El apellido de mi madre viene de Rivadeneira, la familia de un fraile de origen portugués; ellos se establecieron en las Misiones Jesuíticas a principios del siglo XVIII.
Una leyenda familiar narra que el padre Juan de Rivanedeira, quien vino a América con San Francisco Solano, se enamoró de una aborigen tonocoté muy bella. Y concibieron un hijo. Como no podía bautizarlo con su apellido, lo anotaron "Revainera".
El padre Rivadeneira fue quien construyó el primer templo franciscano de Santiago del Estero, en 1565. Y también dio origen al apellido Revainera en Argentina.
En 1892 mi tatarabuelo emigra de Villa Atamisqui, con sus once hijos, formando una caravana de carretas que decide establecerse finalmente en un paraje llamado Garza, como a 100 kilómetros hacia el Este de allí. Fuera de ellos había muy pocos pobladores en aquellos montes, por lo cual tomaron unas 5.000 hectáreas bajo su dominio y rápidamente obtuvieron de ellas todo lo que precisaban para vivir bien. Construyeron un complejo edificio de once casas pegadas, comunicadas por una galería; allí cada uno vivía cómodamente con su respectiva familia. Pronto eran una organizada cooperativa, donde las mujeres cocinaban y cosían, los hombres sembraban trigo, fabricaban harina, atendían un negocio que más tarde pusieron, pues además de hacer el pan en cantidades allí se faenaban reses, se hacían muebles u otros numerosos objetos necesarios para las labores de campo en la carpintería, se elaboraban arneses, riendas, lazos, rebenques, guardamontes, en la talabartería, se fabricaban herramientas de labranza en la herrería, etcétera.
Cuando llegaron los ingleses, en 1896, trayendo su Ferrocarril, este pequeño emporio que habían construido mis abuelos les vino de perillas para abastecerse. Y a la segunda generación de Revaineras en Garza los enriqueció. En Garza, hacia 1898 pues, se había construido, entre otros lujos europeos desconocidos por entonces en la provincia de Santiago, la primera cancha de tennis que hubo aquí. Para que se divirtieran los ingleses, y los pocos criollos -entre los cuales la familia Revainera- que podían compartir sus reuniones, sus juegos y sus veladas.
* En la foto: Alberto Revainera (Garza, 1926).
Garza
Durante el invierno de 1888 Leonardo Revainera, Esmeralda Sosa y sus once hijos partieron de Villa Atamisqui hacia el norte. Leonardo era un hombre de 59 años, el menor de sus hijos tenía 21. Además de la familia iban con ellos unas treinta personas, hombres, mujeres y niños, a su servicio. También un irlandés, Darrick Mc Lean, técnico especializado en molinos.
Al atardecer de ese mismo día arribaron al destino elegido: un lugar prácticamente deshabitado de la región, que los nativos solían llamar “Garza”. Posiblemente por la abundancia de aquellos elegantes pájaros sobre sus numerosos esteros. Luego de dos años de duro trabajo (de sus peones), los Revainera tenían montada una verdadera factoría. 4.500 hectáreas se habían marcado ya como su propiedad. En parte de ellas, cultivaban tomates, melón y sandías para exportación. Asimismo, trigo, con el cual se fabricaba el pan para las ya cerca de 120 personas que formaban parte de su negocio y además –esto es un dato clave– para las decenas, a veces cientos de trabajadores que iban terminando la construcción del ramal del Ferrocarril Central Argentino que unía La Banda con Buenos Aires. A los ingenieros ingleses y sus equipos europeos, los Revainera Sosa proveyeron durante aquel periodo –1889-1908, apróximadamente– no sólo alimentos. Advertidos sobre el arribo de los ingleses y el auge de la explotación forestal, los Revainera tenían montadas una ferretería, una tienda de ropa, carnicería, talabartería, fábrica de sulkys y tilburís: en fin, prácticamente todo lo que se necesitaba para subsistir en aquella comarca de pioneros. Financiados por los ingleses, también, construyeron una cancha de tenis, cuando aún en la capital de Santiago del Estero este deporte ni se practicaba ni se conocía.
