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Unos gansos

 

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Gloria, Julio y sus dos hijitas pequeñas –Rocío, dos años, Lupita, un año– se habían instalado en la Fundación una tarde tibia del mes de febrero de 1986.
Julio había ido a buscarlas con la camioneta, a la ruta donde por entonces pasaba un colectivo que venía directamente de Mar del Plata y pasaba por San Francisco de Córdoba. Se abrazaron, cargaron los equipajes en la caja trasera del vehículo, ingresaron por el ancho camino de tierra que conducía a la Fundación. Desde la distancia, se viniera del oeste, del norte o del sur, podía verse el gigantesco galpón, que se elevaba como un castillo opulento entre decenas de casuchas humildes desparramadas hacia el sur, apenas cruzando una callejuela polvorienta. Aún dentro de este barrio la Fundación poseía terrenos y una casa. Para los pobladores, muchos de ellos contratados como peones temporarios o permanentes por los alemanes, la Fundación era a la vez fuente de recursos, de orientación y autoridad, como también un lugar misterioso donde habitaban seres distintos, con posibilidades económicas que, si bien solían disimularse en lo posible, estaban muy por encima de las de aquellas numerosas familias de jornaleros.
Un gigantesco portón tranquera impedía el ingreso por la única ruta de vehículos. Salvo que estuviese abierta. Cosa que ocurría durante toda la jornada, pues era un “camino vecinal”. Por donde las personas sin recursos iban a buscar agua del ancho cauce, como un kilómetro y medio hacia dentro. Por las noches, la tranquera se clausuraba con grandes cadenas, fijadas por candados en proporción. A su costado, otra puerta, más pequeña, del mismo material –gruesos postes de quebracho blanco–, solía cerrarse, también, aunque con cadena y candados más pequeños. Era usada por quienes vivían en la Fundación para entrar o salir de noche, caminando.
De un caserío paupérrimo, polvoriento, donde desharrapadas familias campesinas habitaban ranchos oscuros, sin agua corriente ni electricidad, albergando mujeres como espantapájaros y niños sucios, gritones, descalzos, desnutridos, se transcurría repentinamente, con sólo atravesar la tranquera de la Fundación, a otro clima, ordenado, limpio, en el cual sus habitantes podían disponer de todos los servicios urbanos –incluyendo por cierto agua de red, electricidad, teléfono– y altas tecnologías. Pensadas para albergar a alemanes, las casas redondas poseían adentro las mayores comodidades: hermosos sillones de madera rústica con grandes almohadones, mesas y sillas de algarrobo, artesanías y decoración aborigen, selecta, en lugares claves. Un mundo de clase media... alemana. Los baños –con inodoro, bidet, bañera de la mayor calidad–, estaban íntegramente impermeabilizados, en sus paredes, con azulejos en suave color pastel. Los pisos ostentaban resistentes y caros mosaicos de cerámica. Para evitar el ingreso de mosquitos u otros insectos, en los marcos de las ventanas, abiertas sobre las anchísimas paredes, se habían instalado persianas con finas mallas metálicas. Por dentro, marcos sosteniendo cristales y por encima de ellos cortinas suaves; hacia fuera, ya de cara al exterior, gruesas persianas macizas de quebracho o pino.
Comenzando por la casa de Schmergen, a unos cien metros de la entrada principal, esta área de las viviendas era un espacio recoleto e íntimo. Constelado de árboles, se situaba alrededor de una olla ancha, con unos dos metros de profundidad y trescientos metros de diámetro, que constituía un espacio agradabilísimo para atravesarlo caminando, en bicicleta, o con los triciclos y otros transportes que usaban para sus juegos los niños. Alrededor, suaves colinas ondulaban con los diferentes caminos que conducían al monte, al campo cultivado, al corral de los chanchos, al de las vacas, al gallinero, a las huertas, al tanque australiano, a los cultivos... y luego de la llegada de los Carreras-Gallegos, el que llevaría hasta su casa.
Julio había elegido un espacio algo alejado del conjunto de las viviendas, por lo demás, paradisíaco. Con una bonita acequia trayendo agua, rumorosa, a su costado, bordeada en las dos riberas por árboles añejos, delgados y altos en su mayor parte, que se perdían hacia el horizonte y el cielo, a lo largo de las cinco hectáreas adquiridas.
La tarde en que se reencontraban por segunda vez Gloria y Julio, estaba apenas tibia, lo suficiente para llevar ropas livianas. Sobre el cielo celeste de las siete de la tarde se deslizaban grandes nubes de color cobalto, con sus panzas enrojecidas por la oración. Dejando la camioneta junto a la construcción de la entrada, fueron los cuatro para saludar a la familia Schmergen. El alemán con su esposa criolla salieron a conversar con los nuevos miembros sobre una plataforma de césped, con canteros y plantitas de flores, frente a su casa. Corría una brisa suave. Lupita era muy pequeña para caminar con soltura aún, por lo cual se quedó con ellos, tomada de la pollera de su madre. Con dulzura Julio ingresó en un ámbito sutilmente matizado por un deliquio amoroso. Todo era armonía, tranquilidad, orden, amplitud, optimismo, aquella tarde. Desde esa altura se veían los horizontes más bellos: árboles, prolijas edificaciones, el voluptuoso cielo. La delicia de estar con su esposa, reconciliados, sus dos amadas hijitas, y estas personas tan cordiales, embargó por completo al hombre, que oía la animada conversación de las dos mujeres como a un arroyo lejano. De repente, algo maravilloso ocurrió:
Desde el horizonte emergió una bandada de gansos, asustados... por atrás, la pequeña Rocío, quien levantaba en su manita una larga rama de árbol... era quien los corría... los gansos armaban un batifondo de aleteos con gritos roncos, mientras la niña los perseguía detrás, casi tan rápida como ellos, sin darles ventaja... ¡¿En qué momento se había ido?!... Recortándose contra la luminosidad decreciente del atardecer, la niña y los gansos conformaron una escena bellísima, representación sublime de la Naturaleza y la Vida.
Pocas veces en su vida Julio alcanzó niveles de felicidad espiritual tan elevados como en aquellos segundos de mirar a su bonita hija de dos años apareciendo y perdiéndose para volver a aparecer muy pronto entre las suaves colinas de la Fundación, por detrás de los gansos.

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