comprar- costaba justo lo que había ahorrado: ¡veinte centavos! Con impulso que se repetiría a lo largo de mi vida atrayéndome luego amargos desenlaces, entré decididamente al Kiosco y la compré. La escondí cuidadosamente dentro de un grueso Bach que llevaba, junto al Lizt y la carpeta pentagramada, y volví a casa con parecido talante al que debió animar al indio Tupac Amaru cuando decidió enfrentar sus opresores. Entonces mentí por primera vez: cuando mi madre se plantó ante mí con mirada interrogatoria, sólo le dije una frase, con frío laconismo y sin dejar de mirarla a los ojos: "El Negro". (El Negro era un chofer taciturno y de mal carácter, el único que ordenaba al guarda, apenas verme, que me cobrara el boleto.) Funcionó. medium_misterix.jpgA partir de ahí, empecé a calcular cuántas veces por semana mi madre podría tolerar que me tocara a mí precisamente El Negro, y combinando la entrega de las monedas con otras donde mentía para ahorrar, fui desarrollando un sistema administrativo por el cual iría accediendo cada vez a más revistas. Pues ahorrar tres boletos me permitía comprar un Misterix, cuatro un Patoruzito... Cada uno de estos ocultamientos me provocaba una torturante desazón, pero que veía pese a mi corta edad como inevitable dada la injusticia de las reglas asfixiantes. ¿Quién me había enseñado que eran injustas? Nadie. Por eso precisamente es que las vivía con muchas dudas, y por eso también me torturaban. Pero como ya dije en un momento no muy lejano iban a aflojarse las limitaciones para mí en este campo, pues con el divorcio de mis progenitores y el regreso al cuidado laxo y amoroso de mi abuela, si bien no lograría independencia plena respecto de las historietas, pues mi padre también se oponía -pero a su modo, más bien cultural-, a ellas, la norma del boleto desapareció (quizá mi papá, que trabajaba como maestro en el campo nunca la conoció) y empecé al menos a exhibir sin consecuencias mis colecciones de Rayo Rojo y Misterix, que por entonces ya habían crecido bastante.


    El momento en que se fue mi madre coincidió con el periodo más feliz de la actividad historietística en la Argentina. Fue cuando empezaban a salir las magníficas publicaciones de Ohesterheld, Hora Cero y Frontera, destinadas a revolucionar este arte no sólo en nuestro país sino, según creo, en el mundo entero. Si bien las creaciones de Alex Raymond y otros artistas norteamericanos ya habían llevado el arte a niveles extraordinarios, la introducción de las geniales tiras de Ohesterheld -secundado por una increíble pleyade de dibujantes de la talla de Breccia, Hugo Pratt, José Luis Salinas, Carlos Roume, Solano López...- establecerían un arrollador tono particular, jamás expresado de tal manera y en conjunto luego, que a falta de alguna denominación más técnica por ahora sólo puedo llamar "argentino". Fue un momento único y luminoso de nuestra historia, nunca vivido antes y no repetido después, que me tocó vivirlo a mí junto a los de mi generación, del cual comprendí más tarde recién su gran valor -pero cuya incomprensión racional no me impidió vivirlo con intensidad extraordinaria en su momento. ¡Ay! No siempre, o mejor dicho, en numerosísimas oportunidades, no podía obtener por mi cuenta o de mis mayores el dinero suficiente para adquirir TODAS

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    las hermosas revistas que por entonces se publicaban. Pues en una seguidilla fascinante, comenzaron a aparecer, además de Hora Cero y Frontera, semanales, "Hora Cero Extra" y "Frontera Extra", quincenales creo, en tamaños más grandes y con episodios completos, lo cual venía a desentrañar en nuestra imaginación algunos aspectos misteriosos de las personalidades que ocupaban la acción semanal, y de otro modo no hubiésemos conocido (eso creíamos). El problema de los recursos financieros siempre ocupaba un lugar problemático. Yo me esmeraba en hallar soluciones, ejerciendo mis primeras estrategias de sobrevivencia. Por otra parte, después del ausentamiento de mi madre el dinero volvió a fluir desde mis mayores hacia mis manos de un modo más rápido: nunca con la abundancia que hubiese querido, pero nuevamente tenía acceso a las billeteras de mi abuelo, mis tíos Mariano y Agustín, mi propio padre, todos ellos muy difuminados durante el periodo de la dominación materna. Era mi abuela Corina, sin embargo, quien actuaba como un ángel incesante (aún no suficientemente valorado por mí) presto siempre a satisfacer hasta nuestros más mínimos intereses (pues desde el interregno materno mi realidad sentimental se había completado al reintegrarme la presencia de Gustavo, mi hermanito, de quien en los primeros tres años poca cosa me fuera dado conocer). Gustavo era un niño pacífico y de modos aplomados; actuaba de tal manera como un complemento perfecto para mi carácter volcánico y apresurado.
    Por esos tiempos teníamos en Santiago, afortunadamente, varios sitios donde compraban, canjeaban y vendían "revistas viejas". La mayor parte de ellos estaban en el mercado "Armonía", que era un centro comercial muy al estilo de la Colonia, caótico y multifacético. En un edificio gigantesco, de tres plantas, construido en forma de arcadas alrededor de un inmenso atrio central, se acumulaban casi encimándose innumerables puestos de venta, donde se podía encontrar cualquier tipo de alimento regional que se nos ocurriera, y también ropas, arneses para los animales, mates, facones, objetos de plata, yuyos curativos, toda clase de condimentos en estado natural, animales de granja vivos... etcétera. El mercado Armonía era además un espacio cultural de intercambio vertiginoso, donde se reunían las gentes que durante generaciones vinieran emigrando desde el campo a la ciudad, con sus familiares y amigos que aún seguían allí. Un bullicio de conversaciones en aluvión envolvía al paseante que ingresaba al lugar, diálogos en los que se percibía el brillo de la alegría en el aire, palabras o conversaciones enteras en quichua, tonadas distintas -incluyendo porteñas, pues desde principios de siglo había comenzado la diáspora hacia Buenos Aires, que los santiagueños subsanaban regresando cada vez que podían a este "pago" especial que, nunca supe bien por qué razón, todos amamos tanto.

     

    En el mercado Armonía encontrábamos, pues, revistas a mitad de precio, revistas menos solicitadas que podíamos cambiar de igual a igual por una "nueva", disminuyendo o aumentando su valor en relación directa con el estado de conservación o el interés del público en ellas. No me resultaba muy fácil darme un tiempo para llegar al Mercado, por mis numerosas obligaciones (escuela, Academia de Piano, además de que nos agradaba jugar, cosa imprescindible para nosotros entonces). Pero en los barrios también había personas que se ocupaban de canjear revistas (frecuentemente sin ánimo comercial, como mi propio caso más tarde, cuando hube obtenido suficientes revistas que no me interesaban, acumulación capitalista originaria que me permitiría empezar a negociar, con creciente habilidad, para suplir los huecos en mi colección.