Su prosperidad alcanzó tal grado de solidez que sólo por ostentarla, Leonardo Revainera mandó fundir en oro la campana de la bonita capilla que poseía en su estancia, para uso privado. Pero poco tiempo más tarde –en 1905–, falleció. Esto dejó sin liderazgo a la familia. Que comenzó a decaer.
Los Revainera Sosa eran por parte de padre y madre descendientes de antiguas familias ibéricas. Posiblemente cargaban el estigma de tales razas: una tendencia irrefrenable a los lujos y al refinamiento cultural, debido a lo cual gastaban, generalmente, mucho más de lo que producían.
Así, en la década de 1920, cuando la crisis económica global azotó gravemente a la Argentina, los Revainera subsistían cargados de deudas; habían vendido el 30 por ciento de su propiedad –donde se desarrollaba la ciudad de Garza– y los ingleses hacía rato que se habían ido. Una de las familias a quienes los Revainera debían mucho dinero eran los Jorge, comerciantes prósperos de origen sirio, radicados en la ciudad de Beltrán. Por entonces, Alberto, el menor de los Revainera estaba de novio con una chica de Santiago, descendiente de italianos y apellidada Meneghini. El clan entero lo conminó a abandonar lo que consideraban una mera ilusión romántica, para acceder al requerimiento unánime de contraer matrimonio con Salma Jorge. Alberto aceptó resignadamente el matrimonio por conveniencia. Mas aquello, al parecer, amargó su vida. Pronto iba a ser un alcohólico empedernido. Tuvieron tiempo de concebir tres hijas –Dina Elizabeth, Nilda Azucena y Teresita del Niño Jesús– antes de que el jefe de familia falleciera, por cirrosis, a los 32 años. A mediados de la década de 1940 Salma Jorge decidió emigrar en busca de un mejor horizonte para su economía. Llevó consigo a su hija más pequeña –Teresita del Niño Jesús–. * A las otras dos, que ya cursaban la secundaria, las dejó internadas como pupilas en el Convento de Belén.
El 21 de septiembre de 1947, Dina Elizabeth, de quince años, participó en representación de la Escuela Normal del Centenario y el Colegio de Belén en el Certamen Anual para elegir la Reina de la Primavera. Allí le fue presentado el poeta ganador de la medalla de oro y cinco mil pesos, por haber creado la mejor oda conmemorativa a la soberana de aquel año. Se llamaba Julio Carrera. El segundo premio, en aquella oportunidad, fue asignado a Dalmiro Coronel Lugones.
Hasta octubre del año siguiente se vieron a escondidas, pues ni los Revainera, ni los Jorge, ni las monjas, aprobaban esta relación. Por fin, poco antes de que terminaran las clases, y la niña fuese retirada por su familia de Garza para transcurrir allí las vacaciones, se fugaron.
Un sábado, después del almuerzo, la Madre Superiora le dio permiso a Dina Elizabeth para que fuera a pasar un rato con sus amigas en casa de una compañera de curso, Marta Daúd, dos cuadras al Sur del Convento de Belén por sobre la avenida Belgrano. Debía regresar de allí, como máximo, después de “la hora del té”; es decir, más o menos a las 18:00.
A las cuatro de la tarde, luciendo riguroso traje negro, capa y sombrero al tono, Julio pasó a buscar a Elizabeth por el domicilio de los Daúd. Venía en Mateo. ** De blanco, con un traje que la madre de Marta le había regalado especialmente para la ocasión, Dina Elizabeth ascendió ceremoniosamente al coche. Al paso regular de los dos caballos, llegarían a la Villa de El Zanjón como a las cinco y media. El párroco de la capilla local, previamente anoticiado, los esperaba. Allí, con estremecida unción, aceptaron unirse en matrimonio “hasta que la muerte los separase”.
Por aquellos tiempos en Santiago del Estero el matrimonio por la Iglesia era más importante que el civil. Debido a eso, cuando al día siguiente presentaron la libreta con la firma y el sello del cura, en el Registro Civil no tuvieron inconvenientes para registrarlos como un matrimonio legal.
Julio Carrera había cumplido 20 años, entonces. Dina Elizabeth, 16.
Hijos de Dina Elízabeth Revainera y Julio Carrreras.
* Salma Jorge y su hija Teresita se radicarían un tiempo en Mar del Plata. Luego en Montevideo, Uruguay. Y finalmente en São Paulo, Brasil.
