Visiones
En el otoño de 1977, cuando ya había alcanzado los 27 años, tuve una visión. Vi una canastilla, de mimbre, con una manija larga, redondeada. Surgió repentina, suavemente, del suelo. Elevándose con lentitud, como si quisiera mostrarse. De inmediato una paz absoluta entró en mí. Me quedé allí, inmóvil, contemplando el ascenso de la canastilla transparente, arrobado y feliz.
La canastilla ascendía, lentamente. Hacia un disco radiante, que había surgido, también, un poco más arriba, cerca del techo. Con dulce levedad, la canastilla llegó, al fin, hasta el círculo de luz. Entonces se fundió con él. Fue desapareciendo en su figura. Que pronto desaparecería, también.
Yo estaba preso, en la cárcel de Sierra Chica. Mientras esto sucedía, mi compañero de celda limpiaba la mesita empotrada, donde hacía poco habíamos almorzado. Nos turnábamos para hacer esto, cada día. Esta vez le tocaba a él. Era evidente que no había percibido nada en absoluto. Tampoco se lo hice saber.
Hacía un año los militares del Tercer Cuerpo del Ejército se habían hecho cargo de la cárcel de Córdoba. Allí estábamos unos 250 presos políticos y unas 120 presas políticas. Durante todo lo que siguió de 1976, comandos armados de la Brigada de Paracaidistas, entraban sorpresivamente. A veces por las noches, otras de día, muchas por la madrugada. Nos ordenaban desnudarnos, e iban sacándonos en grupos más o menos de 20 o 30. Mientras nos hacían correr, arrastrarnos por el suelo, saltar como las ranas, etcétera, nos golpeaban al pasar. Usando largos bastones de goma, con núcleos de metal. Durante ese período los militares asesinaron a 28 militantes políticos. He aquí sus nombres:
Eduardo Daniel Bartoli, Miguel Ángel Mozé, José Alberto Svagusa, Luis Ricardo Verón, Eduardo Alberto Hernández, Diana Beatriz Fidelman, Ricardo Alberto Yung, Carlos Alberto Sgandurra, José Ángel Pucheta, Claudio Aníbal Zorrilla, Miguel Ángel Barrera, Mirta Abdón, Esther María Barberis, Marta Rossetti , José Cristián Funes, Raúl Augusto Bauducco, José René Moukarzel, Miguel Hugo Vaca Narvaja, Higinio Arnaldo Toranzo, Gustavo Adolfo De Breuil, Ricardo Daniel Tramontini, Liliana Páez, Florencio Esteban Díaz, Pablo Alberto Balustra, Jorge Oscar García, Oscar Hugo Hubert, Miguel Ángel Ceballos y Marta González.
Recuerdo particularmente la muerte de Carlos Alberto Sgandurra. Murió hinchado, convertido en un monstruo, cuya piel se caía a pedazos. Un grupo de militares lo sacaba cada día, para golpearlo salvajemente. Lo hicieron durante una semana. Hasta que finalmente tuvieron que internarlo. Tres oficiales lo sacaron de la enfermería, durante la noche. Y terminaron de asesinarlo a tiros, en un campo militar. Tenía 29 años.
Hacia septiembre de 1976, por presiones internacionales, los militares no pudieron continuar su proceso de exterminio. Fue entonces que se vieron obligados a concentrarnos en cuatro cárceles federales. A nosotros nos tocó la de Sierra Chica. Poco después de la visión que narré al comienzo de esta nota, me sucedió otra situación extraordinaria. Debió haber sido hacia marzo de 1978. Una noche desperté como a las 3 de la madrugada. Simplemente abrí los ojos, luego de escuchar algo como un trueno. En la absoluta oscuridad, densa, percibí sólo un leve fulgor azulado, relativamente pequeño, que palpitaba exactamente encima de mi cabeza, unos dos metros y medio hacia arriba, cerca del techo. Oí una voz grave, algo metálica, que nítidamente me dijo: “Tienes que ir, caminando, de Roma al Vaticano”. Me senté en la cama, para meditar, unos minutos, acerca de lo que había vivido. Estaba lúcido y tranquilo. Había percibido la experiencia como benéfica. No emanaba nada de ella que me atemorizase. Algunos días después me visitaría monseñor Manuel Marengo, obispo de Azul. Le comenté lo sucedido. Luego de escucharme con gran atención, el anciano -que era un hombre delgado, ascético, bondadoso-, me dijo que podría ser una metáfora del camino hacia Cristo, considerando a Roma como “ciudad de pecado” y al Vaticano como Ciudad de Dios. Se apresuró a aclararme que sólo era una rápida y sencilla especulación suya, recomendándome que medite sobre esto todo el tiempo que fuese necesario. En un proceso de comprensión que podría durar gran parte de mi vida. Pues únicamente yo podría resolver el enigma de ese mensaje.
