Hacia fines de 1986, Majer había viajado a Alemania. Como vicepresidente y tesorero de la Stiftung, quedé al frente. Además de las exportaciones, teníamos en nuestro Centro Rural una gran carpintería, curtiembre, actividades agrícolas y tabique.
El día del que hablaré se puede comparar a uno de estos tres con tormentas de sol vividos últimamente. En una fecha cercana, debíamos despachar cierto pedido, de unos 100.000 ladrillos. Debido a lo cual se tenía que trabajar así hicieran 90 grados de calor.
Una siesta calcinante decidí ir al tabique, para ver si los muchachos producían o se habían tirado a dormir bajo de los árboles. Para ello, en lugar subir a la camioneta -eran unos cinco quilómetros-, tomé una hermosa bicicleta de cuatro cambios que tenía, y me lancé a la ruta polvorienta.
Vestía un simple short que me había fabricado cortándole las piernas a un viejo vaquero, ojotas y remera blanca sin cuello ni mangas.
A poco de internarme entre la polvareda comencé a sentir el calor como lengüetazos de llamas que me azotaran desde todas partes, provocando la sensación de que en cualquier momento mi piel iba a desprenderse en pedazos, desvaneciéndome por las vaharadas de viento caliente que golpeaban la cabeza embotando mis sentidos hasta enceguecerme, además de la nebulosa con que pedaleaba, envuelto por el polvillo como talco ocre flotando alrededor, agitado por mis ruedas.
Puse el cambio en la máxima tensión y mis piernas pedalearon con toda la energía de mis 37 años saludables: de repente comencé a volar (así parecía ocurrir mi velocísima carrera por aquella recta entre el monte). El sol me alcanzó plenamente.
Cada vez sentía más calor, mi pequeño short y la remera quemaban como si fueran de lata. Hasta que de repente, me ocurrió algo extraordinario, por única vez en mi vida.... ¡me transformé en sol!...
Era una bola de fuego dentro de la cual habían desaparecido el cuerpo y la bicicleta. Realmente era eso.... miraba hacia abajo tratando de encontrar mis pies pedaleando para regresar de lo que me parecía un sueño... pero no... era sol.... únicamente veía fuego girando, con una velocidad sideral, en circulos concéntricos, mientras seguía desplazándome hacia la meta prefijada.
Entonces sentí una felicidad intensa... nada de calor, ni frío, ninguna sensación que se pueda describir apelando a los sentidos... felicidad plena y serena... Flotaba.
Eso me ocurrió en Fernández, una siesta de verano.