** Mateo, o “coche de plaza”: vehículo tirado generalmente por dos caballos y guiado por un conductor, que se usaba como taxi hasta principios de los años sesenta en Santiago del Estero.
(Del libro Hermeneuta, de Julio Carreras. Quipu Editorial, Santiago del Estero, 2015.)
El Universo interior
Alejandra, mi hija menor, iba a la escuela primaria aún, cuando a la pregunta “¿Qué profesión tiene tu papá?”, contestó: “Es imprentor”. Es que yo tenía una imprenta, y a la vez esta hijita, desde que naciera había presenciado mis labores como escritor. “Imprentor”, era pues la conjunción de “Imprentero” y “Escritor”, que su desprejuiciada mente infantil había naturalmente engendrado.
También es verdad que la vocación editorial me viene desde la infancia. Nació a consecuencia ‒creo‒ de “toda una vida” entre asombradas lecturas. Es que mi padre y mi madre ‒ambos maestros rurales‒ me habían enseñado a leer... ¡a los tres años!... Así, a los diez, mi mente estaba constelada de innumerables figuras, historias, especulaciones fantásticas... debía darles alguna salida, pensé, pues de otro modo ¡correría el riesgo de estallar!...
La maravillosa época en que me tocó vivir la primera infancia lo fue entre otras circunstancias porque se había desplegado sobre toda la Argentina una pléyade historietística como jamás viera nación alguna antes ‒y creo que tampoco después: Oesterheld, Hugo Pratt, José Luis Salinas, Carlos Roume, Breccia, Vogt, Solano López, Ongaro, eran sólo una pequeña parte de los grandes artistas que se expresaban por medio de publicaciones diarias o semanales, por entonces, en nuestra nación. “Los Doce Famosos Artistas”, era una Academia que habían instalado cierto grupo de dibujantes ‒los mencionados junto a otros‒ con un programa tan exigente que no eran muchos quienes lograban superar los exámenes de ingreso, y más pocos aún los egresados. Incluso después, cuando tenía ya 14 o 15 años, podría deleitarme con grandes dibujantes que habían resultado como secuelas de esa generación magnífica. (¡Ay!, no como hubiese querido, pues eran tantas las publicaciones, que sólo para comprar una parte de ellas debía uno disponer de bastante dinero que, como miembro dependiente en una familia de clase media más bien modesta, no me era accesible.)
Entonces, decía, a los diez años ya no daba más con mis ganas de publicar. A los nueve había comenzado a dibujar, y como no podía ser de otra manera, pronto deseché todos los consejos de mis mayores, que intentaban inducirme hacia las “Bellas Artes” (pintura, escultura, xilografía, dibujo), para lanzarme apenas dejando mis tareas escolares, a los grandes pliegos de cartulina que me solía procurar, para llenarlos aplicadamente de cuadros con historietas cuyos argumentos también inventaba. No es que fuera un gran dibujante. Por el contrario, me costaba horrores cada trazo, cada pequeño avance en mis nunca serenas prácticas antes de alcanzar algún resultado más o menos rescatable. Ni qué decir lo padecido cuando descubrí ‒gracias a un historietista consagrado‒ que a mis dibujos a lápiz, luego debería terminarlos con tinta china, condición imprescindible para darles alguna aspiración profesional. Manchaba las líneas con el dorso de la mano, jamás lograba el terminado que esperaba, los grises me resultaban imposibles... ¡y cuando mi esporádico “profesor” (Víctor Rivas) me dijo que “los verdaderos dibujantes de historietas trabajaban a pincel”!... sentí que el suelo se me abría.
Yo era un niño nervioso y colérico. Además, fuerte. Esto era peligroso para mis semejantes, pues temprano había aprendido a usar mis puños para golpear. No tenía nada de intelectual, salvo que casi desde que naciera la puerta de mi cerebro estuvo abierta a numerosas lecturas (mayormente cuentos ilustrados e historietas) y el ambiente que me rodeaba era tan lleno de estímulos, con los amigos de mi padre, un poeta, además locutor de radio, talentoso, seductor, y la extremadamente intensa época de la Resistencia Peronista como escenario, pues también de esas luchas políticas mis familiares más próximos participaban.