Salí con libertad vigilada en octubre de 1982. Y recuperé mis derechos constitucionales hacia fines de 1983. Los afanes de nuestra vida familiar absorbieron nuestra atención. Con mi esposa, nuestra primera hija, que habíamos tenido antes de que nos detuvieran a ambos (ella había estado seis años en la cárcel, más uno con vigilada). Pronto se sumarían tres hijas más a la primera.
En diciembre de 1994, recibí una carta de la Universidad de Pescara. Me invitaban a un Congreso Internacional. Ellos se harían cargo de todos mis gastos. Boletos de ida y vuelta en avión, hotel, alimentación, etcétera. El Congreso duraba cinco días. Sin embargo, me invitaban a quedarme quince, para participar de otros encuentros, departir con amigos, viajar un poco por Italia, etcétera. Decidimos viajar ambos, con mi esposa, haciéndonos cargo nosotros de los gastos de ella. Al saberlo, el director de la Facultad de Lenguas Extranjeras, Gabriele-Aldo Bertozzi, obtuvo de la universidad más financiamiento. Finalmente la Universidad de Pescara terminó pagando completamente los gastos de mi esposa y míos.
Durante la primavera europea, ya en Roma, y luego de que los principales acontecimientos sociales y culturales se hubieron cumplido, solicité a mis amigos liberarnos un día, para “ir caminando de Roma a El Vaticano”.
-No tienen que caminar demasiado-, nos dijeron Laura Aga-Rossi y Gabriele -El Vaticano está aquí cerca, casi es la misma Roma... sólo hay una muy ancha avenida que los separa...
Entonces, nos explicaron cómo debíamos hacerlo, y fuimos.
Era una mañana bellísima. De pleno sol, con una temperatura que no debía de superar los 15 grados. Cuando estuvimos en El Vaticano, me dijo Gloria:
-¿Y ahora? ¿Por dónde vamos?
-Por donde vos quieras...- contesté.
Cualquier senda que tomáramos, daba igual. Todo era muy bello. Estábamos completamente relajados, tomábamos fotos de los magníficos edificios. Paseando sin prisa, entrando cada tanto en tiendecitas para comprar pequeños recuerdos o alguna medallita para nuestras hijas, de repente, fuimos ingresando en un amplísimo espacio donde las construcciones se presentaban con cada vez mayor majestuosidad. En el frontis de uno de aquellos palacios leí “Museo Vaticano”. “Vamos allí”, le dije a Gloria. Pero al llegar al portal los guardias suizos cruzaron sus alabardas frente a nosotros, en un movimiento que me pareció violento, impidiéndonos el paso. En un idioma que no reconocí, nos dijeron algo que no entendí. Ya estaba claro que debíamos irnos... lo hicimos.
Un poco fastidiado, me quedé nuevamente sin rumbo; con Gloria vimos entonces un arremolinarse de gente y acudir, atravesando unas altas arcadas, hacia algún lugar... “Vamos allí”, sugerí, “sigamos a la gente”...
Enseguida nos vimos en la Plaza de San Pedro... cruzando la avenida circular, tras del extenso vallado, se aglomeraba una multitud... entramos... y apenas lo hicimos, vimos venir de lo que me pareció el norte, por la avenida, un vehículo descubierto, en el cual venía parado el papa, Juan Pablo II.
El papa dio varias vueltas, antes de comenzar la ceremonia. Apoyado en la valla, le saqué unas cinco fotos. Pasaba muy cerca de nosotros, por la avenida, seis o siete metros, quizá. Bendiciéndonos.
¿Por qué escribo ahora, todo esto? Nunca lo había hecho, antes. Tal vez porque anoche, viendo una serie, me conmovió la actuación de uno de los personajes. Que buscaba ver a Dios con tanta desesperación, que al no poder lograrlo, recurría a las drogas para tener visiones. La escena me quedó grabada. Y esta mañana temprano, durante una caminata muy agradable por el Parque Aguirre, me dije, sorprendido: “¿Por qué los humanos necesitan señales para creer en Dios?”... yo nunca las pedí, nunca me parecieron necesarias... creía con firmeza desde que nací, me parece... pues no recuerdo algún momento de mi vida en que no hubiera creído en Dios como algo natural. Pero esta mañana, repentinamente me asombraron, algunas de estas cosas, sucedidas durante aquellos tramos de mi vida. Y decidí contarlas.
Martes, 8 de diciembre de 2020.
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A la cabeza del panteón egipcio estaba Ra («creador»), que presidía una Asamblea de Dioses que ascendía a doce. Él había llevado a cabo sus increíbles obras de creación en tiempos primitivos, creando a Geb («Tierra») y Nut («cielo»). Después, hizo que crecieran plantas en la Tierra, así como las criaturas que se arrastran; y, finalmente, hizo al Hombre. Ra era un dios celestial invisible que sólo se manifestaba de vez en cuando. Su manifestación era el Aten, el Disco Celestial, representado como un Globo Alado.