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Beatriz

BeatrizLa noche estaba muy oscura. Antón llegó a la casa, se internó en el desorden caótico de su habitación (había prohibido a la muchacha que modificara nada: allí, en otros tiempos, había dormido muchas veces con Beatriz; algunas veces habían amanecido conversando, durmiendo de a ratos, en instantes extendidos o vertiginosos, sin tiempo cronométrico; allí, alguna vez, había dormido también la Ñaña), pisando trapos dispersos en el suelo. Toda la tarde trabajaron en aquel embute. Habían recorrido el campo, en la finca de Ignacio, hasta hallar un lugar apropiado, entre dos árboles muy cercanos, donde no había peligro de que pasara una rastra o una trilladora. Cavaron hondo, turnándose los tres; la pala sacaba ampollas, Antón no estaba acostumbrado a ese trabajo; el calor derretía el cerebro, atacaba como una fuerza viva, en aquella desolada región del sur de Santiago del Estero. Cavaron un hoyo de tres metros y dos de diámetro; después bajaron a duras penas el tambor de la camioneta. No pudieron evitar que se les resbalara, por el peso; lo volteó al Goro y rodó unos metros. Seguramente eran armas. Hacía unos días había sucedido el copamiento de un batallón, en Tucumán, dos días después  había llegado aquel compañero, con ese tambor de un metro y medio de alto con la tapa soldada, pesadísimo, y la orden de esconderlo en el campo. Seguramente para Córdoba y La Rioja habían partido envíos similares. El copamiento había sido un éxito: todo el parque había caído en manos de los guerrilleros. Antón entró a la casa silenciosa  −Esmeralda y los chicos debían de dormir, en la planta alta o en la ampliación lateral−; la antigua casa de sus bisabuelos le acogió como una cálida concha. Sentía esa impresión cada vez que llegaba: como que su casa fuese una zona neutral, en donde ningún peligro le acechaba; podía dormir allí, en paz. Después de enterrar el tambor habían ido a  un acto, en el club Gimnasia. Antón se había mezclado entre la multitud que anegaba la cancha de básquet, gritando consignas. ¿Cómo haría para despertarse? Miró el reloj pulsera: la una y media de la madrugada. No tenía despertador... la casa había caído en tal decadencia, luego de la muerte de su padre, que estaba seguro de no encontrar ninguno funcionando aunque fuera a buscarlo a las otras habitaciones. Ya a nadie le importaba el tiempo allí. Antón tenía que despertarse a las tres de la mañana. Debían realizar el desarme de dos policías. Ignacio y Goro le esperarían en el barrio Huaico Hondo, a las tres y media. A esa hora cambiaban de guardia. Se acostó, luego de sacarse los botines y el vaquero, entre el desorden de las  sábanas.

Pensó: Beatriz me va a despertar. Se durmió. Cuando estaba viva, Beatriz me despertaba a cualquier hora que le pedía; nunca me gustó el despertador, desde la infancia, para ir a la escuela y después, cuando estaba en la colimba, me despertaba la Ñaña, mas Beatriz apareció posiblemente en mi vida para relevarla en un trecho del camino, y yo necesitaba despertarme, por ejemplo, a las cinco de la mañana, y llegaba Beatriz, en el pequeño auto de su madre, después de haber recorrido los dos kilómetros desde su casa, para hacerme abrir  los ojos; posaba con delicadeza sus labios sobre mis labios y yo me encontraba suavemente en medio del albor que filtraba a mi pieza por el entramado de las cortinas, con su perfil aureolado por la fugacidad rosácea de la mañana, los cabellos como alas cayendo sobre mi cuello; sus manos, posadas cual si fueran palomas en mi hombro; me despertaba Beatriz o me llamaba por teléfono, para recordarle a  la Ñaña que a tal hora me debía levantar. La oscuridad de la noche entró en el pensamiento de Antón. Después, sintió el roce de los labios,  el olor a mujer joven, y la presencia de Beatriz. Como una fuerza magnética, la percibió en el aire, al lado de su cama, sobrevolándole. Se levantó. Encendió la luz del velador. Nadie. ¿Por qué no le estaba dado verla, esta vez? Sintió el leve latido de la congoja en el pecho, cerca  de la faringe. Miró el reloj: las tres y un minuto. Salió a la noche llevando bajo el brazo un paquete con aquellos pequeños volantes que  llamaban «mariposas». Comando 29 de Mayo, decían. A VENCER O MORIR  POR LA ARGENTINA. Se veían sólo resplandores de los faroles callejeros, de a ratos. Goro e Ignacio ya le esperaban. Allí, a la vuelta de la esquina, estaba el policía, dormitando en un umbral. Aguardaron pacientemente a que llegara el cambio de guardia. Al fin, oyeron sus pasos. No había faroles en aquel barrio proletario. Se adivinaban las formas. Un agente gordo y petizo venía a relevar al otro. En el momento en que estiraba la mano para sacudir a su compañero, lo rodearon. «Quieto», le dijeron. «Si te quedas tranquilo, no te va a pasar nada». El policía que dormitaba abrió los ojos y se encontró con el ominoso caño de la recortada del Goro. Impensadamente, trató   de  huir, pero Antón lo tomó de una bandolera y lo atrajo, poniéndole  su 38 largo en el cuello. «Yo no hice nada, muchachos», dijo el  agente. «Soy padre de familia, tengan compasión». Les dijeron que solamente querían llevarse las armas, y se quedaron quietos. Se dejaron atar  y amordazar, resignados. Les pusieron un ejemplar de «Venceremos» a cada uno, doblado, bajo sus bandoleras, y los dejaron allí, sentados, al lado de un gran árbol. Dos pistolas «Ballester Molina», calibre  45.

Ignacio las envolvió en un grueso hule, las metió en una bolsa de viaje, y se las llevó. Puteó un poco en contra de la burocracia policial: los muy ratas les daban a los agentecitos un solo cargador por  cabeza. Mientras, los capos andaban rodeados de custodias y agachándose por el peso de los fierros. Así era la cosa. «La gallina de arriba caga a la de abajo», le decía un sargento a Antón cuando estaba en la  colimba.

Después de volantear un rato, se separaron. Antón no supo más qué hacer, eran como las cuatro y media de la madrugada. Caminó sin rumbo, hasta llegar a la Moreno y Libertad. De allí dobló, hacia la izquierda, y se dirigió a la plaza. El cielo seguía nublado. En medio de los árboles centenarios, frente al cabildo tenuemente iluminado, la municipalidad, la catedral con sus naves altísimas, sentado en  un banco bajo la estatua de Belgrano, Antón se sintió demasiado solo. Una soledad de muchos siglos. No estaba triste, ni tenía ganas de  llorar.

Pero esta indiferencia atroz era peor que cualquier congoja. En el bolsillo de su campera negra habían quedado algunos volantes. Los sacó y los tiró hacia arriba. Los blancos papeles quedaron un instante revoloteando a su alrededor, contra la noche negra; después se fueron, arrebatados por el viento.

 

(Fragmento de la novela Ciclo de Antón Tapia, escrito clandestinamente en la cárcel de La Plata, Argentina.)

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