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  • La aurora

    Caído se le ha un clavel,
    hoy, a la aurora del seno...
    ¡Qué glorioso que está el heno
    porque ha caído sobre él!...

    ...desde el lecho escuchábamos los versos, recitados por la voz modulada, cadenciosa, melódica, de mi padre. Los conceptos dibujaban una danza como de humo suave en nuestras recién venidas conciencias. Gustavo, en la cama de al lado, no sé si escuchaba, supongo que sí. Nos quedábamos quietecitos, hasta que llegase la hora en que nuestra abuela viniera a despertarme para desayunar.
    Mi padre, mientras se afeitaba con la puerta del toilette abierta, cada mañana articulaba un poema diferente con su voz que nos parecía notablemente superior a la de cualquier otro, incluyendo a Oscar Casco:

    Una tarde de otoño subí a la sierra
    y al sembrador, sembrando, miré risueño.
    ¡Desde que existen hombres sobre la tierra
    nunca se ha trabajado con tanto empeño!
    Quise saber, curioso, lo que el demente
    sembraba en la montaña sola y bravía;
    el infeliz oyóme benignamente
    y me dijo con honda melancolía:
    -Siembro robles y pinos y sicomoros;
    quiero llenar de frondas esta ladera,
    quiero que otros disfruten de los tesoros
    que darán estas plantas cuando yo muera.


    Para nuestros oídos de niños, cada concepto adquiría un valor misterioso, trascendental, pues nuestro padre -junto a nuestra Abuela Jita, el Papaviejo, nuestro Tío Mariano y Agustín- conformaba una especie de Consejo Superior de la existencia humana, todos cuyos actos, hasta el más mínimo -aunque mi padre no podía efectuar actos mínimos- tenía algún sentido referencial que nosotros, niños, debíamos empeñarnos en discernir cómo aplicar. Había adoptado esta convicción de un modo tácito y la ejercitaba cada día de mi existencia. Entonces, a los seis años, iba a segundo grado (un alumno aventajado); Gustavo era considerado aún demasiado pequeño para la escuela, se quedaba en casa.
    Después venía la Mamáviejita; suavemente deslizaba su mano rugosa sobre mi frente; luego de unos segundos podía escuchar a su voz tranquila susurrarme:
    -Levante, muchacho... ¡ya está listo el matecocido!...
    ¡Matecocido con chipaco!... era el desayuno nuestro. Uno podía comer cuantos chipacos se le antojara, incluso era animado a eso por su abuela; el tema es que comerse un chipaco entero no es muy fácil, aún para el más glotón: son panes circulares, de unos 10 a 12 centímetros de radio, con una masa medulosa cuya corteza resulta semejante al hojaldre y se va haciendo cada vez más mullida hacia el interior, constelado de chicharrones. Pocas combinaciones de la gastronomía universal, comenzando por Babilonia y terminando por Maxim´s en Paris, deben de haber acertado con una combinación de gustos tan sublime como la compuesta por el matecocido con chipaco de los santiagueños.
    Mi padre, ajustándose la corbata negra frente al espejo, continuaba:

    Hoy es el egoísmo torpe maestro
    a quien rendimos culto de varios modos:
    si rezamos... pedimos sólo el pan nuestro.
    ¡Nunca al cielo pedimos pan para todos!
    En la propia miseria los ojos fijos,
    buscamos las riquezas que nos convienen
    y todo lo arrostramos por nuestros hijos.
    ¿Es que los demás padres hijos no tienen?...
    Vivimos siendo hermanos sólo en el nombre
    y, en las guerras brutales con sed de robo,
    hay siempre un fratricida dentro del hombre,
    y el hombre para el hombre siempre es un lobo.


    Yo me sentía abrumadoramente próspero frente al tazón con matecocido humeante y alrededor de la canastilla con chipaco dos o tres botellones con mermelada, de higos, de membrillos, de zapallitos... ¡Cuánta gente se preocupaba por mí! ¿Es que los demás padres hijos no tienen? ¡Sin hacer absolutamente nada para merecerlo yo tenía cada mañana un desayuno como para cinco más, luego podía caminar hasta la escuela imaginando historias por el camino, allí sólo me divertía y peleaba a trompadas de vez en cuando, para volver al mediodía y encontrar el almuerzo listo, asado, bifes, milanesas, locros, sopa, pucheros abundantes, en fin, que me proveían de tantas energías que después debería esforzarme por encontrar juegos tan intensos como para que no se acumularan en mí, causándome inquietud!
    Mi padre usaba sólo corbatas negras. Esto era mencionado como un misterio, a veces, durante su ausencia. Y si alguna visita le preguntaba a mi abuela: "¿Por qué Julio usa siempre corbata negra". Mi abuela: "Él usa corbata negra", solía contestar, impenetrable. El vestuario de mi padre contenía códigos rituales: podía usar trajes grises, marrones, azul oscuro o negros, según la oportunidad. Pero siempre usaba corbata negra. Y zapatos negros, de cuero simple, sin el más mínimo adorno: detestaba los "detalles". Su ropa tenía que ser simple, de un solo tono. Podía usar sombrero marrón, si el traje lo permitía, o negro, o gris. Solo la banda siempre tenía que ser negra. Las alas no debían ser muy anchas y se lo colocaba apenas inclinado sobre el lado derecho de la cara.

    Por eso cuando al mundo, triste contemplo,
    yo me afano y me impongo ruda tarea
    y sé que vale mucho mi pobre ejemplo,
    aunque pobre y humilde parezca y sea.
    ¡Hay que luchar por todos los que no luchan!
    ¡Hay que pedir por todos los que no imploran!
    ¡Hay que hacer que nos oigan los que no escuchan!
    ¡Hay que llorar por todos los que no lloran!
    Hay que ser cual abejas que en la colmena
    fabrican para todos dulces panales.
    Hay que ser como el agua que va serena
    brindando al mundo entero frescos raudales.
    Hay que imitar al viento, que siembra flores
    lo mismo en la montaña que en la llanura.
    Y hay que vivir la vida sembrando amores,
    con la vista y el alma siempre en la altura.


    El sombrero ya estaba sobre su cabeza, constataba que en su bolsillo interior contaba con la lapicera; mientras se abrochaba el primero de dos botones, concluía:

    ...Dijo el loco, y con noble melancolía
    por las breñas del monte siguió trepando,
    y al perderse en las sombras, aún repetía:
    ¡Hay que vivir sembrando! ¡Siempre sembrando!...


    Salía sin hacer ninguna recomendación, cerraba la puerta sin hacer ruido y dejábamos de verlo. Entonces, como a las siete y media, yo solía calzarme, recién, el guardapolvos blanco para ir a la escuela.