De una oscura pasión o algún esfuerzo, de un puro golpe de amor, de cierta manera de hablar y sorprenderse no podrás evadirte sin dejar una huella, algo que te descubra.
Rodolfo Alonso
El Maestro de Música tomó entre sus manos la mano pequeña de Geraldine. Estaba exangüe. Miró por la ventana. Una niebla gris cubría los contornos de la ciudad. La desesperación fue derramándose, la sintió por las cavidades interiores de su cuerpo, hasta llegar al estómago y paralizarle los pies. “No”, pensó: “por favor, no me dejes”. Echándose sobre el sillón en un impulso brusco la abrazó, como para alentarla. Su cuerpo estaba frío. Entonces rompió en sollozos, que lo sacudieron recordándole estúpidamente a su madre golpeando un felpudo en el patio.
Geraldine, pensó. Desde la primera vez que me miraste supe que me amabas. No imaginé, en cambio, que ibas a llegar tan hondo en mí. Mezclada con la gente en el concierto, sorprendía tus ojos contemplándome y te ruborizabas, mirabas con premura hacia otro lado, con esa gracia que sólo es posible a tu edad. Yo lo tomé como un juego, dejándome llevar displicente por los ruidos de la calle.
¿Cuándo se te ocurrió aprender piano? Llegaste una tarde, acompañada de tu mamá, mientras yo auscultaba la penumbra de mi sala con el corazón trémulo pues intuía que algo iba a suceder. Al principio rehusé, con excusas elípticas, sugiriendo ocupaciones o falta de hábito en la docencia. Tenía miedo de amarte. Confinaba ese oscuro sentimiento, que había nacido el mismo día que te viera pasar junto a mí, en el concierto. No lo sabías, ni yo mismo lo tenía claro, pero fui el primero en enamorarme. Yo no había tocado; no me conocías. Ensayábamos con el cuarteto en la cabina acústica que está al costado del salón... ¿por qué me levanté y fui a la puerta? Al correr
un poco la cortina te vi pasar, con esa levedad que tienes, y ni te diste cuenta.
Después, te amé. Las horas fueron vuelo de inexpresables alas, los sentimientos crearon la luz que nos dio forma, sentido, razón, si esta existe.
-Despierta, Geraldine- dijo el Maestro de Música, y se sintió en el acto dolorosamente grotesco. Un espejo oval le devolvió su rostro, el cabello enmarañado de mesárselo, las ojeras brillando violetas bajo las lágrimas. -¿Por qué tenía que dejarme ahora?... ¿Es que estoy condenado para siempre al dolor? -le preguntó a su propia cara en el espejo.
Atrás, Geraldine reposaba como dormida. La miró reflejada en el vidrio, recorrió aquella imagen pálida, sus labios como siempre entreabiertos, sus dientes pequeños, sus ojos marrones... sus ojos... ¡Geraldine! ¡Había abierto los ojos!
El Maestro de Música se dio vuelta hacia ella y se quedó mirándola, pasmado.
-¿Estabas dormida? -preguntó por fin.
Ella, sin decir nada, enlazó su cuello con esos brazos largos que tenía y apoyó la cabeza en su hombro izquierdo. Luego susurró: “te amo”.
* En la foto: Khatia Buniatishvili.