La inasible felicidad suele venir envuelta con una plácida melancolía.
Estudio la Felicidad desde niño. Tal vez porque me fue extremada, constantemente elusiva. Como el panadero que pierde su gracilidad al intentar cazarlo, la felicidad se presentaba para mí cual relámpago. O la pasajera imagen de un instante perfecto, sin posibilidad de constatación.
Me internaba en el monte durante horas, casi siempre con mi hermano. Él era tan silencioso, tan unido a mí que ahora mismo me sorprendo al decir que iba conmigo. Ni él ni yo éramos otra persona, sino uno mismo. Con mi hermano aprendimos que no debíamos tratar de cazar a los panaderos.
Cierta vez, a los seis años de edad, venía de piano una tarde nublada y pasé por el kiosco de Santiago Vicente. Este hombre amable me permitía hojear las revistas. El flamante número del Patoruzito semanal lucía sobre el estante pero no me alcanzaba el dinero para comprarlo. Entonces, con delicadeza extrema y ánimo furtivo lo tomé para leer, casi completo, el episodio de Vito Nervio (lo que por entonces más me interesaba).
Salí del kiosco edificado. Por la suave tibieza de la tarde me parecía volar. A media cuadra, sobre la vereda del Hogar Escuela, había una especie de mástil (nunca supe con qué fin). En su basamento, apenas asomando un extremo, yacía una revista. No había nadie más que yo transitando por el lugar. La reconocí de inmediato: ¡Patoruzito!
La levanté, hojeé nuevamente sus páginas...
¡Déjà vu! Era la misma que unos minutos atrás había hojeado en el kiosco. ¿Cómo podía ser que estuviera allí? Era el último número...
Sin insistir en preguntarme algo, puse la cartera a un costado y me senté allí mismo, a leer completo el último número de Patoruzito.
Después, lo dejé en el exacto lugar donde lo hallase. Y terminé de regresar a casa, maravillado.
Sulki-Ciclo
A los tres años yo tenía un sulki-ciclo. Vivía en Villa Evita, con mi abuela Corina y mi abuelo Brígido. Mi hermanito de un año, Gustavo, estaba en Campo Verde. Fue entonces que mi abuela resbaló en un escalón de la galería. Y se quebró la muñeca. Cierta mañana la encontré sentada al costado de su cama, llorando. El dolor la atormentaba. Entonces, me abracé a su cintura y también me puse a llorar.
De repente se me ocurrió algo. Corrí al patio y con cierto esfuerzo, traje el sulki-ciclo hasta esa habitación. "Abuelita, agarrá las riendas de mi sulki-ciclo, así te vas a curar", le aseguré. Con la mano vendada, ella me dejó poner entre sus dedos yertos las dos tiras de suela. No sé si el remedio hizo efecto. O la ocurrencia la distrajo. Lo cierto es que dejó de llorar. Y sonrió.
Ringo
Mi hermano Gustavo admiraba mucho a Ringo Bonavena. En una ocasión nuestro padre había viajado a Buenos Aires. Recuerdo su regreso, muy temprano. Y la cara de mi hermano Gustavo (12 años), cuando nuestro padre, apenas luego de haberse quitado el sombrero, sacó del portafolios un sobre blanco y se lo extendió. Tembloroso, Gustavo extrajo con cuidado reverencial una fotografía. Quedó tan fascinado al ver en ella a Ringo, que por un momento creí que sus ojos iban a estallar. Sus ojos grandes. Jamás antes los había visto tan grandes y pareció que iba a llorar. No lo hizo, se quedó extático, en cambio, contemplando la fotografía. Descalzos ambos, en pijamas, nos estuvimos allí con nuestro padre, algunos minutos. Hasta que nuestra abuelita dijo que ya estaba listo el matecocido para los dos.